La Espa?a constituida
La libertad e igualdad que fundamentan la Constituci¨®n deben ser la base de todo debate
Es un pl¨¢cido lugar com¨²n el afirmar que la Constituci¨®n de 1978 fue el resultado de un pacto entre distintos. M¨¢s o menos subrepticiamente se a?ade que sus problemas arrancan de que el pacto se fragu¨® entre el tiempo viejo y el nuevo, es decir, entre el franquismo y la democracia.
Este es un an¨¢lisis que refleja uno de los vicios m¨¢s obstinados de la historiograf¨ªa espa?ola y que podr¨ªamos llamar el mito de la transici¨®n inacabable. No hay consenso sobre la duraci¨®n de ese proceso, que algunos alargan, a su conveniencia argumentativa, hasta el 23 de febrero de 1981, la victoria socialista de octubre de 1982 o incluso hasta el triunfo de Jos¨¦ Mar¨ªa Aznar en 1996, por no hablar de quienes, con la arrogancia de la irresponsabilidad, proclaman que el 15-M y su derivaci¨®n partidista cierran definitivamente un lacerante episodio de la historia espa?ola.
Esta incertidumbre historiogr¨¢fica y pol¨ªtica revela una causa m¨¢s vasta e inquietante: la imposibilidad de que Espa?a salga de un eterno periodo constituyente, una caracter¨ªstica verificada en la historia de los siglos XIX y XX y que amenaza con seguir operando como un desdichado mantra de la actividad de nuestra comunidad pol¨ªtica. Esa Espa?a constituyente que no acaba nunca de constituir nada s¨®lido ni de ser constituida, esa Espa?a instalada en la adolescencia pol¨ªtica, cabe vincularla tambi¨¦n con otra caracter¨ªstica de la discusi¨®n civil. Los problemas espa?oles nunca son problemas normales, por as¨ª decirlo, resultado de las circunstancias cambiantes, de la irrupci¨®n de nuevos problemas, de nuevos agentes sociales o resultado del desgaste o caducidad de las soluciones.
A diferencia de lo que sucede en la mayor¨ªa de pa¨ªses de nuestro entorno los problemas espa?oles son siempre estructurales y tienen siempre una inequ¨ªvoca denominaci¨®n de origen. As¨ª, asuntos como la corrupci¨®n econ¨®mica, el populismo transversal y rampante, la democratizaci¨®n de los partidos pol¨ªticos, la capacidad extractiva de las ¨¦lites e incluso las tensiones territoriales son vistos como problemas ib¨¦ricos pata negra, porque ya se sabe que lo que pasa en Espa?a no pasa en ninguna otra parte. De ah¨ª que en lo que otros lugares trata de resolverse con la evoluci¨®n y mejora de leyes concretas y consuetudinarias aqu¨ª tiende a plantearse como problemas excepcionales que requieren medidas excepcionales. Un vidrioso asunto, de explicaci¨®n compleja, en la que no es dif¨ªcil ver una consideraci¨®n algo m¨¢gica, premoderna, de la pol¨ªtica, que acaba remitiendo a la figura, realmente ib¨¦rica, del hombre providencial cargado de soluciones providenciales. No creemos que la conclusi¨®n que se deriva de todo esto se le escape a ning¨²n lector: lo an¨®malo en Espa?a no son los problemas sino el car¨¢cter, inmaduro, fr¨ªvolo y a veces hist¨¦rico, de las soluciones propuestas.
Gran parte de la pol¨ªtica espa?ola
El af¨¢n ad¨¢nico de gran parte de la pol¨ªtica espa?ola se proyecta en el actual debate constitucional con el flagrante error a?adido que insinu¨¢bamos al comienzo: la Constituci¨®n de 1978 lleva el estigma de Ca¨ªn del franquismo y ello se invoca como una raz¨®n irrevocable para su pronto arrumbamiento.
Pero esto es una grave falsedad hist¨®rica y moral. La Constituci¨®n de 1978 fue resultado de un pacto entre dem¨®cratas, perfectamente legitimados por las elecciones del 15 de junio de 1977. Unos dem¨®cratas que respecto a la cuesti¨®n territorial actuaron entre dos extremos: el centralismo y el independentismo. Y que mientras reafirmaban, al estilo de Francia, Italia, Alemania y la abrumadora mayor¨ªa de democracias, la indisolubilidad del Estado siempre y cuando esta Constituci¨®n rigiera y establec¨ªan un sujeto de soberan¨ªa formado por el conjunto de los espa?oles, tambi¨¦n dise?aban una descentralizaci¨®n del poder que por su amplitud y profundidad ten¨ªa pocos precedentes.
La Constituci¨®n de 1978 fue, y sigue siendo, la m¨¢xima y genuina expresi¨®n de esa tercera v¨ªa que algunos buscan hoy con la ofuscaci¨®n de los que buscaban la carta en el c¨¦lebre relato de Poe. Una tercera v¨ªa que para algunos de nosotros inclu¨ªa privilegios y ceremonias ¨¦tnicas dif¨ªciles de tragar, como todo lo referente a los supuestos derechos hist¨®ricos de algunas regiones y sus consecuencias, fundamentalmente econ¨®micas, pero que cab¨ªa inscribir en la l¨®gica de satisfacci¨®n insatisfecha de todo pacto y en la perentoria necesidad de la paz civil entre espa?oles distintos. Y que, en cualquier caso, establec¨ªa y proteg¨ªa lo esencial: la consideraci¨®n de que la identidad democr¨¢tica (el demos) no tiene m¨¢s tierra de arraigo que la Constituci¨®n, es decir, la ley compartida.
Es sabido que para los nativos cuenta de d¨®nde viene geneal¨®gicamente cada cual. Por el contrario, para los ciudadanos solo cuenta ad¨®nde vamos a ir todos juntos bajo las mismas leyes, aunque cada cual con un perfil propio creado a su modo y manera. Esa sustancia civil, en fin, sobre la que se asentaba una de las constituciones m¨¢s federalizantes del mundo en 1978 y que as¨ª sigue si¨¦ndolo.
Blindar las reivindicaciones identitarias supone fragmentar el demos com¨²n en beneficio de los etnos excluyentes
La reforma de la Constituci¨®n es un objetivo pol¨ªtico leg¨ªtimo. Pero conviene meditar de qu¨¦ se habla cuando se habla de ella y en nombre de qui¨¦n se habla. Para empezar, hay que distinguir entre la posibilidad de enmendar la Constituci¨®n, por ejemplo en lo referido al d¨¦ficit o la sucesi¨®n a la Corona, y su reforma: en m¨¢s de 200 a?os, la Constituci¨®n de Estados Unidos ha sido enmendada tan solo 27 veces y reformada ninguna. Y, sobre todo, conviene desvincular cualquier reforma constitucional de esa m¨ªtica tercera v¨ªa que ya qued¨® establecida en el pacto fundacional de la democracia espa?ola.
Es dif¨ªcil desmentir, en base tercerista, que la Constituci¨®n de 1978 es el ejemplo m¨¢s consistente y realizado de la tercera Espa?a con la que so?aron los mejores pol¨ªticos e intelectuales de los a?os treinta silenciados, cuando no aplastados, por la Guerra Civil. La reforma constitucional puede invocarla as¨ª la eterna y malcriada adolescencia pol¨ªtica espa?ola. Y desde luego el secesionismo, mucho m¨¢s interesado en la fragmentaci¨®n de la soberan¨ªa que en la propia materializaci¨®n de la independencia.
Y pueden invocarla, finalmente, los llamados federales, armados de sus blindajes. Pero siempre que asuman la responsabilidad de lo que eso significa. Blindar las reivindicaciones identitarias, sean la lengua com¨²n, la educaci¨®n o los s¨ªmbolos nacionales compartidos, supone fragmentar el demos com¨²n en beneficio de los etnos excluyentes. Y proponer una reforma de la Constituci¨®n de estas caracter¨ªsticas supone asumir la pr¨¢ctica desaparici¨®n del Estado de algunas regiones espa?olas. El resultado es conceder a los secesionistas buena parte de lo que piden, con la ¨²nica contrapartida de que no le llamen independencia.
Frente a la Espa?a constituyente, o reconstituyente, de la p¨®cima y hasta del elixir, los ciudadanos espa?oles deben reivindicar la raz¨®n de la Espa?a constituida. Es decir, ese lugar donde todas las discusiones pol¨ªticas parten del apriorismo de la libertad y de la igualdad que nuestra Constituci¨®n establece.
Este art¨ªculo lo firman Cayetana Alvarez de Toledo, F¨¦lix de Az¨²a, Nicol¨¢s Redondo Terreros, Fernando Savater, Andr¨¦s Trapiello y Mario Vargas Llosa, fundadores de Libres e Iguales
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