Un dinosaurio al borde del abismo
Los microrrelatos son eso, una pastilla de miel y lim¨®n para chupar aplicadamente cuando te raspa un poco la garganta
Preparando el otro d¨ªa una clase de literatura me vino a la cabeza el conocid¨ªsimo microcuento de Augusto Monterroso titulado El dinosaurio: ¡°Cuando despert¨®, el dinosaurio todav¨ªa estaba all¨ª¡±. Siete palabras. Si piensas, como yo, que la literatura te puede salvar la vida, entonces estar¨¢s de acuerdo en que los microrrelatos son como ese peque?o comprimido de paracetamol que llevas en el bolsillo por si un d¨ªa te duele la cabeza. Es decir, las grandes obras tipo Guerra y paz, Lolita, En busca del tiempo perdido y dem¨¢s novelones monumentales ser¨ªan operaciones a coraz¨®n abierto, pongamos. O un doble trasplante de h¨ªgado y ri?¨®n. Pero los microrrelatos son eso, una aspirina, un omeprazol, una pastilla de miel y lim¨®n para chupar aplicadamente cuando te raspa un poco la garganta.
El mundo hispano es muy aficionado a los microrrelatos (espero que no sea por pereza lectora) y de hecho en Espa?a tenemos el cuento m¨¢s breve posible, ya que s¨®lo consta de una palabra. Es del escritor leon¨¦s Juan Pedro Aparicio, se titula Luis XIV y dice as¨ª: ¡°Yo¡±. S¨ª, en efecto, lo admito, este minitexto es m¨¢s una ocurrencia ingenios¨ªsima, un brillante e inteligente chiste que un relato, porque para que la narraci¨®n exista de verdad ha de contar algo que transcurre en el tiempo, ha de tener una trastienda, una acci¨®n que podemos intuir o imaginar. Pero, con todo, ese Luis XIV-Yo de Aparicio sigue siendo citado en las antolog¨ªas como el micro m¨¢s microsc¨®pico del mundo y desde luego consigue caracterizar a un personaje y una ¨¦poca en un prodigioso rel¨¢mpago expresivo que tan s¨®lo utiliza dos letras.
Para que un microrrelato funcione, ha de rozar una frontera esencial
El dinosaurio de Monterroso s¨ª tiene todos los ingredientes de un relato y adem¨¢s est¨¢ lleno de recovecos y de ecos. Podemos intuir una infinidad de explicaciones para esas siete palabras, un estruendo de significados y met¨¢foras. Es tan amplia y tan compleja la ventana que abre en la realidad que, de hecho, la gente altera sin querer el cuento en su cabeza y lo cita mal. En su peque?o y delicioso libro de ensayos titulado La vaca (Alfaguara), el propio Augusto Monterroso cuenta que tanto Vargas Llosa como Carlos Fuentes mencionaron su microrrelato en sendos art¨ªculos y lo hicieron de manera err¨®nea. Vargas lo convirti¨® en ¡°Cuando despert¨®, el unicornio todav¨ªa estaba all¨ª¡±, mientras que Fuentes transmut¨® el dinosaurio en cocodrilo. Una se siente tentada de hacer psicologismo barato y ponerse a elucubrar sobre las razones inconscientes del cambio, sobre por qu¨¦ la imaginaci¨®n de Vargas vio unicornios maravillosos e inexistentes mientras que Fuentes percibi¨® cocodrilos aterradores y muy reales, pero dejar¨¦ la cosa aqu¨ª y tan s¨®lo resaltar¨¦ una vez m¨¢s la poca fiabilidad de nuestra memoria, capaz de olvidar y manipular y reescribir a su antojo siete malditas palabras.
Hay otro famoso microrrelato a¨²n m¨¢s breve que el de Monterroso y tremendamente conmovedor. Ha sido generalmente atribuido a Hemingway, pero por lo visto no es suyo, sino que se trata de uno de esos relatos colectivos, hijos de muchos padres, que van dando tumbos durante a?os de boca en boca, refin¨¢ndose cada d¨ªa un poco m¨¢s. El cuento tiene seis palabras y dice as¨ª: ¡°Vendo zapatos de beb¨¦, sin usar¡± (For sale: baby shoes, never worn). He aqu¨ª de nuevo una historia que se puede completar imaginariamente de muchas maneras. Para que un microrrelato funcione, ha de rozar una frontera esencial. La frontera del dolor y de la muerte, como en el caso de los zapatos infantiles; el conf¨ªn de los miedos m¨¢s profundos, desde los terrores infantiles hasta la locura, en el caso de Monterroso. ?Te atreves a jugar a encontrar esa fisura, te atreves a inventar tu microtexto? Con un m¨¢ximo, pongamos, de doscientas palabras. Escribo aqu¨ª uno m¨ªo apresurado. Se titula Alf¨¦izar: ¡°Objetos dejados por el suicida: unas gafas, un DNI, un libro con el pico de una p¨¢gina doblado¡±.
Pero escribiendo este art¨ªculo me ha sucedido algo m¨¢s estremecedor que cualquier cuento. Mi enga?osa memoria, tan infiel como la de todos, recordaba el relato atribu¨ªdo a Hemingway con el anuncio de una cuna, no de unos zapatos de beb¨¦. Como no me fio nada de m¨ª misma, google¨¦ ¡°vendo cuna de beb¨¦ sin usar¡± para comprobar si la cita era correcta. Y entonces, para mi horror, mi pantalla se llen¨® de anuncios verdaderos, de ofertas de cunas de beb¨¦ ominosamente nuevas, de historias no contadas que pueden ser banales pero tambi¨¦n tr¨¢gicas. Vivimos en el borde de un abismo y el arte nos permite poner fr¨¢giles pretiles ante la nada.
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