Gabo el taxista
La existencia y el arte de este gran fabulador colombiano se alimentaron mutuamente
Fue mi privilegio ser, a los veinticinco a?os de edad, uno de los primeros lectores de Cien a?os de soledad. En 1967 era yo cr¨ªtico literario de la revista chilena Ercilla y, debido a que yo hab¨ªa rese?ado con enorme entusiasmo La hojarasca, la Mala hora y El coronel no tiene qui¨¦n le escriba,el jefe de la secci¨®n cultural no dud¨® de que a m¨ª me tocar¨ªa lo que ya se murmuraba era una obra magna de Garc¨ªa M¨¢rquez. Nada, sin embargo, que hab¨ªa escrito ¨¦l o le¨ªdo yo antes me prepar¨® para lo que ocurri¨® cuando abr¨ª aquella primera edici¨®n de la Sudamericana (en cuya tapa todav¨ªa tengo estampadas las ir¨®nicas palabras SIN VALOR COMERCIAL; esto para el libro que iba a tener m¨¢s valor comercial ¡ªy no solo comercial¡ª que cualquier otro en nuestra historia continental).
Ya le hab¨ªa anunciado a mi mujer, Ang¨¦lica, que no contara conmigo hasta que hubiese terminado la novela, actitud con la que, en forma modesta, trataba de imitar p¨¢lidamente al mismo Gabo que, seg¨²n rumores persistentes, se hab¨ªa encerrado durante dieciocho meses para escribirla mientras su querida Mercedes empe?aba y vend¨ªa todos los haberes de la familia.
Mi lectura tard¨® menos, por cierto, que eso: comenc¨¦ a leer en la noche y me empecin¨¦ hasta el amanecer. Tal como el ¨²ltimo de la dinast¨ªa de los Buend¨ªa, no pod¨ªa dejar de devorar el texto, con la esperanza de que el mundo que hab¨ªa comenzado con un ni?o tocando un pedazo m¨¢gico de hielo en el Para¨ªso no sucumbir¨ªa a esa otra constelaci¨®n de hielo que es la muerte. Me desesperaba ese posible desenlace porque not¨¦ de qu¨¦ manera la extinci¨®n iba rondando a cada generaci¨®n de la familia, cada acto de alegr¨ªa y exuberancia, y tem¨ªa que no solo aquella estirpe, sino que tambi¨¦n toda Am¨¦rica Latina, terminar¨ªan devastadas por el torbellino de la historia.
Al escritor le hubiera gustado ser conductor y escuchar las historias de los pasajeros
Mi ¨²nico problema al arribar a la ¨²ltima frase ¡ªdonde lectura y acci¨®n, historia y ficci¨®n, sujeto y objeto, se fusionaban¡ª era que me aguardaba la tit¨¢nica tarea de escribir la primera cr¨®nica en el planeta ¡ªque Gabo me dispense si exagero¡ª sobre aquella obra m¨¢s que tit¨¢nica. El destino me depar¨® (para usar una frase que nos ense?¨® el mismo Garc¨ªa M¨¢rquez) una triste soluci¨®n: descubr¨ª que ese mismo d¨ªa me hab¨ªan censurado en la revista una entrevista a Nicol¨¢s Guill¨¦n y mi renuncia a trabajar en Ercilla me libr¨® de la necesidad de escribir la rese?a. Pude convertirme en un lector ordinario de aquella obra maestra y no tuve que escribir mil palabras sobre aquellos cien a?os de soledad.
Cuando le cont¨¦ esta an¨¦cdota a Gabo en Barcelona varios a?os m¨¢s tarde ¡ªera marzo de 1974, seis meses despu¨¦s del golpe contra Salvador Allende¡ª, se rio socarronamente y dijo que era una suerte para m¨ª y para ¨¦l que yo me hubiera convertido, a la fuerza, en un lector com¨²n y corriente, ya que era para ellos que ¨¦l escrib¨ªa y no para los cr¨ªticos, que siempre buscaban en forma insensata un quinto pie a todo gato ¡ª¡°y a veces, sabes¡±, me dijo ese gran fabulador, ¡°los gatos no tienen m¨¢s que cuatro patas¡±.
Al concluir aquel almuerzo inagotable tuve otra muestra de c¨®mo Gabo, amante de los mitos y los excesos, se enraizaba siempre en lo menudo y cotidiano. ¡°Te voy a llevar¡±, me dijo, ¡°donde Mario¡± ¡ªse refer¨ªa a Vargas Llosa, que era, por ese entonces, su amigo del alma¡ª ¡°porque es necesario que converses con ¨¦l sobre la resistencia a Pinochet¡±. Cuando respond¨ª que la casa del autor de La ciudad y los perros quedaba lejos, Gabo me subi¨® a su auto, asegur¨¢ndome que ¡°si no hubiera sido escritor, hubiera querido ser taxista. En vez de estar sentado detr¨¢s de un escritorio d¨ªa y noche, estar¨ªa escuchando las historias de los pasajeros y navegando las calles¡±.
Diez d¨ªas m¨¢s tarde averig¨¹¨¦ otra caracter¨ªstica suya. Est¨¢bamos en Roma para el Tribunal Russell y Cort¨¢zar me llev¨® a que me juntara con Gabo y una serie de otros artistas solidarios con Chile en una trattoria de la Piazza Navona. Para un joven escritor de 31 a?os aquello era un sue?o: Matta, Glauber Rocha, Rafael Alberti y su mujer Mar¨ªa Teresa que, al finalizar la noche, asegur¨® que ella iba a entrar en Madrid antes de que Franco muriera, montada desnuda, jur¨®, en un caballo tan blanco como los pelos de su esposo. Mi fascinaci¨®n se vio algo amenguada por la certeza de que mi pobre bolsillo exiliado estaba vac¨ªo y que no podr¨ªa solventar mi parte de la considerable cuenta. ?C¨®mo supo Gabo que eso me preocupaba? Antes de que llegara la factura, se me acerc¨®, me gui?¨® el ojo y me confidenci¨® que ¨¦l ya hab¨ªa pagado todo.
La ra¨ªz de su genio era tomar algo real y exagerarlo hasta lo descomunal
Mostrar¨ªa una parecida generosidad con causas m¨¢s importantes y urgentes en los a?os que siguieron. En la constante conspiraci¨®n contra Pinochet y tantas otras dictaduras latinoamericanas, nunca se neg¨® a ofrecer apoyo, consejos, contactos, incluso cuando se me ocurri¨®, de una manera estrafalaria e imprudente, agenciarnos un barco mercante en que pudi¨¦ramos subir a todos los m¨²sicos, artistas y escritores chilenos exiliados y partir a Valpara¨ªso para desafiar a los generales y probar que ten¨ªamos derecho a vivir en nuestra patria. Garc¨ªa M¨¢rquez, que por lo general ten¨ªa los pies muy en la tierra, se entusiasm¨® con tama?a locura, digna de sus propias invenciones literarias, y me consigui¨® una entrevista con Olof Palme. Ang¨¦lica y yo partimos a Estocolmo, donde el primer ministro sueco me escuch¨® con flema escandinava, avis¨¢ndome que se comunicar¨ªa conmigo si cre¨ªa que mi plan pod¨ªa prosperar, una llamada, por cierto, que ¡ªcon toda raz¨®n¡ª nunca lleg¨®. ¡°Esperemos, entonces¡±, dijo Gabo, ¡°que gane Mitterrand y ah¨ª conseguimos la nave¡±. Pero en 1981, cuando eso sucedi¨®, ya hab¨ªa entrado yo en mis cabales, desistiendo de tales afanes y Gabo y su familia ya no permanec¨ªan en Europa, sino que se hab¨ªan instalado en M¨¦xico.
Transcribo estos recuerdos ahora que aquel hurac¨¢n que acab¨® con Macondo vino por ¨¦l, ahora que ya no podemos conversar y re¨ªrnos y confabular. Los transcribo porque siento que tal vez contengan algunas claves de c¨®mo su existencia y su arte se alimentaron mutuamente; del hombre detr¨¢s de tantas palabras que no van a perecer.
Si me quedo con una historia personal suya es ¨¦sta. Un d¨ªa est¨¢bamos almorzando en su casa del Pedregal de San ?ngel, en Ciudad de M¨¦xico, y Gabo le dijo a otro comensal: ¡°Sabes que Ariel me llamaba a las tres de la ma?ana para contarme alg¨²n proyecto contra Pinochet. Y sabes que me llamaba collect!¡±. Cuando el comensal parti¨® le dije a Gabo que era cierto que lo llamaba a las tres de la ma?ana, y a otras horas desalmadas, pero que ¨¦l sab¨ªa muy bien que nunca lo llam¨¦ a cobro revertido, que Ang¨¦lica y yo viv¨ªamos de prestado en esa ¨¦poca, sin tener d¨®nde caernos vivos ni muertos, pero que siempre coste¨¢bamos nosotros aquellas llamadas.
Gabo me mir¨® muy serio y enseguida sonri¨®. ¡°Perd¨®name si me equivoqu¨¦, pero tienes que reconocer que es mucho m¨¢s interesante y gracioso si me llamabas collect¡±.
Y claro que se lo perdon¨¦. Se lo vuelvo a perdonar. La ra¨ªz de su genio era tomar algo real, sumamente frecuente y habitual y casi period¨ªstico, y exagerarlo hasta lo descomunal. Igual que Colombia, igual que nuestra Am¨¦rica, igual que nuestra incre¨ªble humanidad que nadie como ¨¦l, taxista de la eternidad, supo conquistar y expresar y volver inmortal.
Ariel Dorfman es escritor chileno y su ¨²ltimo libro es Entre sue?os y traidores: Un striptease del exilio.
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