La distorsi¨®n del ¡°derecho a decidir¡±
La reivindicaci¨®n se presenta como expresi¨®n natural e innegociable del principio democr¨¢tico, pero ese es un argumento enga?oso revestido de una legitimidad impostada, y que incluye ingredientes poco democr¨¢ticos
Estos d¨ªas he le¨ªdo dos ideas en torno a los derechos humanos que suenan a paradoja pero quiz¨¢ no lo sean tanto. Liborio Hierro, uno de nuestros m¨¢s serios investigadores sobre el tema, advierte en un libro reciente, Autonom¨ªa individual frente a autonom¨ªa colectiva, que tambi¨¦n puede darse el caso de que ciertos ¡°poderes viejos¡± hagan suyo el lenguaje de los derechos para revestirse de una legitimaci¨®n nueva y volver a dominar a las personas. Por su parte, Joshua Greene, en un libro muy discutido, Moral Tribes, desliza la idea de que los derechos pueden ser esgrimidos tambi¨¦n como un arma que nos permite blindar nuestros sentimientos como si fueran hechos concluyentes, no negociables. Si tengo derecho a algo, el asunto est¨¢ zanjado: no caben m¨¢s argumentos. Me parece que ambos tienen raz¨®n: invocar los derechos puede ser una estrategia de ciertos poderes sociales para controlar a las personas de otra manera, y apelar a ellos hace dif¨ªcilmente negociables los desacuerdos morales y pol¨ªticos en los que esos derechos anidan.
Esas dos advertencias son a¨²n m¨¢s pertinentes cuando el lenguaje de los derechos no es usado para referirse a personas individuales sino a supuestas entidades colectivas, como las minor¨ªas, las naciones o los ¡°pueblos¡±. En este caso, las distorsiones tienden a incrementarse por dos razones: en primer lugar, los poderes y sus intereses disimulan su verdadera condici¨®n mediante el subterfugio de presentarse como la voz de la entidad colectiva: no soy yo el que habla, es la naci¨®n, el pueblo y sus derechos, lo que habla a trav¨¦s de m¨ª. En segundo lugar, los ciudadanos son empujados a un ejercicio sentimental de traslaci¨®n de su identidad a la entidad moral superior y muchos acaban por creer que lo mejor o lo m¨¢s importante de lo que son se lo deben a su pertenencia al todo. Si se pone en cuesti¨®n la entidad colectiva se ponen en cuesti¨®n sus derechos y hasta su propia identidad personal.
Los ciudadanos son empujados a trasladar su identidad hacia una entidad moral superior
Esa representaci¨®n m¨¢gica que pretenden algunos voceros del nacionalismo es, naturalmente, una impostura, pero tiene unos efectos demoledores sobre la deliberaci¨®n de los problemas p¨²blicos. Quienes la detentan parecen creerse autorizados para imprimir un turbio sesgo a su favor en el debate p¨²blico y promueven para ello una vergonzosa parcialidad en los medios que administran. La justificaci¨®n que esgrimen se presenta como algo natural: si se pone en cuesti¨®n el derecho colectivo se pone en cuesti¨®n la patria. Y por lo que respecta al mensaje que se proyecta sobre el ciudadano, lo que se busca es que quienes habitan ese espacio se abandonen al sentimiento colectivo y est¨¦n dispuestos a sacrificar sus derechos individuales ante el altar de la entidad moral superior. Distorsionado as¨ª el debate p¨²blico sobre los derechos que se tienen, y entregados los ciudadanos a la identidad enajenada, el lenguaje de los derechos se torna, en efecto, en un instrumento de dominaci¨®n y queda blindado ante cualquier negociaci¨®n. Lamento tener que decirlo, pero la atm¨®sfera de la discusi¨®n es hoy francamente irrespirable en Catalu?a, y est¨¢ lejos de lo que debe ser una deliberaci¨®n p¨²blica libre.
En ese marco deformante es donde hay que examinar esa reivindicaci¨®n del llamado ¡°derecho a decidir¡± que est¨¢ prendiendo demasiado en Catalu?a. Se presenta, con actitud desafiante, como expresi¨®n natural e innegociable del principio democr¨¢tico y los derechos que lleva consigo, de forma que aquellos que discuten la existencia de tal derecho o no apoyan su ejercicio sin l¨ªmites han de ser tenidos irremediablemente por anti-dem¨®cratas y desconocedores de los derechos m¨¢s elementales del ciudadano. Lo que est¨¢ sucediendo en Catalu?a, la postulaci¨®n colectiva del ¡°derecho a decidir¡±, no puede ser limitado ni detenido por meras leyes, ni siquiera por la Constituci¨®n o por decisiones del Tribunal Constitucional, porque eso traicionar¨ªa el derecho b¨¢sico a tomar parte en las decisiones, que el dem¨®crata tiene que defender ante todo. Algunos de quienes apelan a este argumento, incluso desde la sedicente ¡°izquierda¡± ¡ª?cosas veredes, Sancho!¡ª lo llaman ¡°radicalidad democr¨¢tica¡±. Deploro tener que decir que no hay tal cosa. Tan s¨®lo es un argumento enga?oso revestido de una legitimidad impostada. Si hurgamos un poco en sus adentros veremos enseguida que tiene ingredientes poco o nada democr¨¢ticos y alguno bastante oscuro.
Hay, en efecto, en esa propuesta, como en todo procedimiento de decisi¨®n mediante el voto de una pluralidad de actores, al menos cinco momentos en los que no aparece para nada el principio democr¨¢tico, es decir, en los que el proceso que se promueve carece de alcance democr¨¢tico porque no se expresa en ¨¦l la voluntad de los ciudadanos. En esos cinco momentos, por tanto, el derecho a decidir no es democr¨¢tico ni expresi¨®n de democracia alguna, sino producto de decisiones pol¨ªticas no consultadas con pueblo alguno. El primero es la resoluci¨®n misma de consultar o no consultar al electorado. Es lo que se llama en la jerga politol¨®gica el control de la agenda. El segundo, como recordaba en estas p¨¢ginas hace d¨ªas Jos¨¦ ?lvarez Junco, la determinaci¨®n e identificaci¨®n del cuerpo electoral, del demos que ha de decidir. Un tercero es la cuesti¨®n sobre la que ha de decidirse, es decir el objeto de la decisi¨®n. El cuarto es la formulaci¨®n de la pregunta o interrogante que se somete a ese demos. Y el ¨²ltimo es el momento temporal ¡ªla fecha¡ª en que se va a proceder a realizar la operaci¨®n. Es palmario que ninguna de esas cinco materias tan importantes para el proceso democr¨¢tico le ha sido consultada a nadie para que pudiera ejercer sobre ella el famoso derecho a decidir. Han sido resoluciones tomadas de antemano, es decir, impuestas desde la Generalitat, m¨¢s all¨¢ seguramente de sus competencias legales, y con el fin, al parecer, de que se ponga en marcha ese proceso con tantas ¨ªnfulas democr¨¢ticas. Pero ellas mismas no son resoluciones democr¨¢ticas. No hay que escandalizarse por ello, porque se trata de extremos que no pueden ser decididos democr¨¢ticamente por razones l¨®gicas. Si se consulta o no a los ciudadanos, qui¨¦n constituye el demos o cuerpo electoral, cu¨¢l es el objeto de la decisi¨®n o cu¨¢l la f¨®rmula de la pregunta, y cu¨¢ndo se va a realizar la consulta, son asuntos que se imponen al proceso democr¨¢tico desde fuera, y tienen que imponerse desde fuera. No puede ser de otra manera. Si nos propusi¨¦ramos consultar esos extremos incurrir¨ªamos necesariamente en argumentos circulares o regresos al infinito, es decir, en razonamientos inconcluyentes. Esto s¨®lo nos tiene que llevar a una convicci¨®n importante: que el derecho a decidir no es, como se pretende, la quintaesencia de la democracia, sino s¨®lo un momento importante de ella rodeado por decisiones no democr¨¢ticas. Y es a esas decisiones a las que hay que interrogar por si esconden alguna trampa.
No existe ning¨²n pueblo catal¨¢n en el nombre del que se pueda hablar para pedir un ¡°Estado propio¡±
Sobre las competencias legales para convocar o decidir un tema semejante, o sobre la naturaleza alambicada de la pregunta ya se han escrito demasiadas cosas. A mi juicio, sin embargo, la cuesti¨®n que crea una distorsi¨®n m¨¢s espesa en el debate es la contenida en el primer principio de la declaraci¨®n del Parlament. Esa que dice que el pueblo de Catalu?a es un ¡°sujeto pol¨ªtico y jur¨ªdico¡±. Dejemos a un lado lo de ¡°soberano¡±, porque esa es una cuesti¨®n ulterior. Pues bien, lamentar¨ªa que alguien se ofendiera, pero esa afirmaci¨®n tan solemne es simplemente la fabulaci¨®n voluntarista de una entelequia. Y en ella, me parece, est¨¢ casi toda la trampa. Cuando advertimos que una pluralidad de individuos tiene algunas propiedades comunes: creencias religiosas, el uso de una lengua, pautas culturales, tradiciones, etc. nos sentimos tentados con frecuencia a articular esas propiedades en forma unitaria e hipostasiarlas en una entidad nueva y distinta de los individuos que las comparten. De ah¨ª nacen los entes colectivos y las abstracciones sociol¨®gicas que parecen erigirse ante nosotros demandando que las tratemos como seres vivos con personalidad, rasgos mentales (intenciones, voliciones, etc.) y derechos. Es decir, que las consideremos ¡°sujetos¡±. Pero esto no es m¨¢s que una manera de hablar, una ficci¨®n que a veces es ¨²til y a veces enga?osa. Y siempre es ¨¦tica y pol¨ªticamente peligrosa. No existe ning¨²n pueblo catal¨¢n en el nombre del que nadie pueda hablar, y por tanto ni tiene ni puede tener derechos, ni hist¨®ricos ni actuales, ni jur¨ªdicos ni morales. Ni cabe que como tal sujeto ficticio exprese un deseo de tener ¡°un Estado propio¡± como si de adquirir un traje nuevo se tratara. Todo eso no son sino fabulaciones y patra?as que solo pueden desembocar en una nueva forma de limitar los derechos de los individuos y hacer emocionalmente imposible la soluci¨®n de las controversias.
Francisco J. Laporta es catedr¨¢tico de Filosof¨ªa del Derecho de la Universidad Aut¨®noma de Madrid.
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