La culpa es nuestra
Las ¨¦lites no son las ¨²nicas ¡®extractivas¡¯; los ciudadanos, las masas, tambi¨¦n lo son
?Tras constatar que las reformas necesarias para salir de la crisis solo se aplican tarde y mal, crece el n¨²mero de quienes culpan al sistema pol¨ªtico o a los propios pol¨ªticos, y proponen rupturas institucionales costosas y arriesgadas. Se equivocan, porque el fallo principal no reside en las instituciones sino en los ciudadanos. De hecho, las decisiones tomadas voluntariamente por nuestros gobernantes se ajustan a las preferencias de la mayor¨ªa: somos los europeos m¨¢s partidarios de que el Estado controle la econom¨ªa, de que resuelva todos nuestros problemas y nos imponga una fiscalidad redistributiva, por no hablar de nuestra resistencia a recortar el gasto p¨²blico o a liberalizar el mercado de trabajo.
Nos retrata bien una reciente encuesta de la Fundaci¨®n BBVA. A la vez que nos permitimos ser los europeos m¨¢s cr¨ªticos con pol¨ªticos e instituciones, somos los que menos nos molestamos en informarnos. Decimos odiar la corrupci¨®n, pero ni siquiera dejamos de votar a pol¨ªticos corruptos. Cuando no desde?amos la pol¨ªtica, nos comportamos como forofos, m¨¢s que como ciudadanos. Tal parece que nuestro enojo se deba a que la pol¨ªtica ya no puede darnos el man¨¢ de consumo al que nos hab¨ªamos habituado. Queremos reformas, pero que duelan solo a los dem¨¢s. Y puestos a elegir, ninguna opci¨®n pol¨ªtica real satisface nuestros deseos. Tampoco es casual que nuestras respuestas a las crisis de 1957, 1973 o 2008 hayan sido del tipo ¡°tarde, mal y nunca¡±, y eso que las instituciones eran bien distintas.
Por ello es superficial responsabilizar de la situaci¨®n solo a los pol¨ªticos, a las ¨¦lites o las instituciones. Cambiarlas es costoso y no asegura nada. Y es err¨®neo exonerar a las masas. En realidad somos igual de ¡°extractivas¡± que las ¨¦lites: el fraude no campea solo en la fiscalidad de grandes fortunas, sino tambi¨¦n en la econom¨ªa sumergida y las prestaciones sociales. Adem¨¢s, las masas somos, probablemente, m¨¢s ¡°disipadoras¡±: nuestro mayor derroche, la sobreinversi¨®n en obras p¨²blicas, cuenta con apoyo general y, m¨¢s que distribuir rentas, las dilapida. Semejante manique¨ªsmo entre masa y ¨¦lite ser¨ªa de esperar del votante com¨²n, pero no de los intelectuales. Se arriesgan a cometer un error similar al de la Generaci¨®n del 98: despreciar los logros de la Restauraci¨®n y hacer una tabla rasa institucional en la que se vuelven irrelevantes.
Ciertamente, la soluci¨®n no es solo econ¨®mica, pero la ruptura institucional est¨¢ condenada a fracasar: la principal aver¨ªa no est¨¢ en la transmisi¨®n de nuestras preferencias, sino en su inconsistencia. Lo queremos todo sin aportar nada. En especial, lo queremos todo del Estado sin cooperar en su control y menos a¨²n en su mantenimiento. En esas condiciones, incluso podr¨ªan fallar las reformas que lograsen aumentar la competencia entre partidos pol¨ªticos. Como pone relieve el caso catal¨¢n, una mayor competencia pol¨ªtica, en vez de generar m¨¢s informaci¨®n y mejores decisiones, puede abundar en la propaganda y el populismo.
Hagamos inevitable el informarnos, como sucede en las comunidades de vecinos. No son perfectas, pero ni despilfarran recursos ni atienden a afiliaciones pol¨ªticas
Necesitamos reformas que traten la ra¨ªz del problema. Deben aspirar a que nuestras preferencias como ciudadanos se hagan m¨¢s racionales, compensando nuestra escasa disposici¨®n a informarnos y cooperar en el control de lo p¨²blico. Para ello, hemos de reducir los costes de informaci¨®n ciudadana, de modo que nuestra educaci¨®n c¨ªvica sea autom¨¢tica. Hagamos evidentes el pago de impuestos y el uso de los servicios p¨²blicos: menos cargas fiscales ocultas (IRPF ¡°a devolver¡±, precios con IVA, seguridad social ¡°a cargo de la empresa¡±) y menos secretismo sobre la eficacia relativa de los servicios p¨²blicos (publiquemos, por ejemplo, cu¨¢nto gana el licenciado de cada centro universitario). Hagamos inevitable el informarnos, como sucede en nuestras comunidades de vecinos. No son perfectas, pero ni despilfarran recursos ni atienden a afiliaciones pol¨ªticas para castigar la corrupci¨®n de sus presidentes y administradores. Est¨¢n gobernadas por espa?oles, pero opera en ellas la inmediatez e incluso, ante casos de fraude, el instinto de posesi¨®n. Cabe activar fuerzas similares en el plano p¨²blico: por ejemplo, divulgar sueldos p¨²blicos y contribuciones fiscales reclutar¨ªa para el bien com¨²n esas inclinaciones naturales al cotilleo y la envidia que nunca nos hemos molestado en domesticar culturalmente.
Esa mejor conciencia de lo p¨²blico homogeneizar¨ªa con Europa nuestras actuales preferencias, hoy m¨¢s estatistas y contrarias a la competencia. Quiz¨¢ as¨ª aceptemos introducir los incentivos individuales que aseguran el bienestar. Entre nosotros, han de ser m¨¢s individuales que en aquellos pa¨ªses cuya cultura lleva a sus ciudadanos a vigilar que ninguno escurra el bulto en su aportaci¨®n al bien com¨²n. Es un asunto clave, porque los fallos de acci¨®n colectiva no solo plagan la pol¨ªtica, sino todo tipo de ¨¢mbitos, desde la educaci¨®n a la empresa, desde las profesiones a los medios de comunicaci¨®n. Necesitamos esos incentivos ¡°compensatorios¡± de nuestros valores para ajustar mejor las retribuciones a las conductas.
El incentivo individual es la base de nuestros campeones, ya sean empresariales, deportivos o art¨ªsticos: esos espa?oles no triunfan porque abdiquen de sus valores, sino porque trabajan en contextos con reglas estables que les retribuyen por rendimiento. El modelo es aplicable a todo tipo de actividades; pero somos los ciudadanos los primeros que nos resistimos a adoptarlo. No solo las ¨¦lites.
Benito Arru?ada es catedr¨¢tico de la Universidad Pompeu Fabra, expresidente de la International Society for New Institutional Economics
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