Pedro Lemebel: gargantas como cuchillas
La campa?a para que le otorgaran el Premio Nacional de Literatura en Chile fue apoyada por intelectuales y j¨®venes descontentos
Para Jordy, mi lengua proscrita en una canci¨®n¡±, escribe en may¨²sculas Pedro Lemebel y, tras despedimos con un beso superficial, antibarroco, desaparece por la puerta de Metales Pesados, donde yo me quedo muy solo, pese a los j¨®venes y expertos libreros y pese al expoeta Sergio Parra, que es descrito as¨ª en Adi¨®s mariquita linda: ¡°Parrita, mi querido amigo, siempre ha sido un riguroso dandi op art de cl¨¢sico traje negro y n¨ªvea camisa blanca (a veces, levemente ultrajada por unos p¨¦talos de nocturno alcohol)¡±. Muy solo porque salgo a la ciudad que ha contado en sus millones de cr¨®nicas, una por cada calle, por cada adoqu¨ªn, por cada ¨¢rbol del Parque Forestal, y recuerdo en r¨¢fagas punzantes c¨®mo dispon¨ªa sobre la mesa del caf¨¦ seis cajas de p¨ªldoras y abr¨ªa una libretita de hojas cuadriculadas e iba tachando las dosis mientras me ped¨ªa agua y tragaba.
Le pregunto al bibliotecario del parque, porque en Chile los parques y las estaciones de metro disponen de bibliotecas, si le piden los libros de Lemebel. Y s¨ª, me responde, harto. Aqu¨ª puedes sentarte en un banco y coger el ¨²ltimo n¨²mero de The Clinic, o una novela de Lina Meruane o Andrea Jeftanovic, o un manojo de poemas de Enrique Lihn, y leer al sol de la ma?ana o de la tarde o hasta de la noche. El primer relato de La esquina es mi coraz¨®n habla precisamente de la iniciaci¨®n sexual en los parques, de la ciudad del deseo, erotizada y contranormal. Lo leo mientras recuerdo c¨®mo Lemebel me hablaba al o¨ªdo, la mano derecha en la traqueotom¨ªa, y se re¨ªa, porque cada dos comentarios hab¨ªa una broma y una carcajada.
No me lo esperaba. Por e-mail me cont¨® que se hab¨ªa complicado su situaci¨®n. Alguien me respondi¨® al tel¨¦fono y me dijo que no pod¨ªa hablar. Y de pronto ah¨ª estaba, de regreso del m¨¦dico (¡°me he hecho la radiograf¨ªa al tiro, Parrita¡±), por casualidad, en una de las muchas calles que le pertenecen. Ah¨ª estaba para contarme que antes le gustaba viajar, pero que ahora ya no soporta la espera, condena de los aeropuertos. Para criticar a los cronistas light, a los cronistas maricones, a los escritores que escriben para la clase social pituca. Aquellas botas de amazona. Para recomendarme a Jos¨¦ Joaqu¨ªn Blanco, a Gabriela Mistral, a N¨¦stor Perlongher, a Jaime Bedoya: la cr¨®nica que huye del documento como de la peste blanca, que se hunde en la org¨ªa alucinada de la poes¨ªa, manchada de orina y calle y azucena. Sus pantalones ajustados de cuero dominatrix.
Antes del verano ocurri¨® un milagro: una librer¨ªa, una gran editorial, 850 escritores, universidades de todo el mundo y las calles de Santiago se pusieron de acuerdo. La campa?a impulsada por Metales Pesados y Planeta para que le otorgaran el Premio Nacional fue apoyada tanto por intelectuales como por j¨®venes descontentos. Los muros se llenaron de grafitis. Pero ganaron Antonio Sk¨¢rmeta y el show de los libros, y perdieron el pueblo y otro modo radicalmente distinto de vivir la literatura.
Mientras escribo esta cr¨®nica, el poeta me mira desde las portadas de sus libros, desde esa foto en que encarna a Frida Kahlo, desde esa otra en que est¨¢ tumbado con un cocodrilo casi f¨¢lico, desde esa ¨²ltima en que aparece su cuello sano y robusto y rotundo abrazado por un collar de m¨¢quinas de afeitar.
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