La dignidad de todas las personas
El hecho de que incluso la mayor¨ªa de la sociedad demande la llamada ¡°prisi¨®n permanente revisable¡± no justifica su aprobaci¨®n. Tal y como est¨¢ proyectada, desvela la baja calidad real de la democracia espa?ola
Desde la promulgaci¨®n del C¨®digo Penal de 1995, que algunos llamaron el C¨®digo Penal de la democracia, se le han incorporado una serie de reformas variopintas con un denominador com¨²n: la constante elevaci¨®n, directa o indirecta, de las penas privativas de libertad. La culminaci¨®n de ese proceso es la llamada ¡°prisi¨®n permanente revisable¡±, que el dictamen de la Comisi¨®n de Justicia del Congreso de los Diputados describe y justifica en los siguientes t¨¦rminos:
¡°La necesidad de fortalecer la confianza en la Administraci¨®n de Justicia hace preciso poner a su disposici¨®n un sistema legal que garantice resoluciones judiciales previsibles, que, adem¨¢s, sean percibidas como justas. Con esta finalidad, siguiendo el modelo de otros pa¨ªses de nuestro entorno europeo, se introduce la prisi¨®n permanente revisable para aquellos delitos de extrema gravedad en los que los ciudadanos demandaban una pena proporcional al hecho cometido. En este mismo sentido se revisan los delitos de homicidio, asesinato y detenci¨®n ilegal y secuestro con desaparici¨®n, y se ampl¨ªan los marcos penales dentro de los cuales los tribunales podr¨¢n fijar la pena m¨¢s ajustada del caso concreto¡±.
Como pone de manifiesto ese p¨¢rrafo, la justificaci¨®n b¨¢sica de la introducci¨®n de la nueva pena se halla en la demanda social, es decir, en lo que se llama voluntad democr¨¢tica del pueblo; pero, que una parte importante, probablemente mayoritaria, de la sociedad, demande el endurecimiento de las penas no constituye una justificaci¨®n democr¨¢tica. Ese modo de justificar olvida que la democracia no se reduce a la voluntad y los deseos de la mayor¨ªa sino que tiene otras exigencias definitorias: es un sistema pol¨ªtico de ciudadanos que se reconocen como iguales en dignidad y derechos y que pretenden gobernarse por mayor¨ªas que tomen decisiones racionalmente fundadas y respetuosas con la dignidad de todos. Ser antiterrorista o juzgar negativamente los delitos violentos no significa ser dem¨®crata. Eso lo hace espont¨¢neamente casi todo el mundo, es f¨¢cil. Sin embargo, ser dem¨®crata es dif¨ªcil porque comporta un plus:reconocer como personas incluso a los que, a nuestro juicio, hayan causado los m¨¢s graves da?os sociales (y es claro que no cabe exigir ese reconocimiento a las v¨ªctimas de delitos de sangre; pero s¨ª a los que dirigen la pol¨ªtica criminal). Poner a las v¨ªctimas como eje de la pol¨ªtica criminal es un error ¨¦tico, pues o es exigirles una imparcialidad y objetividad imposible para ellas o es plegarse a una idea de la justicia distinta de la que deber¨ªa imperar en una sociedad racional.
Esa irracionalidad se pone de manifiesto en la regulaci¨®n espa?ola de las penas privativas de libertad. Hasta ahora, ten¨ªamos las tasas de delincuencia m¨¢s bajas de Europa, con uno de los sistemas penales m¨¢s duros. Pese a que, en esa situaci¨®n, la delincuencia no parece crecer, las penas privativas de libertad, s¨ª. Y ese incremento no se justifica en absoluto en aras de una mayor eficacia: si uno examina los sistemas penales de Occidente, comprobar¨¢ que aquellos que tienen las penas m¨¢s duras no son, ni con mucho, los que combaten con mayor eficacia la delincuencia. El endurecimiento de las penas m¨¢s all¨¢ de ciertos l¨ªmites parece, incluso, contraproducente. Si tom¨¢ramos como modelo Estados Unidos (que parece ser el que efectivamente tomamos), probablemente tendr¨ªamos alrededor de un mill¨®n de presos y una delincuencia bastante mayor y peor que la nuestra. ?Es eso lo que queremos?
Ni siquiera se ajusta a los requerimientos formales del Tribunal Europeo de Derechos Humanos
La pena privativa de libertad, que por s¨ª misma es un mal, s¨®lo puede justificarse porque produzca un bien mayor que el mal que causa, pues causar da?o al delincuente, sin obtener de ese da?o una utilidad manifiesta, no satisface ni la justicia ni el deseo de hacerla: o responde a un deseo de venganza o a un sentido equivocado de lo que la justicia exige. Si el mal causado al delincuente no hace m¨¢s que sumarse al que el delito produjo no tiene justificaci¨®n posible.
Los nuevos ¡°dem¨®cratas¡± olvidan ese peque?o detalle y parten de una concepci¨®n ¡°talionar¡± de la justicia, que se pone de manifiesto en la inversi¨®n del sentido del principio de proporcionalidad constitucional: ese principio supone un l¨ªmite del poder penal del Estado y, de ning¨²n modo, un fundamento que legitime el incremento de las sanciones penales. La ley del tali¨®n es irracional, tanto si la igualdad entre el delito y la pena se entiende materialmente (ojo por ojo, diente por diente), pues en ese caso ser¨ªa inviable si el delincuente fuera ciego o desdentado, como si se la concibe de modo valorativo. Pues el castigo no trata de a?adir al mal del delito el de la pena, sino de tutelar los bienes y derechos de los individuos y de la sociedad. Es esa funci¨®n de tutela, y no la igualdad con el mal del delito, lo que puede justificar la pena; y, en sistema democr¨¢tico, cualquiera que sea la voluntad de sus miembros, esa tutela ha de llevarse a cabo respetando las exigencias que dimanan de la adopci¨®n de un sistema democr¨¢tico, cuyo fundamento, como acaba de decirse, radica en la igual dignidad de todos. Por eso, una pena que lesione esa dignidad, incluso en el peor de los delincuentes, no puede considerarse un bien en una democracia.
Cuando se afirma por la Comisi¨®n de Justicia que seguimos el modelo imperante en el entorno europeo se oculta que esa semejanza es meramente nominal. Para demostrarlo, basta considerar el caso de Alemania. Introducida all¨ª la cadena perpetua (lebenslange Freiheitsstrafe),se plante¨® una cuesti¨®n de inconstitucionalidad ante el Tribunal Constitucional alem¨¢n que, tras llevar a cabo una profunda reflexi¨®n acerca de la misma, concluy¨® que la cadena perpetua en s¨ª misma pod¨ªa ser conforme a la Constituci¨®n siempre que dejase al penado una posibilidad real de libertad y reinserci¨®n. Tras un per¨ªodo de tiempo en que esa posibilidad la garantizaba el Gobierno, a trav¨¦s de la posibilidad de indultar, por ley del 8 de diciembre de 1981 se introdujo en el C¨®digo Penal un art¨ªculo 57a que establece la revisi¨®n peri¨®dica por parte de los tribunales, a partir de los 15 a?os de cumplimiento. Estos habr¨¢n de suspender la cadena perpetua siempre que se den determinados requisitos. El resultado de ese sistema es que el tiempo medio de cumplimiento en los delitos m¨¢s graves es de 20 a?os, es decir, la mitad de los 40 que establecen hoy nuestras leyes.
?No ser¨¢ que seguir los dictados de ciudadanos encolerizados resulta m¨¢s rentable electoralmente?
A partir de esos datos es precisa una reflexi¨®n sobre la necesidad de la prisi¨®n permanente revisable pues, tal y como est¨¢ proyectada, desvela la baja calidad real que cabe atribuir hoy a la democracia espa?ola. Ni siquiera se ajusta a los requerimientos formales establecidos por el Tribunal Europeo de Derechos Humanos en la sentencia del 9 de julio de 2013, sino que, s¨®lo aparentemente, cumple la exigencia material de proporcionar al penado una expectativa real de libertad y reinserci¨®n. Pues no podemos olvidar nuestra historia: en un pa¨ªs donde la liberaci¨®n de ciertos penados no se ha producido ni siquiera cuando las penas temporalmente limitadas llegan a su fin (y basta recordar el caso Parot, al que cabr¨ªa a?adir otros), ?c¨®mo cabe esperar que los delincuentes a los que en el futuro se imponga dicha pena vayan a tener una oportunidad efectiva de recuperar la libertad? Y, si existe un peligro grave de que no la tengan, ?c¨®mo nos atrevemos a proponer su introducci¨®n? ?Acaso es porque seguir los dictados irreflexivos de ciudadanos encolerizados resulta electoralmente m¨¢s rentable que defender los derechos b¨¢sicos, que constituyen los cimientos de la democracia? ?Nos importan realmente los derechos constitucionales? ?O invocamos la Constituci¨®n realmente s¨®lo cuando nos afecta, mientras que, si pensamos que no nos incumbe, directamente la empleamos a modo de latiguillo ret¨®rico en el que no se pone ni fe ni entusiasmo?
Parece que, al menos, la mayor¨ªa de los pol¨ªticos y juristas y la totalidad de los jueces debieran defender la dignidad y los derechos fundamentales de todas las personas con una decisi¨®n y un valor que hasta ahora no han demostrado. Y ser¨ªa hora de que lo hiciesen para que este pa¨ªs gozase de una democracia de calidad y dejase, de una vez por todas, de ser el burgo s¨®rdido del que hablaba don Antonio Machado.
Tom¨¢s S. Vives Ant¨®n es catedr¨¢tico em¨¦rito de Derecho Penal de la Universidad de Valencia.
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