Dentro de los vagones que nos llevaron a Auschwitz
Vi cascos de soldados aliados tirados por el suelo. Vi una bomba con forma de supositorio gigante. Bombas que hab¨ªan ca¨ªdo en Berl¨ªn
El otro d¨ªa estuve en Auschwitz. Cre¨ªa que me encontraba en Salerno, en el Museo dello Sbarco, pero no. Primero nos hab¨ªan hecho salir cuando volv¨ªamos a entrar y me di cuenta. Aquel era el pavimento de un callej¨®n oscuro que nos llevaba al gueto. Mis pupilas se dilataron como las de un gato en medio de la noche: no hab¨ªa duda, yo era una m¨¢s, una jud¨ªa tan d¨®cil y asustada como los otros, incluida Carmen Morese, directora del Goethe Institut en N¨¢poles, y Edoardo Scotti, periodista de La Repubblica. Una vez dentro, respir¨¦ hondo. Por fin, unos j¨®venes salernitanos nos recibieron con m¨²sica tras una s¨¢bana; aquello era la funci¨®n. Luego fuimos a otra sala. Vi cascos de soldados aliados tirados por el suelo. Vi una bomba con forma de supositorio gigante oxidado. Bombas que hab¨ªan ca¨ªdo en Berl¨ªn. Bombas que hab¨ªan destruido Salerno. Luego, y como hipnotizados, pasamos a otra sala, donde la actriz que nos guiaba nos hizo contemplar algo: una fila de gente como un ciempi¨¦s, que se alineaban portando en sus hombros una tela que los un¨ªa y los encadenaba, mientras ella la desplegaba con sus manos y descend¨ªa por las espaldas de aquella gente, engull¨¦ndolos, como un truco de magia.
De pronto la actriz volvi¨® a llamarnos. Apart¨® con su mano una cortina negra y volvimos a salir al exterior. Todos con nuestros abrigos, otra vez a la lluvia. Pod¨ªa haberme ido, pero me qued¨¦. La misma sensaci¨®n de fatalidad que cuando entras, sin querer, en un mal espect¨¢culo. ?En d¨®nde me hab¨ªa metido? Era de nuevo la explanada trasera del edificio. Y all¨ª estaba esper¨¢ndonos en la noche aquel vag¨®n. Alguien lo hab¨ªa encontrado en una v¨ªa muerta en la frontera de Italia con Suiza, y se lo hab¨ªan tra¨ªdo a Salerno. Llevaba mucho tiempo viajando por Italia, y hab¨ªa acabado all¨ª. Unos peque?os respiraderos met¨¢licos se alineaban en la parte superior de aquel caj¨®n de herm¨¦tica madera. Subimos la rampa sobrecogidos. Dentro, muchos ya hab¨ªan encontrado sitio.
Mostraban caras perplejas y resignadas. No me atrev¨ª a sonre¨ªr. Me agarr¨¦ al bolso y, enseguida, con un gran estr¨¦pito, la puerta se cerr¨®. Luego me fij¨¦ en la paja que hab¨ªa en el suelo. Es comestible, pens¨¦, y sea como sea dar¨¢ calor. Nuestro viaje comenz¨® entonces, cuando las ruedas del vag¨®n empezaron a chirriar contra los ra¨ªles. ?Cu¨¢nto dur¨®? No puedo decirlo. Lo suficiente para sentir que hab¨ªamos partido, que ya no est¨¢bamos en el lugar de antes, y que nunca volver¨ªamos all¨ª. Y de pronto, la puerta volvi¨® a abrirse. Un coro de voces ang¨¦licas nos recibi¨®. ?Pero est¨¢bamos vivos o nos hab¨ªamos muerto? Luego, poco a poco fuimos bajando todos, por la misma rampa, hacia el mismo suelo. Y despu¨¦s de un silencio largo, empez¨® el aplauso sigiloso y sostenido. Un aplauso jubiloso y triste a la vez. Lleno de l¨¢stima y repugnancia, y hasta de cierta fe. Un aplauso que en la ¨²ltima estrella del firmamento debi¨® de o¨ªrse. Scotti, que nos hab¨ªa convocado all¨ª, nos dio las gracias. Por una noche fuimos sus cobayas: un pu?ado de v¨ªctimas de Auschwitz que, hac¨ªa setenta a?os, se hab¨ªan librado del Holocausto nazi. Pero seis millones se hab¨ªan evaporado, y ellos eran nuestro p¨²blico: nos contemplaban.
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