Hogueras en Ginebra
Las sociedades laicas piden a sus humoristas que vayan al l¨ªmite
Son d¨ªas para releer el emocionante reportaje hist¨®rico que Stefan Zweig dedic¨® al enfrentamiento que se dio en Ginebra a mediados del siglo XVI entre el severo reformador Calvino y el librepensador Sebasti¨¢n Castellio. Se recordar¨¢ que, a partir de 1541, Calvino impuso una monstruosa teocracia en la ciudad suiza que, entre otras cosas, prohib¨ªa el baile, los juegos, el vino, la lectura de libros censurados y cualquier cosa que no se aviniese con la teolog¨ªa del reformador franc¨¦s, que resultaron ser casi todas las que dan sal a la vida. Durante dos largas d¨¦cadas, los ginebrinos vivieron hostigados por una polic¨ªa eclesi¨¢stica que se aseguraba que nada en su conducta o pensamiento fuera contrario a la nueva doctrina. La iniquidad se hizo crimen en el proceso por herej¨ªa contra Miguel Servet (el pretexto fue una disputa teol¨®gica y no su descubrimiento de la circulaci¨®n pulmonar, como a veces se cree), muerto en la hoguera en 1553. La ejecuci¨®n provoc¨® la en¨¦rgica reacci¨®n de Castellio, humanista franc¨¦s y tambi¨¦n te¨®logo, uno de los primeros defensores de la tolerancia religiosa, que en un ataque frontal a Calvino dej¨® escrita una frase para la educaci¨®n moral de la humanidad: ¡°Matar a un hombre no es defender ninguna doctrina; es matar a un hombre¡±. No era una ninguna obviedad cuando Castellio lo dijo; parece que hoy tampoco.
Matar es la violencia suprema y la prohibici¨®n de quitar la vida a otro ser humano es el primer y m¨¢s pr¨ªstino mandamiento moral que sentimos relampaguear en nuestro coraz¨®n. Queda atenuado, pero no en todas las conciencias suspendido, cuando es la propia vida o la de un ser querido la que peligra. Fuera de ese caso extremo, en el que un instinto cancela otro, la ¨²nica fuerza capaz de levantar la prohibici¨®n es la ideolog¨ªa mesi¨¢nica, religiosa o profana. As¨ª en Par¨ªs, el 7 de enero, cuando 12 personas fueron asesinadas por publicar dibujos. La representaci¨®n del profeta Mahoma es considerada una blasfemia por el islam. Tal era la doctrina que los asesinos dec¨ªan defender. Tal era el l¨ªmite transgredido que no deb¨ªa quedar impune.
Quiz¨¢ de manera inoportuna, pero no de manera impertinente, el crimen ha suscitado cuestiones sobre la libertad de expresi¨®n. En realidad, no necesitamos que nadie nos recuerde que esta cuenta con limitaciones. Es importante partir de aqu¨ª: en nuestros Estados, laicos, democr¨¢ticos, modernos, no se discute si la raya existe; se discute d¨®nde deber¨ªamos ponerla. Sabemos, por ejemplo, que mentir no est¨¢ amparado por la ley, como s¨ª lo est¨¢ decir tonter¨ªas. Sin embargo, dudamos de qu¨¦ lado del meridiano han de caer los insultos, en parte porque tambi¨¦n el concepto de insulto requiere elucidaci¨®n.
Tambi¨¦n la convivencia con las religiones en sociedades laicas plantea problemas de l¨ªmites. De nuevo se impone la casu¨ªstica. Por lo general, a los ciudadanos ateos o agn¨®sticos observar determinados c¨®digos religiosos en su trato con creyentes no les incomoda; lo hacen incluso de grado. Se descalzan al entrar en mezquitas y no sirven cerdo si han invitado a un amigo jud¨ªo a su mesa. Cuando variamos nuestros usos sociales en esas ocasiones no sentimos estar claudicando ni renunciando a nuestras convicciones. Tampoco lo hacemos exactamente por responsabilidad, ni siquiera por respeto, como podr¨ªa pensarse. Lo hacemos por una instintiva urbanidad. Ciertos de nuestros conciudadanos otorgan importancia a estos gestos, que no parecen vulnerar ninguno de nuestros m¨¢s encarecidos valores. Sin embargo, prohibimos la poligamia y rechazamos que las cosmogon¨ªas religiosas sustituyan a las explicaciones cient¨ªficas porque ah¨ª s¨ª sentimos con claridad y distinci¨®n una incompatibilidad radical con ideales a los que nos hemos uncido. Pero no tardan en aparecer los casos cerca del l¨ªmite. Discutimos, por ejemplo, el uso ostensible de signos religiosos en el espacio p¨²blico, y esa discusi¨®n, esa deliberaci¨®n sobre los casos dif¨ªciles, sobre c¨®mo y qu¨¦ somos, es tambi¨¦n parte de nuestra irrenunciable libertad, y no puede ser ahogada en la marea de la indignaci¨®n. Es quiz¨¢ la ¨²nica libertad irrestricta que nos hemos dado: la de pensar nuestra libertad.
La funci¨®n del humorista es disparar contra cualquier nuevo candidato a becerro de oro, ya sea viejo conocido o nuevo postulante
En las irreverencias irreligiosas confluyen ambos l¨ªmites. Pero para saber de qu¨¦ lado de la raya caen las vi?etas de la discordia hay que atender al oficio muy singular de los humoristas, y, de manera eminente, los dibujantes de vi?etas. Los humoristas viven en el l¨ªmite. Viven ah¨ª porque nosotros los hemos puesto ah¨ª. Y es que la divisi¨®n social del trabajo tambi¨¦n se da en la salvaguarda de la civilizaci¨®n. En ese reparto de tareas, su funci¨®n es la de disparar contra cualquier nuevo candidato a becerro de oro, ya sea viejo conocido o nuevo postulante. A ellos les eximimos del deber de urbanidad, les pedimos que no sean tan prudentes como nosotros en nuestra vida diaria. Como en cualquier otro oficio, algunos los hacen con m¨¢s talento que otros. Su tarea es m¨¢s importante de lo que parece: incluso cuando se equivocan, ayudan a impedir nuevas hogueras en Ginebra. Para no caer nunca m¨¢s en manos de Torquemadas, Calvinos y Savonarolas, los europeos consagramos el derecho a la blasfemia. Es un derecho que a todos nos asiste, pero a los c¨®micos les pedimos algo m¨¢s: que hagan de ¨¦l su cometido. Que vivan en el l¨ªmite, al precio de tener que explicarse de vez en cuando ante un juez, y nos fuercen a reconsiderar de tanto en tanto si no hay que empujar la frontera un poco m¨¢s. Se ha dicho estos d¨ªas, con raz¨®n, que no hay democracia sin periodismo, que ambas nociones se coimplican. Despu¨¦s de Par¨ªs sabemos que tampoco hay Ilustraci¨®n sin humoristas. De hecho, hoy podemos decir que los ilustrados m¨¢s fecundos y perdurables fueron sublimes bufones, como Voltaire; en cambio, los rigurosos y severos, como Rousseau, dejaron un legado problem¨¢tico. Hijos de Voltaire, fustigadores de Calvino y franceses como ambos: eso eran nuestros ca¨ªdos. Por supuesto que algunas portadas de Charlie Hebdo eran ofensivas. Les hab¨ªamos pedido que lo fueran.
Juan Claudio de Ram¨®n JacobErnst es ensayista.
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