Sentimientos que fundan derecho
En Catalu?a el reconocimiento se ha convertido en una especie de piedra filosofal que legitima lo que es muy dif¨ªcil justificar, mientras el nacionalismo huye de la discusi¨®n racional de la plaza p¨²blica
Conviene no apresurarse a la hora de descalificar el concepto de identidad. Sin duda est¨¢ en la mente de todos el aprovechamiento que los nacionalismos de diverso tipo han hecho del mismo ¡ªen especial en su variante de identidad nacional¡ª como instrumento privilegiado para homogeneizar artificial y tendenciosamente las conciencias de los ciudadanos, apelando a la sentimentalidad, pero resultar¨ªa enga?oso reducir la identidad a esta ¨²nica funci¨®n.
Planteada la cosa de una manera algo apresurada y sint¨¦tica, cabr¨ªa distinguir entre dos maneras de recurrir a los elementos identitarios, cada una de las cuales merece una diferente valoraci¨®n. Una primera tiene que ver con la m¨ªnima cohesi¨®n social necesaria en cualquier pa¨ªs. Tal vez por medio de ejemplos quede algo m¨¢s claro lo que se pretende se?alar. Podr¨ªamos empezar por el de Argentina, un pa¨ªs en el que la presencia de elementos nacionalistas fuertemente identitarios es debida a motivos f¨¢ciles de comprender. A principios del siglo pasado, cuando se produjeron unas oleadas migratorias masivas procedentes de lugares muy diversos de Europa, las clases dirigentes entendieron que, o se argentinizaba a toda esa ingente cantidad de inmigrantes, o el pa¨ªs corr¨ªa el riesgo de desestructurarse severamente. El gran impulso dado a la educaci¨®n p¨²blica, cuyo prestigio se mantuvo hasta hace pocos a?os, debe interpretarse en este marco.
Otro ejemplo en cierto sentido en la misma l¨ªnea, ser¨ªa el de EE?UU durante el mandato de Bill Clinton. Alg¨²n asesor del presidente detect¨® que la proliferaci¨®n de historias particulares (de las mujeres, de los afroamericanos, de los indios americanos, de los gays y lesbianas...) proporcionaba a dichos sectores una fuerte identidad y a sus miembros, un intenso sentido de pertenencia al grupo, pero tambi¨¦n observ¨® que ello redundaba en perjuicio de la identidad norteamericana en cuanto tal, y de esta supuesta constataci¨®n surgi¨® por parte del gobierno federal la iniciativa de potenciar la ense?anza de la historia de la naci¨®n americana en niveles educativos b¨¢sicos.
Pero hay otro empleo de lo identitario, por completo distinto al de los dos casos que acabamos de comentar, que es el que se produce cuando tales elementos se ponen al servicio de causas u objetivos pol¨ªticos particulares. Apelar, pongamos por caso, al sentiment es un recurso que nunca han dejado de utilizar los soberanistas catalanes, es de suponer que por su comodidad y enorme eficacia. En efecto, los que comparten el sentimiento en cuesti¨®n no precisan el menor razonamiento de refuerzo y se suman autom¨¢ticamente a lo sentido por sus iguales, en tanto que quienes no lo comparten se encuentran, en el momento en el que pretenden debatir con los anteriores, con que esos interlocutores no aportan argumento alguno sobre el que plantear el debate.
El sentimiento no es la instancia indiscutible donde se puede fundar una propuesta pol¨ªtica
Sin embargo, no creo que haya otra alternativa para salir de semejante bloqueo que la de perseverar en la presentaci¨®n de argumentos racionales. Pero enti¨¦ndaseme bien: no porque pretenda recaer en la contraposici¨®n, tan t¨®pica como est¨¦ril, entre raz¨®n y sentimientos, o porque vaya a defender un cosmopolitismo abstracto, tan impecable en el plano del discurso como escasamente realista (uno se sabe ciudadano del mundo pero no se siente ciudadano del mundo), sino precisamente porque creo que hay que encontrar la correcta articulaci¨®n entre ambas instancias.
Por m¨¢s respetuosos que seamos con los sentimientos, tanto ajenos como propios, hay que reconocer que nada garantiza el acierto de los mismos. As¨ª, si pensamos en uno de los que m¨¢s relevancia pol¨ªtica ha alcanzado en Catalu?a desde hace un tiempo, es indudable que muchos catalanes se sienten profundamente agraviados por el supuesto expolio fiscal que sus gobernantes auton¨®micos no cesaban de repetirle que exist¨ªa por parte de Espa?a. Pero ahora resulta que hemos tenido noticia de que, en todo caso, no es Catalu?a la comunidad peor tratada fiscalmente. Lo l¨®gico en cualquier persona razonable ¡ªhooligans y fan¨¢ticos al margen, claro est¨¢¡ª ser¨ªa entonces reconsiderar dicho sentimiento, una vez confirmado que se basaba en un error (por cierto, inducido por quienes pusieron en circulaci¨®n el esl¨®gan Espa?a nos roba, todos los cuales en este momento parecen haber desaparecido, resultando imposible encontrar a un solo soberanista que reivindique no ya la paternidad sino ni tan siquiera el empleo en alguna ocasi¨®n de tan reiterada frase).
No creo que semejante planteamiento le resulte muy dif¨ªcil de admitir a cualquier persona que se sienta, valga la parad¨®jica formulaci¨®n, cargada de raz¨®n por sus sentimientos, esto es, que considere que del hecho de que un determinado sentir est¨¦ muy generalizado entre la ciudadan¨ªa se desprende la necesidad de que las autoridades proporcionen una respuesta que d¨¦ satisfacci¨®n al sentir en cuesti¨®n o, como m¨ªnimo, lo alivie. Bastar¨¢ con que esa misma persona haga el peque?o esfuerzo de pensar en esta otra situaci¨®n, por lo dem¨¢s nada imaginaria: ?aceptar¨ªan el argumento inverso, esto es, que algo hay que hacer cuando tantos espa?oles comparten el sentimiento de irritaci¨®n ante unos catalanes a los que consideran unos aprovechados de tomo y lomo, siempre chantajeando al gobierno central de turno e insaciables en sus reivindicaciones? Doy por descontado que no, y que descalificar¨ªan la irritaci¨®n de esos otros con el argumento de que se basa en el enga?o y la manipulaci¨®n. Les alabo el gusto, pero me atrevo a sugerirles que se apliquen el cuento, dejen de considerar el propio sentimiento como la instancia ¨²ltima indiscutible sobre la que se puede fundar una propuesta pol¨ªtica y se planteen por un momento en qu¨¦ medida el propio sentir se encontraba justificado por los hechos.
Todo esto podr¨ªa parecer que constituye una mera discusi¨®n acad¨¦mica (variante epistemolog¨ªa pol¨ªtica) si no fuera porque no faltan quienes est¨¢n dispuestos a extraer de una determinada manera de entender la identidad conclusiones pol¨ªticas espec¨ªficas. Tal es el caso de todos aquellos que, a partir de la elaboraci¨®n de un dibujo imaginario del propio grupo en t¨¦rminos de minor¨ªa oprimida, proceden a rengl¨®n seguido a exigir los mismos derechos que en otros lugares se les conceden a los grupos que efectivamente lo son. El problema que este enfoque plantea es el de que si los catalanes constituyen una minor¨ªa oprimida, como suelen repetir algunos lectores locales del fil¨®sofo pol¨ªtico canadiense Will Kimlicka, para luego poner en l¨ªnea las reivindicaciones de aquellos con las de pueblos ind¨ªgenas, gitanos, jud¨ªos y minor¨ªas ¨¦tnicas varias, junto con bisexuales, transexuales o personas con discapacidades (alineamiento que a muchos les parecer¨¢ ciertamente pintoresco, por no decir disparatado), entonces lo que se sigue es que los catalanes discrepantes en alg¨²n aspecto con el soberanismo hegem¨®nico en Catalu?a (por ejemplo, los castellanoparlantes que discrepan de las pol¨ªticas ling¨¹¨ªsticas de la Generalitat) tambi¨¦n constituyen un grupo minoritario respecto a ¨¦ste, y deber¨ªan merecer id¨¦ntico respeto y reconocimiento en tanto que minor¨ªa oprimida... por la supuesta minor¨ªa oprimida.
El reconocimiento parece ser la piedra filosofal que algunos parecen haber descubierto como argumento legitimador de lo que de otro modo resultar¨ªa de casi imposible justificaci¨®n. Ampar¨¢ndose en la autoridad de pensadores que han utilizado la categor¨ªa para otros prop¨®sito ¡ª?Ay, querida Nancy , si supieras lo que est¨¢n haciendo con tus ideas!¡ª reclaman el derecho al reconocimiento... de la identidad previamente dise?ada a voluntad, cuando no a capricho (no otra cosa son en muchas ocasiones las denominadas identidades electivas). La secuencia queda as¨ª completada: uno es realmente aquello que imagina (puesto que se supone que cada cual es lo que siente, sin que resulte admisible que la realidad pueda arruinar una buena fabulaci¨®n) y a continuaci¨®n reclama el reconocimiento de lo imaginado. El regreso a la tribu disfrazado de postmodernidad: puro pensamiento m¨¢gico con el sentimiento configurando la realidad e incluso fundando derecho.
En todo caso, no deja de ser llamativa la prisa que muchos de los que fugazmente alardearon de estar m¨¢s all¨¢ de la sentimentalidad nacionalista se han dado en regresar al confortable calor de las identidades, apenas maquilladas con un ligero toque de color multiculti en las mejillas. Nunca debimos salir de ah¨ª, parecen decirse para sus adentros. Y no les falta raz¨®n: fuera, en la plaza p¨²blica en la que se contrastan argumentos y propuestas, hay que someterse al implacable escrutinio de la racionalidad y la inteligencia. En definitiva, ah¨ª hace mucho fr¨ªo y, claro, como en casa, al abrigo de los nuestros, en ning¨²n sitio.
Manuel Cruz es catedr¨¢tico de Filosof¨ªa Contempor¨¢nea en la Universidad de Barcelona.
Tu suscripci¨®n se est¨¢ usando en otro dispositivo
?Quieres a?adir otro usuario a tu suscripci¨®n?
Si contin¨²as leyendo en este dispositivo, no se podr¨¢ leer en el otro.
FlechaTu suscripci¨®n se est¨¢ usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PA?S desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripci¨®n a la modalidad Premium, as¨ª podr¨¢s a?adir otro usuario. Cada uno acceder¨¢ con su propia cuenta de email, lo que os permitir¨¢ personalizar vuestra experiencia en EL PA?S.
En el caso de no saber qui¨¦n est¨¢ usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contrase?a aqu¨ª.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrar¨¢ en tu dispositivo y en el de la otra persona que est¨¢ usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aqu¨ª los t¨¦rminos y condiciones de la suscripci¨®n digital.