Las opacidades de la transparencia
La obsesi¨®n por la visibilidad refuerza la espectacularizaci¨®n de la pol¨ªtica
El concepto de transparencia tiene mucho de opaco, si se me permite el f¨¢cil juego de palabras. A pesar de la casi unanimidad en el elogio que suele concitar la mera menci¨®n del t¨¦rmino, a poco que se analice su contenido (tarea emprendida con particular agudeza por el fil¨®sofo coreano Byun-Chul Han en su librito La sociedad de la transparencia)se percibe de inmediato las zonas de sombra que alberga.
No me voy a entretener en un asunto menor, pero que merece ser considerado como muy sintom¨¢tico a la hora de plantear el asunto. Uno de los lugares en los que uno encuentra en mayor abundancia reivindicaciones de la transparencia es en las redes sociales y en diversos foros de Internet, donde individuos que sistem¨¢ticamente ocultan, de manera muy poco transparente, su identidad tras un pseud¨®nimo (los llamados troll) se dedican a rasgarse las vestiduras, entre insulto e insulto, por la falta de transparencia de instituciones y responsables p¨²blicos. (Por a?adidura, si alguien osa plantear que se les exijan los mismos requisitos que se le reclaman a cualquier particular cuando env¨ªa una carta al director a un diario o ya no digamos un art¨ªculo, terminan de rasgarse las vestiduras ¡ªesta vez hasta los pies¡ª con el argumento de que eso no deja de ser una forma de control por parte del poder, destinada a coartar su libertad de expresi¨®n).
Parece claro que el mismo t¨¦rmino transparencia resulta profundamente equ¨ªvoco, cuando no directamente de enga?oso. Por lo pronto, la cualidad que designa posee una diferente significaci¨®n seg¨²n de qu¨¦ realidad se predique. Lo bueno de un envase transparente es que permite comprobar hasta qu¨¦ punto est¨¢ vac¨ªo, o el estado de su contenido. En cambio, cuando se aplica a las personas la valoraci¨®n cambia de signo, derivando hacia lo negativo. Predicar de alguien que es por completo transparente no deja de tener una cierta connotaci¨®n negativa: suena a que la persona en cuesti¨®n lo tiene todo a la vista o, si se prefiere formularlo a la inversa, que no posee ning¨²n secreto y, en la misma medida, escaso inter¨¦s.
Pero el secreto, como ha mostrado admirablemente Javier Mar¨ªas en su novela Coraz¨®n tan blanco, constituye la condici¨®n de posibilidad de dimensiones fundamentales de nuestra vida. El erotismo, por ejemplo, resulta indisociable del secreto, de lo que se oculta, de lo que parece resistirse, por su propia naturaleza, a la visibilidad y, en esa misma medida, nos obliga a imaginarlo, a generarlo en nuestras mentes. La pornograf¨ªa, en cambio, representa el territorio de lo obvio, de lo dado, de aquello que no deja m¨¢s opci¨®n que la contemplaci¨®n pasiva, la rendida sumisi¨®n ante lo que se exhibe, sin margen alguno ni para la creaci¨®n ni para el sue?o.
En todo caso, lo cierto es que la obsesi¨®n por la visibilidad que se desprende de valorar sin matices la transparencia ha terminado por afectar a todas las esferas de lo real, provocando efectos de desigual calidad e importancia. En el caso de la vida p¨²blica, no cabe duda de que dicha obsesi¨®n ha actuado como un elemento de refuerzo a la creciente tendencia a la espectacularizaci¨®n de la pol¨ªtica a la que ya me he referido en alguna otra ocasi¨®n. As¨ª, hemos pasado de la exigencia, completamente leg¨ªtima, del control de los comportamientos de los responsables pol¨ªticos en lo tocante a sus funciones, a la exposici¨®n en la plaza p¨²blica de todos los aspectos de su biograf¨ªa o de su vida personal, dimensiones estas ¨²ltimas en muchos casos por completo superfluas.
En las campa?as, los candidatos saturan el campo visual del ciudadano
Tal vez una forma gr¨¢fica de ejemplificar dicho desplazamiento sea mostrando la distancia que separa un caso como el de Wikileaks de otro como el protagonizado en su momento por Bill Clinton con M¨®nica Lewinsky. Se observar¨¢ que lo que se pierde en el camino entre ambos es la pol¨ªtica en cuanto tal. El primer caso permite una reflexi¨®n cr¨ªtica acerca de la realidad de los actuales aparatos de Estado, del poder de los servicios secretos, de la invasi¨®n de los Gobiernos en la intimidad de los ciudadanos, etc¨¦tera. El segundo, en cambio, posibilita un an¨¢lisis pol¨ªtico francamente limitado, que no parece que d¨¦ muchos m¨¢s de s¨ª que una gen¨¦rica reflexi¨®n acerca de la relaci¨®n entre la honestidad en el ¨¢mbito privado y en el p¨²blico.
Este vaciamiento de la pol¨ªtica, y su consiguiente banalizaci¨®n, son en gran medida resultado de la eficacia de la met¨¢fora de la transparencia. En efecto, desde el instante en que se desliza la idea de que el modelo de conocimiento es la mera visi¨®n (porque se da por descontado que lo importante es poder verlo todo, o que nada quede oculto a la mirada de la ciudadan¨ªa), se empobrece radicalmente la esfera p¨²blica, que abandona su antigua condici¨®n de ¨¢gora en la que debatir para transformarse en escenario de una representaci¨®n en la que la palabra (esto es, el argumento, el discurso) termina por resultar perfectamente insustancial.
Pero siendo grave lo anterior, m¨¢s lo resulta a¨²n que los propios protagonistas de la vida p¨²blica, los responsables pol¨ªticos, hagan suya y potencien esta tendencia, abon¨¢ndose a un exhibicionismo bobo con argumentos tan endebles como el de que estamos en la era de la imagen y es mucho m¨¢s importante lo que se le muestra a la ciudadan¨ªa que lo que se le dice (o, lo que vendr¨ªa a resultar equivalente, lo que la gente quiere ver que lo que necesita saber). Sin duda no son conscientes quienes as¨ª act¨²an de que est¨¢n introduciendo en la esfera p¨²blica una l¨®gica y una temporalidad espec¨ªficas, que acaban por resultar demoledoras para la pol¨ªtica misma.
En efecto, el problema que plantea la primac¨ªa de la imagen es que su eficacia viene directamente vinculada a su presencia y, por tanto, necesita ser re-presentada de manera permanente (en las campa?as electorales los candidatos intentan saturar con su imagen el campo visual de los ciudadanos para que ¨¦stos nunca los pierdan de vista). Podr¨ªa afirmarse, en ese particular sentido, que la imagen no tiene memoria. Probablemente se derive de ah¨ª la compulsi¨®n de algunos de nuestros pol¨ªticos ¡ªtanto los emergentes como los de m¨¢s rancio abolengo¡ª por aparecer de manera constante en esos espacios privilegiados de visibilidad que son los medios de comunicaci¨®n de masas y las redes sociales, desentendi¨¦ndose casi por completo del contenido de sus mensajes, que suelen quedar relegados por lo general al rango de meras consignas de paso universal.
La paradoja es que la l¨®gica de las im¨¢genes es la del cansancio, por plantearlo a la manera en que lo ha hecho el antes citado Byun-Chul Han en otro de sus libritos (La sociedad del cansancio). Cuando un pol¨ªtico se convierte en un producto de consumo, corre el riesgo de que el consumidor establezca con ¨¦l id¨¦ntico tipo de trato al que establece con cualquier otro producto visual. Y ya se sabe que nada quema m¨¢s que la televisi¨®n, y nada fatiga tanto como ver los mismos rostros a todas horas en nuestras pantallas.
Manuel Cruz es catedr¨¢tico de Filosof¨ªa Contempor¨¢nea en la Universidad de Barcelona
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