?Quien teme al miedo feroz?
Debemos ser capaces de determinar qu¨¦ ansiedades podemos desechar y a cu¨¢les prestar atenci¨®n
"Se canta lo que se pierde", afirmaba Antonio Machado (y gustaba de repetir Jos¨¦ Hierro). Tambi¨¦n se podr¨ªa afirmar, de manera an¨¢loga, que el miedo es la reacci¨®n ante el peligro de perder algo que se cree poseer. Por eso el nivel b¨¢sico del miedo afecta a la propia vida, a la integridad f¨ªsica y al dolor, y lo podemos encontrar tanto en los seres humanos como en otras especies animales, que parecen reaccionar de id¨¦ntica manera ante las amenazas. Pero esa coincidencia tiene un recorrido limitado. A partir de un determinado momento, en que la especie humana va creando su propio mundo, el tipo de amenazas var¨ªa y emergen las amenazas espec¨ªficamente humanas y, por tanto, los miedos irrenunciablemente sociales.
Este mecanismo de defensa puede entenderse por tanto tambi¨¦n como una de las dimensiones b¨¢sicas de la fragilidad o la vulnerabilidad del ser humano. Las amenazas, reales o imaginarias, forman parte de su universo simb¨®lico y, en consecuencia, de su proceso de socializaci¨®n. Educar a un ni?o implica tambi¨¦n traspasarle un repertorio de miedos que act¨²en a modo de mecanismos autom¨¢ticos en tanto no pueda utilizar su propia capacidad deliberativa. De no obrar as¨ª sus educadores, el ni?o no experimentar¨ªa el m¨¢s m¨ªnimo temor ante lo que nosotros sabemos que son amenazas objetivas.
Desde esta perspectiva, se puede afirmar sin riesgo a equivocarse que el grueso de nuestros miedos son miedos inducidos. De igual manera que cabe sostener que la presencia de los mismos es una constante en pr¨¢cticamente todo tipo de sociedades. Por supuesto que la variedad de figuras (el hereje, el jud¨ªo, el vagabundo, el loco...) y situaciones (el infierno, la guerra, las hambrunas...) que incluir¨ªa el cat¨¢logo de miedos vigentes en cada ¨¦poca posee su propia especificidad o, apenas con otras palabras, responde a una determinada l¨®gica, en la que los factores econ¨®micos y sociales desempe?an un papel fundamental. Tanta es su importancia, que solo recurriendo a ellos cabe explicar, en un segundo momento, el tr¨¢nsito de un tipo de miedos a otro, como mostraba Jean Delumeau en su ya cl¨¢sico El miedo en Occidente (analizando el desplazamiento que tuvo lugar durante la segunda mitad del siglo XVII desde los miedos inspirados por el discurso religioso a los miedos de car¨¢cter social y pol¨ªtico).
El grueso de nuestros desvelos son inducidos; por ello est¨¢n presentes en casi todas las sociedades
Pero, m¨¢s all¨¢ de la especificidad que presenta la constelaci¨®n de los miedos de cada ¨¦poca, el denominador com¨²n a lo largo de la historia viene constituido por el hecho de que aquellos solo pueden ser inducidos por quienes est¨¢n en condiciones de hacerlo, esto es, por quienes tienen poder. En ese sentido, bien podr¨ªa decirse que la historia de los miedos es la historia del poder y de sus formas.
El problema de una afirmaci¨®n as¨ª es que invita a dar por descontada una valoraci¨®n cr¨ªtica que, en todo caso, necesita de mayor desarrollo. En primer lugar porque el concepto mismo de poder dista mucho de ser un¨ªvoco. No es lo mismo el poder de un educador ejemplar o de un amoroso padre que el de un pol¨ªtico dictatorial. Como no lo es el de unas ¨¦lites empe?adas en ilustrar al pueblo ignorante, o incluso en llevarlo por el camino de la emancipaci¨®n, que el de otras, consagradas a fanatizarlo. Pero es que, adem¨¢s, centr¨¢ndonos en el segundo de los supuestos, no basta con constatar el hecho, sobradamente conocido por lo dem¨¢s, de que este tipo de poder utiliza los miedos como una eficaz herramienta para mantener paralizados y, por tanto, sometidos a los individuos y a los pueblos. Hay que ir m¨¢s all¨¢ y se?alar, como se apuntaba hace un momento al aludir a la importancia de los factores sociales y econ¨®micos, la l¨®gica a trav¨¦s de la cual se consigue la generalizada interiorizaci¨®n de esa emoci¨®n.
Si con la constataci¨®n no basta es porque con mucha frecuencia las cosas no son lo que parecen, y aquello que desencadena nuestro miedo se confunde con el contenido del mismo. A este respecto, convendr¨ªa distinguir entre aquel al que se atribuye la condici¨®n de portador de la amenaza y la amenaza misma, identificaci¨®n no siempre leg¨ªtima. Importa se?alar la diferencia porque no es raro que algunos -a menudo bienintencionados- consideren que el combate ideol¨®gico contra la manipulaci¨®n del poder se agota desactivando el car¨¢cter presuntamente peligroso del presentado como amenazador (y que tiende a equiparar, por ejemplo, a todo musulm¨¢n con terrorista en potencia), sin entrar a considerar la naturaleza de la amenaza misma. Cuando es precisamente aqu¨ª donde reside el mecanismo b¨¢sico que explica la enorme eficacia de la l¨®gica del miedo.
Solo teme perder algo, dec¨ªamos al principio, aquel que se cree poseedor de ello: he aqu¨ª el principio b¨¢sico de la l¨®gica del miedo. Su condici¨®n de posibilidad, su premisa b¨¢sica, es la interiorizaci¨®n de dicho registro. A eso le podemos llamar creaci¨®n de necesidades, generaci¨®n de expectativas, naturalizaci¨®n de los deseos o como se prefiera, siempre que no perdamos de vista que la funci¨®n que cumple la generalizaci¨®n de tales mecanismos es precisamente la producci¨®n de los objetos con cuya p¨¦rdida luego el poder se dedica a atemorizar.
Los mecanismos establecidos sirven para producir objetos con cuya p¨¦rdida el poder atemoriza
Pensemos en nuestra ¨¦poca, en la que se combinan, como ha se?alado Alicia Garc¨ªa en su imprescindible panfleto La gobernanza del miedo (Proteus), el temor a las cat¨¢strofes medioambientales, a la inseguridad ciudadana, a la violencia terrorista, a la crisis econ¨®mica, a la precarizaci¨®n del empleo, a los riesgos epidemiol¨®gicos, a la guerra nuclear¡ un aparente magma ca¨®tico y alborotado de miedos, cuyo desordenada apariencia se volatiliza para mostrarse como el designio que realmente es en cuanto lo examinamos a la luz tanto de los efectos sociales y pol¨ªticos que produce como de las actitudes individuales y colectivas a que da lugar.
Quede claro, para evitar los malentendidos: no se trata de reivindicar, de manera voluntarista por completo, una tan impensable como imposible situaci¨®n id¨ªlica de ausencia de miedos. Precisamente porque el poder se dice de muchas maneras, se trata de reivindicar m¨¢s bien nuestra capacidad de determinar a qu¨¦ miedos, por m¨¢s inducidos que sean (en cierto sentido el ser humano en tanto que ser social es un animal inducido todo ¨¦l), tiene sentido prestar atenci¨®n y de qu¨¦ otros miedos nos desentendemos por considerarlos meros instrumentos al servicio de miedos ajenos (especialmente el de los poderosos a perder su poder).
Una marca de veh¨ªculos de alta gama se anunciaba hace unos a?os con el esl¨®gan "si no tienes miedo, no est¨¢s vivo", y no le faltaba raz¨®n (como, ay, tantas veces les ocurre a los publicitarios). El problema es que, parafraseando la c¨¦lebre afirmaci¨®n que presentaba Thomas De Quincey en su libro Del asesinato considerado como una de las Bellas Artes (ya saben: ¡°Si uno empieza por permitirse un asesinato, pronto no le da importancia a robar, del robo pasa a la bebida y a la inobservancia del d¨ªa del Se?or, y se acaba por faltar a la buena educaci¨®n y por dejar las cosas para el d¨ªa siguiente"), con esta emoci¨®n puede ocurrir que uno empiece asustado ante la amenaza del terrorismo, el corralito financiero, una cat¨¢strofe ecol¨®gica o la ¨²ltima pandemia, y termine teniendo miedo al otro, a uno mismo, a querer demasiado, a que no le quieran, a pensar diferente del resto de la tribu o, en fin, a la misma vida. Y tampoco se trata de eso, desde luego.
Manuel Cruz es catedr¨¢tico de Filosof¨ªa Contempor¨¢nea en la Universidad de Barcelona. Autor del libro Una comunidad ensimismada (Catarata).
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