Vida de los escritores
El p¨²blico insiste en comparar las pel¨ªculas con las novelas adaptadas
No todos los escritores, del sexo que sean, son fotog¨¦nicos. Comparten esa carencia con el resto de los mortales, pero al igual que ellos, por el hecho de tener vida, aun siendo ¨¦sta trillada o irrelevante, tienen una biograf¨ªa posible. Pocas se llevan a cabo de manera art¨ªstica o p¨²blica; la memoria privada de sus seres cercanos es, en general, lo ¨²nico que hace persistir a la mayor¨ªa de los muertos. Es cosa sabida que Espa?a, un buen lugar para vivir (al menos seg¨²n los extranjeros que la visitan tur¨ªsticamente), es malo biogr¨¢ficamente hablando. Los libros asociados al recuento de las vidas han escaseado siempre, en sus distintos registros, y no deja de ser parad¨®jico que el pa¨ªs m¨¢s entrometido que existe sea a la vez el que confunda, cuando suena la flauta, la voz de la verdad con la maledicencia. Siendo as¨ª en la literatura, terreno en el que nunca nos han faltado las glorias, tal pobreza tambi¨¦n se da en el desde?ado cine espa?ol, y lo viene a recordar la coincidencia en las carteleras de dos interesantes pel¨ªculas europeas, Violette y La mujer invisible (sobre el adulterio de Dickens con Nelly Terman); el a?o pasado tuvieron reconocimiento, m¨¢s las dos primeras que la tercera, que era la buena, Hannah Arendt, En la carretera (con la presencia central de Kerouac y Neal Cassady) y Camille Claudel 1915,extraordinaria semblanza de la desdichada escultora y de su hermano y genial dramaturgo, Paul Claudel.
Me acord¨¦ de Jaime Gil de Biedma en tanto que protagonista de El c¨®nsul de Sodoma (Sigfrid Monle¨°n, 2010) viendo Violette, un trabajo algo convencional de factura del director Martin Provost, sobradamente redimido por el inter¨¦s de la biografiada y las magn¨ªficas prestaciones de sus int¨¦rpretes, sobre todo Sandrine Kiberlain en el papel de Simone de Beauvoir. No hay dos personas ni dos artistas m¨¢s distintos que el poeta barcelon¨¦s y la novelista francesa Violette Leduc, y la homosexualidad predominante, aunque no excluyente, de ambos escritores, y el mandarinato intelectual y editorial que en ambos biopics queda reflejado no son razones suficientes para hacer sus vidas paralelas; a las dos pel¨ªculas las une su logrado af¨¢n de autenticidad, su antihipocres¨ªa. La de Monle¨®n pecaba quiz¨¢ del excesivo empe?o en condensar en menos de dos horas vida, obra y contexto, pero adem¨¢s de sus virtudes cinematogr¨¢ficas y sus buenos actores interpretando a figuras a¨²n vivas, era llamativo y a menudo fascinante el tratamiento revelador de estados amorosos que aqu¨ª, pero no en otras culturas pr¨®ximas, a¨²n escandalizan. Vidas sin santidad. Rosal¨ªa de Castro, Gald¨®s, Lorca, Cernuda, los Machado, Josep Pla, las parejas Juan Ram¨®n/Zenobia y Mar¨ªa Teresa Le¨®n/Rafael Alberti: el n¨²mero posible de pel¨ªculas (ya que ahora hablamos de cine) har¨ªa la boca agua, si la industria nacional ¡ªtorpedeada sa?udamente por las medidas del Gobierno de Rajoy¡ª no estuviera y¨¦ndose a pique.
Casi tanta fama como la obra de J. D. Salinger tiene la foto del anciano Salinger mirando con odio al fot¨®grafo que le retrat¨® a bocajarro
Una cuesti¨®n espinosa y para muchos frustrante en la relaci¨®n de la imagen f¨ªlmica con el universo literario es la del parecido. Los p¨²blicos de cine se distinguen por su celo a la hora de comparar las pel¨ªculas con las precedentes novelas adaptadas. ¡°Me gust¨® m¨¢s el libro¡±, se oye sin cesar en la salida de las mini-salas. No es este el sitio para explayarse, pero hay un n¨²mero bastante mayor de pel¨ªculas superiores al libro de base del que se piensa, as¨ª como directores que llevando a la pantalla El Decamer¨®n, Madame Bovary o El extra?o caso del Dr. Jekyll y Mr. Hyde han honrado art¨ªsticamente a Boccaccio, Flaubert y Stevenson. La decepci¨®n puede ser a¨²n m¨¢s dolorosa si la infidelidad se extiende a la fisonom¨ªa.
Ya no se trata entonces de que las pel¨ªculas no se parecen lo suficiente a nuestros libros venerados, sino de que el espectador, que siempre lleva dentro un enamoradizo en potencia, se siente como un amante traicionado al comprobar que no s¨®lo el actor y la actriz dicen palabras distintas a las escritas en las p¨¢ginas originales; en el trasvase cinematogr¨¢fico se ha podido perder la nariz respingona, la voz rauca, los ojos de aguamarina o las gallardas piernas del personaje so?ado. Ir al cine a ver lo que cientos de personas en equipo han hecho, dinero mediante, con una obra que s¨®lo una persona ide¨®, elabor¨®, termin¨® y tal vez ni cobr¨® es el camino directo a la desilusi¨®n y el encono del purista. Mejor quedarse en casa releyendo la obra maestra.
Puede causar a¨²n m¨¢s despecho al escrupuloso que la disimilitud alcance a quien escribi¨® la obra maestra. Ralph Fiennes hace en La mujer invisible un esfuerzo convincente para quitarse glamour y echarse los a?os que le asemejen al maduro Dickens enamorado de su jovenc¨ªsima fan. En la embarullada y a ratos cursi Howl, la voz de una generaci¨®n, James Franco, infinitamente m¨¢s guapo que Allen Ginsberg, recrea de modo impresionante la cadencia y el deje del poeta beat, pero los directores del film, en una de sus pocas ideas juiciosas, rompen desde los t¨ªtulos de cr¨¦dito la ilusi¨®n facial, al incluir fotos de ¨¦poca de los personajes reales, en un contrapunto nada chocante con los actores que encarnan veros¨ªmilmente a Ginsberg y a sus amigos o amantes, Ferlinghetti, Peter Orlovsky, y los siempre ubicuos ¡ªsobre todo en las camas ajenas¡ª Cassady y Kerouac.
La privacidad es un derecho que tambi¨¦n se le debe permitir al artista por banal o ensimismado que sea
Casi tanta fama como la obra de J.?D. Salinger tiene la foto del anciano Salinger mirando con odio y levantando el brazo, no se sabe bien si para taparle el objetivo o darle un pu?etazo, al fot¨®grafo que le retrat¨® a bocajarro. Otros escritores, sin llegar a esa iracundia, se niegan a dar entrevistas, a firmar sus libros en p¨²blico, a dejarse pintar o fotografiar, incluso antes de que el posado junto a la lectora ferviente ante un m¨®vil que suele disparar el novio de la interesada se hiciera la plaga que hoy es; Haruki Murakami la cort¨® de ra¨ªz, aunque con protocolo imperial, en una ocasi¨®n de la que fui testigo en Santiago de Compostela. La autoprotecci¨®n de la privacidad es un derecho humano que tambi¨¦n se le debe permitir al artista, por banal o ensimismado que sea.
A veces, sin embargo, la l¨ªrica posee una ¨¦pica que despierta la avidez del redactor jefe, del productor de cine, y, por qu¨¦ negarlo, del cin¨¦filo de buena fe. Es un rito de paso comprensible, una especie de sublimada fase del espejo, querer ver, por ejemplo, reconstruida por Philip Seymour Hoffman, la pluma de Truman Capote (me refiero a la de sus mu?ecas incontenibles, no a la estilogr¨¢fica), el tour de force de la Streep hablando ingl¨¦s con la resonancia ¨¢rtica de Karen Blixen en Memorias de ?frica, o la avejentada carnalidad de Judy Dench y Jim Broadbent al interpretar en Iris al matrimonio abierto formado por Iris Murdoch y John Bailey.
Otra forma vicaria y noblemente curiosa de prolongar la admiraci¨®n de sus libros, asistiendo a la posteridad figurada de quienes, fueran como fueran, los escribieron. Y despu¨¦s, nos guste m¨¢s o menos la representaci¨®n, volver a la novela o al cuento sabiendo que ah¨ª no hay traici¨®n posible.
Vicente Molina Foix es escritor.
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