Ni felices, ni perdices
En las relaciones humanas hay valores mucho m¨¢s importantes que la rentabilidad y la utilidad pero en una sociedad marcada por el individualismo desatado, la generosidad es una inversi¨®n de alto riesgo
El ascensor estaba a punto de cerrar sus puertas, pero los vecinos que acababan de entrar en ¨¦l fueron tan amables de mantenerlas abiertas para que pudiera aprovechar el viaje y subir con ellos. Tuve que darme una peque?a carrerita desde el portal y cuando, por fin, entr¨¦, algo agitado, en el cajet¨ªn, me sorprendi¨® encontrarlos inusualmente engalanados. No pude evitar hacer una referencia a dicha circunstancia (con un comentario del tipo ¡°vais muy elegantes¡± o cosa parecida: no recuerdo ahora bien mis propias palabras), y fue la segunda parte de su respuesta la que, tiempo despu¨¦s, ha regresado con nitidez a mi memoria. ¡°Venimos de la boda de un sobrino¡±, explicaci¨®n a la que, tras un breve silencio, se sintieron obligados a a?adir: ¡°veremos cu¨¢nto duran juntos¡¡±
Tal vez resulte menos banal de lo que parece el hecho de que uno de los primeros comentarios que se le ocurra a gente absolutamente normal (quiero decir, a gente no caracterizada por mantener un discurso ideol¨®gico-pol¨ªtico radical, anti-institucional o cosa parecida, ni que formen parte de los profesionales de la antropolog¨ªa o cualquier otra ciencia social que se ocupe de las formas del parentesco) sea la referencia al dudoso futuro de cualquier f¨®rmula que pretenda estabilizar institucionalmente a una pareja. Importa plantearlo de esta manera, haciendo referencia a la normalidad de los protagonistas de la an¨¦cdota, porque ese mismo tipo de personas hace unos cuantos a?os hubiera reaccionado, sin duda, de manera bien diferente en id¨¦nticas circunstancias: deseando suerte a los contrayentes, inst¨¢ndoles a que fueran padres cuanto antes, sugiri¨¦ndoles paciencia para los momentos de crisis o cualquier otra recomendaci¨®n de parecido tenor. Ahora, en cambio, lo primero que, de manera completamente espont¨¢nea, les ven¨ªa a la cabeza era una consideraci¨®n acerca del dudoso futuro del compromiso que sus sobrinos acababan de adquirir.
Se argumentar¨¢, con toda raz¨®n, que ese cambio en su forma de valorar algo que, tradicionalmente, era recibido con inequ¨ªvoca alegr¨ªa (todav¨ªa conserva parte de esa connotaci¨®n festiva la expresi¨®n ¡°ir de boda¡±) no deja de ser el resultado de una persistente experiencia que, de cerca o de lejos, a todo el mundo le resulta familiar. En efecto, no parece razonable en estos tiempos dar por descontado que una ceremonia nupcial constituya el primer acto que anuncia la etapa de larga felicidad a la que hac¨ªa referencia el ¡°fueron felices y comieron perdices¡± de los viejos cuentos infantiles. Del mismo modo que nadie en su sano juicio se atrever¨ªa a garantizar que a tan intensa felicidad solo le podr¨¢ poner fin la desaparici¨®n f¨ªsica de uno de los c¨®nyuges, de acuerdo con la otra f¨®rmula (medio anuncio, medio amenaza) ¡°hasta que la muerte os separe¡±. Nada m¨¢s l¨®gico, pues, que el hecho de que la gente se haya visto forzada a adaptarse a la nueva situaci¨®n y haya terminado, como mis vecinos, abandonando expectativas que ahora tienden a verse como absolutamente ilusorias. Lo que merece la pena plantearse es la raz¨®n o las razones por las que la situaci¨®n en cuanto tal ha variado, haciendo estallar, como un cors¨¦ inservible, las formas institucionalizadas de convivencia heredadas.
La entrega o el sacrificio son asociados, con excesiva ligereza, a posiciones conservadoras
Sin duda, y por parad¨®jico que en primera instancia pueda parecer, una de las razones de este fracaso debe ser saludada con alborozo. En efecto, las personas decepcionan porque esperamos demasiado de ellas. Pero la ausencia de decepci¨®n puede producirse por m¨¢s de un motivo. Una cosa es que no exijamos al otro m¨¢s de lo que parece sensato exigir, y otra cosa, bien diferente y que fue ¡ªay¡ª durante siglos el caso, que no lo hagamos porque no nos consideremos con derecho a ello. Todas las mujeres que en el pasado ni tan siquiera se planteaban la posibilidad de tener una sexualidad propia no estaban en condiciones, como s¨ª lo est¨¢n afortunadamente hoy muchas, de reclamar su plena satisfacci¨®n sexual como un elemento b¨¢sico, irrenunciable, de la felicidad conyugal. Lo propio cabr¨ªa afirmar respecto de todos esos varones a los que anta?o ni se les pasaba por la imaginaci¨®n la idea de que su pareja fuera la interlocutora con la que compartir en pie de igualdad sus preocupaciones de todo tipo, y que en la actualidad no conciben una relaci¨®n estable y completa con alguien con quien no puedan mantener este tipo de comunicaci¨®n.
Ha sido precisamente la conquista de determinados objetivos colectivos o el libre acceso a determinadas dimensiones de la propia realidad personal (el cuerpo, sin ir m¨¢s lejos) lo que ha hecho que se planteen como b¨¢sicas para la vida en com¨²n exigencias que en otro tiempo hubieran resultado directamente impensables. Los mencionados en el p¨¢rrafo anterior eran solo dos ejemplos, pero profundamente significativos, de la paradoja que hab¨ªamos anunciado: sin la emancipaci¨®n de las mujeres, ni el list¨®n de lo que ellas esperan ni el de lo que cabe esperar de ellas estar¨ªa a la altura a la que hoy se encuentra, convertido para mucha gente en un list¨®n insalvable precisamente a causa de las ambiciosas expectativas de felicidad generadas en ambos sexos. Pero resultar¨ªa en el fondo demasiado simple atribuir en exclusiva a estos avances sociales y culturales la causa del fracaso de la idea tradicional de pareja. Todo cuadrar¨ªa: la bondad de aqu¨¦llos legitimar¨ªa el ocaso de ¨¦sta, sin que tuviera sentido que experiment¨¢ramos el menor sentimiento de p¨¦rdida por ello ni hubiera necesidad de plantearse forma alguna de autocr¨ªtica. Sospechosamente f¨¢cil para ser (toda la) verdad. Sin duda, otras transformaciones, tanto en el plano de lo real como en el del imaginario colectivo, han contribuido a dicho fracaso y, en esa misma medida, deber¨ªan hacernos reflexionar sobre su signo. Porque parece un hecho, casi tan incontrovertible como los se?alados hasta aqu¨ª, que de nuestro lenguaje y de nuestro discurso han desaparecido categor¨ªas y elementos que hasta hace no tanto formaban parte de lo que se consideraba la esencia misma de la relaci¨®n amorosa.
As¨ª, valores como la generosidad, la entrega o incluso el sacrificio han quedado asociados, con excesiva ligereza por parte de mucha gente (que parece desconocer la existencia del concepto griego de ¨¢gape), a posiciones conservadoras, de inspiraci¨®n inequ¨ªvocamente religiosa, empe?adas en convertir el v¨ªnculo contingente que establecen dos personas en el ejercicio de su inalienable libertad individual, en una especie de destino fatal y, en todo caso, inmodificable. Se comprende que para quienes llevan a cabo tal asociaci¨®n, rebelarse contra semejante estado de cosas y afirmar la reversibilidad de cualquier relaci¨®n no solo constituya algo justo por completo sino, adem¨¢s, incluso abiertamente progresista.
Probablemente no haya negocio m¨¢s ruinoso que el del amor, a fondo perdido siempre por definici¨®n
Conviene llamar la atenci¨®n sobre el doble lenguaje del que a menudo se sirven quienes jalean esta perspectiva. Porque no deja de ser llamativo que los mismos que no tienen el menor empacho en proponer un modelo de vida productivista (adem¨¢s de consumista) en el que los sacrificios son ensalzados cuando tienen como premio la promoci¨®n personal en el trabajo, la conquista del poder, la obtenci¨®n de riquezas y otros bienes parecidos, ironizan acerca de su obsolescencia cuando el individuo pretende ponerlos al servicio de su felicidad personal con otra persona. No deja de ser sintom¨¢tico que el ir¨®nico desd¨¦n aparezca en el preciso momento en el que no son ellos ¡ªcon frecuencia apologetas tambi¨¦n de la cultura del esfuerzo¡ª los que pueden obtener beneficio del sacrificio ajeno.
En el fondo, si este mensaje desde?oso ha calado tanto en nuestra sociedad (o, a la inversa, si determinadas formas de entender el amor han pasado a ser crecientemente disfuncionales) es porque se corresponde con el nuevo orden del mundo. En tiempos de individualismo desatado, la generosidad es una inversi¨®n de alto riesgo, cuya rentabilidad nadie est¨¢ en condiciones de garantizar. Es m¨¢s, probablemente, aplicando esta l¨®gica, no haya negocio m¨¢s ruinoso que el del amor, a fondo perdido siempre por definici¨®n. Ahora bien, si el amor no se concibe como un negocio, entonces tal vez todo aparezca bajo otra luz. Y se entienda que la generosidad, la entrega o incluso el sacrificio personal en una relaci¨®n amorosa no cumplen la funci¨®n de convertirla en ¨²til (y ya no digamos en rentable), sino en hermosa y buena, valores de todo punto diferentes a la utilidad y a la rentabilidad, pero sin duda mucho m¨¢s importantes. Si sus sobrinos entienden esto, mis vecinos pueden quedar tranquilos.
Manuel Cruz es catedr¨¢tico de Filosof¨ªa Contempor¨¢nea en la Universidad de Barcelona.
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