Un retiro para mujeres con siete vidas
Jubilarse de la prostituci¨®n suele ir unido a marginalidad, enfermedades y depresi¨®n Una casa en el centro de M¨¦xico DF les da techo y atenciones b¨¢sicas
Llega un d¨ªa en que el maquillaje no cubre que la vida se agost¨® para la prostituta. Sigue arregl¨¢ndose, poni¨¦ndose guapa para ser la que m¨¢s y llega puntualmente a su esquina, a su banco, a su mesa de caf¨¦. Pero los clientes, cuando las ven madurar, no perdonan. Empiezan a escatimar con el precio y a humillarlas por viejas. ¡°Si est¨¢s despierta, lo entiendes en seguida y te despides r¨¢pido¡±, dice Sonia Rangel, de 63 a?os, que dej¨® la calle hace tres y contin¨²a luchando contra el tiempo cada ma?ana. Se perfila las cejas a l¨¢piz marr¨®n, resalta sus ojos miel con m¨¢scara negra y dibuja sus p¨®mulos con colorete albaricoque: ¡°Antes, no hallaba la manera de salirme, pero yo no dejo que me manosee un viejo por 50 pesos [poco menos de tres euros]¡±. Se meti¨® en esto por una rebeld¨ªa y se hab¨ªa acostumbrado a ganar lo que quer¨ªa.
Los movimientos de Sonia, lentos, disfrazados de elegancia, ocultan que tiene la mitad del cuerpo paralizado desde que, a los 14 a?os, una bala perdida en una ri?a entre borrachos acabase incrustada en su cerebro. Ella merodeaba en un bar, curioseaba entre la mala vida y esa noche acab¨® violada, encinta y casi muerta. Ahora, intenta esconder la cicatriz de su frente con un flequillo cort¨ªsimo rubio platino, pero el hoyo siempre acaba asomando.
Ella y sus 25 compa?eras de la Casa Xochiquetzal, un albergue para prostitutas jubiladas en el centro de la Ciudad de M¨¦xico, no ocultan tampoco que fueron putas para sacar adelante a sus hijos. La mayor¨ªa, como ese ni?o que tuvo Sonia por accidente, crecieron en hoteles o en apartamentos destartalados mientras se las apa?aban para ganar algo de dinero para el d¨ªa a d¨ªa. Y est¨¢n orgullosas de haberles dado amor y una carrera, una senda de vida mejor que las suyas. Pero muchas de ellas solo recibieron de sus hijos el repudio. Les dieron la espalda cuando, ya mayores, descubrieron su profesi¨®n y sintieron verg¨¹enza o les dec¨ªan que hab¨ªan deshonrado a la familia. Y las dejaron en la calle. Ahora, aguardan juntas la muerte, tienen entre 50 y 81 a?os, y no disimulan lo bien que se llevan.
¡°Son mujeres supervivientes de violaciones, robos, trata... con lugares comunes: org¨ªas, robos, asesinatos... Y siguen concentradas en un entorno psicosocial muy t¨®xico¡±, aclara Fernando Quintanar, psic¨®logo responsable del programa de estudios de envejecimiento de la UNAM que se desarrolla, entre otros, en Casa Xochiquetzal. En este contexto, explica, el albergue es un microcosmos social donde se repiten las din¨¢micas de la calle y en el que es importante trabajar en los beneficios del perd¨®n y ahondar en los secretos que guardan. ¡°Me salv¨¦ por un pelito de rana tuerta. Fui ahorcada, apu?alada, robada... las compa?eras me llamaban La Siete Vidas. Hice la comuni¨®n a los 40 a?os porque iban muriendo tantas compa?eras que la hice por si me mataban, que me fuera bien al cielo. Un mes antes y uno despu¨¦s de hacer la comuni¨®n, me manten¨ªa una monjita y me pagaba el hotel porque no pod¨ªa trabajar ni decir groser¨ªas¡±, recuerda Sonia.
Quintanar explica que el retiro de las prostitutas va seguido de una depresi¨®n por la p¨¦rdida de confianza en sus propios cuerpos. A lo que se suma el estigma que sufren en sus familias. Es por eso, que los psic¨®logos tambi¨¦n trabajan con los hijos de estas mujeres para que aprendan a distinguir entre el estilo de vida de sus madres y su relaci¨®n familiar.
En M¨¦xico, la pensi¨®n m¨ªnima es de 580 pesos (33 euros) al mes para los mayores de 65 a?os, pero solo ocho de las que viven en la Casa Xochiquetzal superan esta edad y la mayor¨ªa no tiene derecho a prestaci¨®n. M¨¢s all¨¢ de los muros de este lugar, de las m¨¢s de 300.000 personas que ejercen la prostituci¨®n en el Distrito Federal, solo un 2% son mayores de 45, seg¨²n los ¨²ltimos datos disponibles recogidos en 2003 por el Partido de la Revoluci¨®n Democr¨¢tica que demuestran la temprana edad de jubilaci¨®n en la profesi¨®n.
Los 50 pesos que cita Sonia son una cuarta o, a veces, una sexta parte de lo que hab¨ªa llegado a ganar en sus mejores tiempos. Habitaci¨®n de hotel aparte. ¡°Pas¨¦ de ganar 1.000 pesos al d¨ªa a 200 con la venta de dulces y cigarros, pero com¨ªa lo mismo. Una se acostumbra y aprende a comer lo que gana. Al principio, me daba mucha verg¨¹enza salir a vender chiclecitos y no vend¨ªa nada, pero a los pocos d¨ªas me adapt¨¦¡±, reconoce. Una de esas tardes, recuerda, un padre de familia par¨® a comprarle tabaco dejando atr¨¢s a su esposa e hijos que siguieron caminando. Le tendi¨® un sobre con 15.000 pesos (unos 850 euros). ¡°Me dijo que era una indemnizaci¨®n por lo que yo le hab¨ªa regalado cuando era jovencita¡±. El hombre hab¨ªa sido su cliente durante 10 a?os.
Las mujeres de la Casa Xochiquetzal compitieron por el negocio en la calle, pero tambi¨¦n se apoyaron porque, por alg¨²n motivo, se cogieron cari?o. Esto es lo que les pas¨® a Norma Ruiz, Normota, de 61 a?os, y Mar¨ªa Rodr¨ªguez Canela, Canelita, con s¨ªndrome de Down, que a sus 75 a?os tambi¨¦n se gana la vida con la venta ambulante de dulces que arrastra por las calles del DF con un carro de supermercado. Ambas tomaban un trago juntas cuando una ten¨ªa un problema que contarle a la otra y juntaban unos pesos para poder pagarse el hotel.
¡ªCanelita, tengo ganas de una cerveza.
¡ªTengo que trabajar.
¡ªYo te doy para tu cuarto. Ven, mi monstruo¡ª le dec¨ªa a su ¨²nica amiga.
¡°Quer¨ªa que viniera porque a ella la conoc¨ªan y as¨ª no me hac¨ªan nada¡±. As¨ª recuerda Norma sus conversaciones. Ella tiene el cuerpo marcado desde peque?a, y las cicatrices se le empezaron a acumular: tres navajazos en el pecho ¡ª¡°los del cajero¡±, dice en relaci¨®n a esa vez en que la atracaron¡ª; otro en el brazo, 75 cortes de cuchilla en la mu?eca y otro que rodea la mitad de su cuello, de las dos ocasiones en que intent¨® suicidarse, en 1984 y 1994. Tambi¨¦n tiene un hueco en una ceja, de cuando una mujer de la calle m¨¢s joven le dej¨® un destornillador clavado entre el ojo y la coronilla, ahora hace seis a?os. Perdi¨® la vista del lado izquierdo. Y los nervios. ¡°Me traum¨¦. Nunca he sido muy guapa, pero cuando me ve¨ªa el ojo en el espejo, lo estrellaba. No soportaba verlo. Ahora ya me estoy recuperando¡±, relata bulliciosa y risue?a en el patio del albergue. Aquello sucedi¨® en la misma ¨¦poca en la que abandon¨® su trabajo, aunque todav¨ªa mantiene algunos clientes ¡ª¡°amigos de hace mucho¡±¡ª a los que ve de manera espor¨¢dica. ¡°A la calle ya no voy. Me da verg¨¹enza que me vean en un banco o una esquina. Y que las jovencillas piensen que soy una viciosa. A¨²n oigo se?oras que dicen a los hombres: 'ven, te trato bien', y ellos responden: '?si est¨¢s revieja!¡±, cuenta esta mujer inmensa con los dientes partidos, recuerdo de otra pelea una noche cualquiera de las muchas en los barrios m¨¢s s¨®rdidos del Distrito Federal.
Las hoy jubiladas aseguran que cuando pasan los a?os sus clientes ya no buscan sexo, sino compa?¨ªa. Se convierten en una especie de confidentes con las que desahogan. Una noche, Norma estaba en la calle, donde siempre, y se le acerc¨® una mujer. As¨ª relata lo que pas¨®:
¡ªNorma, te ven¨ªa buscando el otro d¨ªa, pero no te encontr¨¦, le espet¨®.
¡ª?Y Pedro?
¡ªDe ¨¦l te ven¨ªa a hablar, porque eran muy amigos.
¡ªSomos muy amigos.
¡ªEran. Falleci¨®. Antes de morir me dijo: ¡°Por favor, avisa a Norma¡±.
¡°?La esposa de mi cliente vino a avisarme! De eso hace seis a?os. Le quer¨ªa mucho. Hay personas con las que una se acostumbra a estar, a los detalles¡±, lamenta. Norma fue operada de insuficiencia card¨ªaca hace cuatro a?os. Estuvo hospitalizada 22 noches y pas¨® otras ocho deambulando por la calle hasta que lleg¨® a Casa Xochiquetzal. Todav¨ªa ten¨ªa los brazos morados de la sonda y le costaba caminar. Dice que ahora se encuentra bien en su nuevo hogar y siente que el lugar le da cierta estabilidad. ¡°A veces me enfado y me quiero largar, pero soy muy feliz aqu¨ª. ?Expectativas? Salir adelante, mi hija, aunque sea con sufrimiento¡±, murmura.
El albergue se ha convertido en la esperanza de mujeres que, de otro modo, estar¨ªan condenadas a la indigencia. La idea surgi¨® hace 15 a?os y se materializ¨® hace 10, una fecha que preocupa a la direcci¨®n de la casa porque el edificio que ocupa fue cedido por una d¨¦cada en 2005 por el Ayuntamiento de la ciudad y no saben a¨²n si la concesi¨®n ser¨¢ renovada. En 2006, un grupo de diez mujeres empez¨® a transformar un antiguo museo lleno de escombros en un hogar. Raquel L¨®pez, de 73 a?os, a¨²n recuerda c¨®mo dorm¨ªan todas juntas en un espacio que ha acabado convertido en un teatro. Hoy, como mucho, son tres las que comparten habitaci¨®n.
Otro motivo que preocupa a los responsables es la financiaci¨®n del programa, que ha perdido el apoyo p¨²blico (las ayudas del Gobierno del Distrito Federal solo cubren el 20% de sus necesidades y el 30% de los alimentos que consumen) y depende cada vez m¨¢s de las donaciones. La casa, una iniciativa ¨²nica, es orgullo, adem¨¢s, de la resistencia de las prostitutas del barrio de Tepito. Esta lucha se remonta simb¨®licamente a 1857, con la intervenci¨®n estadounidense en M¨¦xico. ¡°Las mujeres de la calle ofrec¨ªan sus servicios a los soldados y, cuando estaban juntos, los degollaban. Por cada 15 que mataban, les daban una condecoraci¨®n¡±, susurra Sonia, parafraseando a un historiador que acaba de dar una charla en la casa sobre el barrio.
Sonia cuenta: ¡°Cuando me di cuenta de lo que estaba haciendo, ya estaba ganando mucho dinero¡±. Y no encontr¨® c¨®mo salir hasta que sinti¨® el peligro de infectarse de alguna enfermedad. Se ve¨ªa mayor y su salud empezaba a degradarse. "Ya se me nubla la vista y con los a?os, me saldr¨¢n m¨¢s enfermedades. Ahorita ya me tengo que operar de la ¨²lcera¡±, dice. Est¨¢ esperando que le den pensi¨®n de discapacidad y, con la ayuda de su hijo mayor, el ¨²nico de cuatro que responde por ella, quiere dejar la casa. ¡°Tengo ganas de hacer mi vida sola. Estoy mejor sola que mal acompa?ada¡±. Quiere abrir un colmado para poder pagarse la comida. Ya no sue?a que vuela, como cuando era joven, sino que escala una monta?a y, mientras sube, cae. Ella lo interpreta como ganas de llegar lejos.
Norma, por su parte, sue?a que se droga. ¡°?Me despierto rega?¨¢ndome! Dej¨¦ esto, pero el enemigo est¨¢ ah¨ª¡±, exclama. Fue adicta durante a?os y decidi¨® dejarlo cuando empez¨® a sentir que cada vez era lo mismo y que malgastaba dinero para nada. Le cost¨® recuperarse, pero ahora se r¨ªe. Con todo, Fernando Quintanar advierte que las carcajadas en este lugar esconden "la aspereza y el dolor de mujeres sin expectativas¡± y que el comportamiento de las moradoras suele ser manipulador y dif¨ªcil de entender.
Soledad, de 56 a?os, lleg¨® a la casa hace uno. Como la mayor¨ªa, estaba sumida en depresi¨®n. Aprendi¨® a pintar. Las mujeres de la casa hacen manualidades y venden lo que producen. ¡°Me he podido salvar, aunque a¨²n est¨¦ en la lucha. Con el psic¨®logo y la trabajadora social estoy regener¨¢ndome poco a poco. La sociedad no tiene la culpa, la tiene uno mismo por el camino elegido. A lo mejor mis hijos me culpan¡±, solloza. Soledad no es su verdadero nombre, se hace llamar as¨ª por su significado.
Al final de sus vidas, muchas prostitutas experimentan sentimientos de culpa y verg¨¹enza por el camino tomado. La contradicci¨®n se destila en sus palabras, a veces ir¨®nicas; otras, tristes. Basta la conclusi¨®n de Sonia: "Nac¨ª perfecta. Todo lo que me pas¨® me lo busqu¨¦ por puta¡±.
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