El verano del 14
Todo empez¨® con el atentado de Sarajevo, un incidente tr¨¢gico pero de importancia limitada. La atm¨®sfera nacionalista y el patrioterismo de la peor especie que reinaban en Europa desencadenaron la contienda
Hace ahora cien a?os, en aquel mes de julio que sigui¨® al atentado de Sarajevo, las canciller¨ªas europeas echaban humo. Entre amenazas y ultimatos, negociaban febrilmente intentando impedir el inicio de una guerra que al final, sin embargo, estallar¨ªa e implicar¨ªa a casi todos. Un siglo despu¨¦s, es bueno reflexionar sobre aquella matanza y sus consecuencias para Europa. Matanza, ante todo, y de dimensiones nunca vistas en la historia humana: unos 10 millones de muertos en campos de batalla; al menos otras tantas v¨ªctimas civiles, aunque estas sean imposibles de cuantificar; incontables destrozos en infraestructuras y tesoros art¨ªsticos; y descomunal gasto de dinero p¨²blico, que se prolongar¨ªa en la posguerra con las indemnizaciones y pensiones a hu¨¦rfanos, viudas o mutilados (a las que la Francia de los a?os veinte dedicaba casi la mitad del presupuesto nacional). Europa, que en 1914 era la regi¨®n m¨¢s rica y poblada del mundo, con un grado de bienestar desconocido en la historia de la humanidad, emprendi¨® aquel verano el camino de su declive, rematado 25 a?os despu¨¦s por un segundo conflicto m¨¢s catastr¨®fico a¨²n. La llamada Guerra de los Treinta A?os(1914-1945) nos hizo descender a lo que hoy somos: tercera regi¨®n mundial en riqueza e influencia pol¨ªtica. La competencia entre los Estados europeos, que en siglos anteriores pudo ser el est¨ªmulo para su productividad y creatividad, acab¨® llevando a su suicidio colectivo.
Todo empez¨® con un incidente, como el atentado de Sarajevo, tr¨¢gico pero de importancia limitada. Los magnicidios, en definitiva, eran cosa conocida: en atentados terroristas hab¨ªan muerto el zar Alejandro II, la emperatriz Sissi, el rey Humberto I, los presidentes Sadi Carnot o McKinley, los jefes del Gobierno C¨¢novas o Canalejas y muchos m¨¢s. Pero lo que hizo que aquel episodio derivara en resultados no queridos por nadie fue la atm¨®sfera nacionalista que reinaba en Europa y azuzaba a la opini¨®n p¨²blica con pasiones incontrolables. No hay m¨¢s que recordar el entusiasmo con que se acogi¨® la declaraci¨®n de guerra y las muchedumbres que recorrieron Berl¨ªn gritando enfebrecidas ¡°?a Par¨ªs!¡± a la vez que otras en la capital francesa vociferaban ¡°?a Berl¨ªn!¡±, empujando a sus gobernantes a despe?arse por la pendiente. Rein¨® entonces la fiebre chauvinista, el patrioterismo de la peor especie, muy patente en los insultos al vecino (los alemanes eran boches en Francia, hunos en Inglaterra).
Acabo de usar el t¨¦rmino nacionalismo en el sentido de una visi¨®n del mundo que divide a la humanidad en pueblos o razas con sus caracter¨ªsticas biol¨®gicas y psicol¨®gicas que les hacen radicalmente diferentes del vecino; visi¨®n que se apoya en datos biol¨®gicos (color de la piel), culturales (lengua, religi¨®n) e hist¨®ricos (manipulados). Este tipo de Weltanschauung dominaba a principios del siglo XX incluso entre muchos intelectuales, m¨¢s atra¨ªdos por una visi¨®n racista y jer¨¢rquica de los pueblos y culturas que por la idea de igualdad entre los seres humanos.
Los gobernantes jugaron con fuego. La regi¨®n m¨¢s civilizada no dio muestras de racionalidad
Pero el nacionalismo es tambi¨¦n un sentimiento, una emoci¨®n. Una emoci¨®n que, quiz¨¢s para compensar el descenso de las creencias religiosas y la monoton¨ªa del trabajo industrial, ha superado a cualquier otra en el mundo moderno. Y que inspira, sin duda, actos de generosidad, de sacrificio del inter¨¦s individual por el colectivo, pero que limita esta generosidad a los connacionales, mientras que fomenta la desconfianza, el ego¨ªsmo o el odio hacia el vecino.
Estos sentimientos perversos son los que se impusieron en 1914 sobre los principios morales y pol¨ªticos que se supon¨ªan base de la superioridad europea. Europa se contradijo y perdi¨® el control de s¨ª misma. La regi¨®n m¨¢s civilizada del mundo no dio muestras de civilizaci¨®n ni de racionalidad. Apoy¨¢ndose en unos esquemas de autocomprensi¨®n pol¨ªtica err¨®neos y empe?ados en rivalizar en poder econ¨®mico, pol¨ªtico y militar, los gobernantes jugaron con fuego. Utilizaron sistem¨¢ticamente la pol¨ªtica de la fuerza, creyeron tolerable e incluso deseable la guerra, que se supon¨ªa cultivaba los m¨¢s elevados ideales en los ¡°hombres¡±. No funcionaron la diplomacia ni el derecho. Y, bajo la ilusi¨®n de ¡°acabar con todas las guerras¡±, llamaron a una movilizaci¨®n enloquecida; para encontrarse a los pocos meses empantanados en trincheras llenas de barro, cad¨¢veres y ratas.
Se impuso, en resumen, el nacionalismo en un tercer sentido, el peor de todos: el que lo identifica con pol¨ªticas agresivas, imperialistas o militaristas, dirigidas a expandir los territorios dominados por un Estado. Porque los dirigentes pol¨ªticos utilizan la ret¨®rica nacional, como cualquier otra que les convenga, para ampliar su poder. Y las pasiones que despertaron en aquella coyuntura hicieron que las muchedumbres perdieran la sensatez m¨¢s que sus propios azuzadores, que al final comprendieron que se hallaban al borde del abismo e intentaron evitar la ca¨ªda. Basta leer los angustiados telegramas que el zar ruso y el emperador austr¨ªaco se intercambiaron en aquel julio de 1914 anim¨¢ndose a frenar los impulsos b¨¦licos en sus respectivas sociedades.
No funcionaron la diplomacia ni el Derecho. Hab¨ªa la ilusi¨®n de ¡°acabar con todas las guerras¡±
Una vez terminado el conflicto, lo que se ofreci¨® como soluci¨®n y garant¨ªa de que no habr¨ªa nuevas guerras fue, de nuevo, el nacionalismo, entendido esta vez en un cuarto sentido: como principio doctrinal. Un principio seg¨²n el cual cada pueblo o naci¨®n debe tener un Estado propio. La paz negociada en 1919 se inspir¨® en los 14 puntos de Wilson, para quien el problema europeo era que hab¨ªa imperios demasiado heterog¨¦neos y era preciso crear un Estado para cada pueblo. Imperios como el austroh¨²ngaro, zarista o turco eran, para ¨¦l, el paradigma de la complejidad arcaica, mientras que ve¨ªa en el Estado-naci¨®n una f¨®rmula pol¨ªtica sencilla y moderna. Pero el nuevo mundo de Estados-naci¨®n no resolvi¨® los problemas, sino que cre¨® otros: minor¨ªas discriminadas, desplazamientos masivos de poblaci¨®n, territorios irredentos, agravios interminables.
La paz de 1919 no trajo la estabilidad, sino nuevas convulsiones. Estados Unidos, tras haber decidido el resultado de la guerra, negociado el tratado de Par¨ªs e ideado la Sociedad de Naciones, se retir¨® del escenario. Con lo que se produjo un vac¨ªo de poder internacional, sin una potencia hegem¨®nica capaz de sustituir a Gran Breta?a. Los europeos, incapaces de comprender que tras la ¡°guerra de las tribus blancas¡± nadie los ve¨ªa ya como ¡°razas superiores¡±, que no ten¨ªan misi¨®n civilizadora alguna de la que presumir ante el resto del mundo, reavivaron sus rivalidades; y en ese caldo se cultiv¨® Hitler. A corto plazo, de la Gran Guerra los europeos aprendieron muy poco. Las dolorosas ense?anzas solo llegaron tras la Segunda. Solo desde 1945 se comprendi¨® que el recurso habitual a la fuerza como instrumento pol¨ªtico acababa en guerras globales. Solo entonces se empez¨® a abandonar la idea de las grandes potencias y las ¨¢reas de influencia. Con lo que se ha conseguido que conflictos como los balc¨¢nicos de los a?os noventa, tan similares a los de anta?o, o la actual crisis ucraniana, no hayan superado el nivel local.
De 1919 procede tambi¨¦n la idea de crear un orden institucional internacional destinado a evitar las guerras. La Sociedad de Naciones fracas¨®, pero fue sucedida en 1945 por las Naciones Unidas, esta vez ya con plena implicaci¨®n estadounidense. Y hoy avanzamos lentamente hacia un orden jur¨ªdico-pol¨ªtico supranacional, por medio del TPI, el Consejo de Europa o los pactos universales sobre la imprescriptibilidad del genocidio o los cr¨ªmenes contra la humanidad.
Europa, en resumen, decay¨® por los nacionalismos y ahora, desde hace sesenta a?os, intenta superarlos. No es buen momento, desde luego, para lanzar flores a la UE, pero es lo mejor que tenemos, el ¨²nico gran proyecto en el que estamos embarcados. Aunque es un experimento sin precedentes hist¨®ricos, en la medida en que repita alguna f¨®rmula conocida no ser¨ªa malo que se aproximara m¨¢s a los viejos imperios multiculturales que al moderno Estado-naci¨®n. No porque fueran autocracias, obviamente, sino porque su legitimidad pol¨ªtica no se deb¨ªa a la homogeneidad cultural de sus componentes. El demos soberano de una entidad pol¨ªtica moderna no es una etnia; es un conjunto de individuos muy dispares que tienen en com¨²n su aceptaci¨®n de, y sumisi¨®n a, una misma estructura institucional; la cual les convierte, no en miembros de una fratr¨ªa, sino en ciudadanos libres e iguales.
Jos¨¦ ?lvarez Junco es historiador. Su ¨²ltimo libro es Las historias de Espa?a (Pons / Cr¨ªtica).
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