El Califato y la Inquisici¨®n
Obama se equivoca al remitir las ejecuciones islamistas a las hogueras del Santo Oficio; las llamas quemaban brujas en muchas ciudades europeas. Espa?a, por falta de autoestima, ha interiorizado la leyenda negra
Fue una comparaci¨®n poco afortunada por parte de Obama. Y es que realmente no es posible remitir las ejecuciones del Califato, la imagen del desdichado piloto jordano en llamas, a las hogueras de la Inquisici¨®n espa?ola. Y no porque esas hogueras no hayan existido sino porque, exactamente igual que en Valladolid o Sevilla, otras hogueras iluminaban las plazas p¨²blicas de cualquier ciudad alemana, francesa, italiana o inglesa, o de cualquier otro rinc¨®n de Europa. Ciudad o simple comunidad rural, como suced¨ªa ¡ªespecialmente en Inglaterra¡ª con las brujas. Si Obama, hubiera le¨ªdo, por ejemplo, Opus Nigrum,posiblemente la mejor novela de Marguerite Yourcenar, se hubiera hecho una idea de lo que era moneda corriente en las ciudades alemanas con una poblaci¨®n enfrentada por motivos religiosos. O en la Francia de la Ilustraci¨®n, donde se pod¨ªa acabar en la hoguera rodeado de p¨²blico y de balcones atestados, por el mero hecho de ser sorprendido llevando un libro prohibido. Algo que sab¨ªan de sobra un Voltaire ¡ªpor lo que evitaba vivir en Francia¡ª o un Rousseau, consciente ¨¦ste, por otra parte, de que su Ginebra natal no era un lugar mucho m¨¢s seguro. All¨ª precisamente ardi¨® Miguel Servet, en Ginebra y no en Espa?a, su pa¨ªs de origen. Como Savonarola o Giordano Bruno en Italia; algo que le podr¨ªa haber sucedido tambi¨¦n a Dante de no haber puesto tierra de por medio respecto a su Florencia natal. No, las hogueras no fueron precisamente una peculiaridad espa?ola. Para el caso, mucho m¨¢s acertado hubiera estado Obama al relacionar la muerte del piloto jordano con los linchamientos por motivos raciales propios de su pa¨ªs, algo mucho m¨¢s pr¨®ximo as¨ª en el tiempo como en el espacio, y a los que Hollywood ha popularizado en diversas pel¨ªculas.
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Claro que la idea de que la Inquisici¨®n y sus hogueras eran una caracter¨ªstica poco menos que exclusiva de Espa?a no corresponde a una impresi¨®n personal de Obama, sino a una creencia ampliamente extendida por el mundo entero. Y lo que es peor: al hablar del mundo entero hay que incluir a Espa?a, es decir, a los espa?oles, que en su gran mayor¨ªa dan por buena dicha exclusividad. S¨ª, la dan por buena pese a los esfuerzos de numerosos historiadores tanto nacionales como extranjeros ¡ªespecialmente, ingleses y franceses¡ª que, desde diversos puntos de vista, se han esforzado en disipar el equ¨ªvoco. Esto es: si se tiene tan claro todo lo que se refiere a la actividad de la Inquisici¨®n espa?ola es por su car¨¢cter impecablemente burocr¨¢tico, puesto que cuando se quemaba o descuartizaba a alguien, todo quedaba registrado, documentado, tanto el dato en s¨ª como las razones que lo suscitaron. Una burocracia inexistente en otros lugares, donde el resplandor de las hogueras ca¨ªa de inmediato en el olvido.
En Espa?a, en cambio, ese rigor burocr¨¢tico se extend¨ªa a todos los ¨®rdenes de la vida, desde la meticulosidad con que, al recoger los ocho apellidos de cada ciudadano se garantizaba el que una parte de la poblaci¨®n pudiese alardear de su pureza de sangre, al sinn¨²mero de datos concretos relativos a la expansi¨®n de los virreinatos americanos recogidos en el Archivo de Indias, sin equivalente en la expansi¨®n colonial de otros pa¨ªses. Y uno de sus aspectos principales era el referido al funcionamiento de la Justicia. Col¨®n, sin ir m¨¢s lejos, tuvo problemas por haber esclavizado a los habitantes del Nuevo Mundo. O el caso de Elcano, que tambi¨¦n tuvo sus problemas debido a que el peso de las especias que trajo consigo al completar la vuelta al mundo no se correspond¨ªa con el inicialmente declarado; la cuesti¨®n s¨®lo qued¨® zanjada al caer en la cuenta de que tal p¨¦rdida de peso era debida a que dichas especias se hab¨ªan secado en el curso del viaje.
Servet ardi¨® en Ginebra, Savonarola o Bruno en Italia; y Dante tuvo que huir de Florencia
Las leyendas negras son as¨ª: se destacan los aspectos m¨¢s negativos de una realidad determinada, ajena a la propia, mientras se pasa por alto los positivos ¡ªsi es que los hay¡ª y, sobre todo, se silencia en lo posible el hecho de que tales aspectos negativos se dan asimismo en la realidad a la que uno pertenece. Vamos, pura propaganda. Y es que toda leyenda negra es fundamentalmente eso: propaganda. Propaganda contra todo pa¨ªs que amenaza con alcanzar una posici¨®n hegem¨®nica. De ah¨ª que, en el caso de Espa?a, el principal objetivo fueran sus mejores representantes de tal tendencia hegem¨®nica, reyes como Isabel y Fernando, como Felipe II. Toda una revisi¨®n de la Historia a posteriori. Porque en tiempos de Felipe II, por ejemplo, cuando era esposo de Catalina Tudor, la imagen que de los espa?oles se ten¨ªa en Inglaterra era la de gente seria, austera y reservada, en consonancia con su afici¨®n a vestir de negro. Una imagen que contrastaba con la propia, un pueblo m¨¢s bien dado a la improvisaci¨®n y la buena vida.
Ahora bien: lo peor de las leyendas negras no es que se conviertan en poco menos que en art¨ªculo de fe ampliamente extendido, sino que sus v¨ªctimas, es decir, el pueblo directamente afectado, terminen interioriz¨¢ndola, d¨¢ndola por buena, lo que les sit¨²a en un plano inferior al de la realidad circundante. Ni m¨¢s ni menos que lo que le sucedi¨® a Espa?a a lo largo de unos doscientos a?os, al entrar en una fase de depresi¨®n colectiva tras la p¨¦rdida de toda influencia en la Europa de finales del XVII, postraci¨®n moral de la que s¨®lo empez¨® a salir a finales del XIX, con la Generaci¨®n del 98. Perduraron ¡ªy a¨²n perduran¡ª eso s¨ª, algunos t¨®picos y prejuicios, como el hecho de que en ocasiones se siga dando por bueno ante el turista, el extranjero, que somos un pueblo m¨¢s dado a la fiesta y a la siesta que al pensamiento, al simple hecho de pensar.
No hay pa¨ªs que no cargue con un t¨®pico a ojos de sus vecinos: los ingleses y la hipocres¨ªa, los franceses por jactanciosos, los alemanes por su cabeza cuadrada, los italianos por fantasiosos, y as¨ª siguiendo. T¨®picos anodinos en la medida en que no han sido interiorizados, aceptados como rasgo caracter¨ªstico por los pueblos a los que les son atribuidos. Pero la falta de autoestima propia de Espa?a facilita el que aqu¨ª, en cambio ¡ªcon ayuda de determinados productos cinematogr¨¢ficos y televisivos¡ª sean aceptados sin rechistar por una buena parte de la poblaci¨®n. Una actitud muy propia de un pa¨ªs que pasa con la mayor soltura del ¡°?Espa?a no hay m¨¢s que una!¡± ¡ªen especial cuando se gana alg¨²n encuentro internacional de f¨²tbol¡ª al ¡°Este pa¨ªs no tiene remedio¡±, ante alg¨²n tipo de contrariedad, sea individual o colectiva. Una bipolaridad que pasa del triunfalismo al derrotismo sin transici¨®n alguna y que conduce, por ejemplo, a hacer extensiva la propia ignorancia ¡ªen todas partes hay gente ignorante¡ª a la comunidad, al pa¨ªs entero, convirti¨¦ndola en un rasgo distintivo nacional.
Pondr¨¦ dos ejemplos. El del jardinero de un hotel en animada ch¨¢chara con un joven matrimonio alem¨¢n que se expresaba en un perfecto espa?ol, al que se dirig¨ªa comi¨¦ndose de vez en cuando las palabras y utilizando los verbos en infinitivo, como si el extranjero fuera ¨¦l; a unos metros, los hijos del matrimonio, jugando animadamente. ¡°?Qu¨¦ ni?os tan inteligentes!¡±, dijo el jardinero, ¡°tan peque?os y ya hablan alem¨¢n¡±.
Cuando se abrasaba o descuartizaba a alguien, todo quedaba registrado y documentado
El otro se refiere a las aceras de Madrid, perfecto ejemplo de la dejadez e improvisaci¨®n que, a consecuencia de esa autoconvicci¨®n a la que acabo de referirme, es para muchos uno de nuestros principales rasgos distintivos. Se trata de unas aceras tan caras y pretenciosas en su dise?o como mal acabadas y peor mantenidas. En ninguna otra ciudad del mundo me he encontrado de bruces en el suelo ¡ªafortunadamente sin mayores consecuencias¡ª por no andar mirando d¨®nde pon¨ªa los pies, atento a las irregularidades y trampas del pavimento.
El caso es que si por una parte resulta irritante comprobar que en el ancho mundo siguen a¨²n vigentes algunos de los t¨®picos establecidos sobre Espa?a, no menos irritante resulta comprobar que, interiorizado el t¨®pico, la realidad cotidiana espa?ola siga en parte asumi¨¦ndolo como propio. Ante tal panorama, lo mejor es tomar distancias. Cuanto m¨¢s lejos, menos importancia le damos a todo eso. Recuerdo el sosiego con que, en el curso de un viaje, mientras desayunaba tranquilamente en Macasar, la capital de Isla C¨¦lebes, recib¨ª una llamada telef¨®nica en la que, entre otras cosas, se me puso al corriente de alg¨²n embrollo de la pol¨ªtica espa?ola. Todo lo ve¨ªa objetivado, integrado en los avatares del ancho mundo; mi realidad inmediata era otra. S¨ª, tomar distancias como remedio. Y ese factor irritativo que resulta de la proximidad se esfuma. Por suerte. Vamos, o por desgracia.
Luis Goytisolo es escritor
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