Carcajadas
No hay que confundir las instituciones del Estado con las personas concretas que en un momento determinado las representan
Si la democracia de un pa¨ªs tiene las ra¨ªces bien arraigadas puede soportar que el jefe de Estado sea un fr¨ªvolo; que el presidente del Gobierno sea un inane; que el Parlamento est¨¦ lleno de golfos; que algunos jueces del Tribunal Supremo sean manipulables; que un capit¨¢n general personalmente sea, tal vez, un cobarde, e incluso que un papa no crea en Dios. No hay que confundir las instituciones del Estado con las personas concretas que en un momento determinado las representan, una equivocaci¨®n peligrosa que se produce a menudo entre los arribistas ambiciosos.
El Estado con sus tres patas, el poder ejecutivo, el legislativo y el judicial, junto con el brazo articulado del Ej¨¦rcito, las garras de la banca y la gran chepa espiritual de la Iglesia, forman el Leviat¨¢n, un drag¨®n que expulsa una nube de azufre por sus fauces para sulfatar a cuantos se le acercan con la intenci¨®n de derribarlo. Los servidores de este drag¨®n normalmente ejercen el poder a trav¨¦s de ornamentos, uniformes, adornos y atributos. Un rey es ese se?or que est¨¢ debajo de una corona; un papa es el que hay entre las sagradas pantuflas bordadas y la mitra; un magistrado es el que palpita en el interior de la toga; un diputado es un ser que tiene un esca?o de cuero rojo pegado a los ri?ones; un militar son sus medallas; un presidente del Gobierno es ese individuo de paisano cuyo poder viene determinado por la cantidad de guardaespaldas que necesita para demostrarse que manda. Todo poder es un simulacro, pero el Leviat¨¢n es algo muy serio, a ese drag¨®n solo se le puede derribar a ca?onazos, salvo que sus servidores sean tan fr¨ªvolos, ineptos y corruptos que los ca?ones sean sustituidos por las carcajadas, como est¨¢ sucediendo en este pa¨ªs, donde ya no es el cabreo sino la risa general la que puede hacer saltar por los aires el sistema democr¨¢tico.
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