Par¨¢bola de la corrupci¨®n
Al principio de la d¨¦cada de los 90 pudimos creer que Juan Guerra, Rold¨¢n o Filesa eran casos aislados. Pero cada vez est¨¢ m¨¢s claro que es un rasgo del sistema: B¨¢rcenas, G¨¹rtel, la P¨²nica, los ERE andaluces, miles de encausados
Los espa?oles est¨¢n indignados con la corrupci¨®n. Y no les faltan motivos. Al principio, en los primeros a?os noventa, con Juan Guerra, Rold¨¢n o Filesa, pudimos creer que eran casos aislados, que solo afectaban a un partido que hab¨ªa acumulado demasiado poder y durante demasiado tiempo. Pero, lamentablemente, cada vez est¨¢ m¨¢s claro que es un rasgo del sistema: B¨¢rcenas, G¨¹rtel, la P¨²nica, los ERE andaluces, cientos, miles de encausados. Y no se libra ning¨²n partido, instituci¨®n ni c¨ªrculo, desde el PP al PSOE o a CiU, desde la CEOE hasta las federaciones deportivas. Lo raro es que no hayan saltado a¨²n esc¨¢ndalos notables en torno al PNV o Bildu; quiz¨¢s all¨ª domine la omert¨¤ y alg¨²n d¨ªa los conoceremos.
Como culpable, tendemos a apuntar al ¡°sistema¡±, pensando solo en el pol¨ªtico. Pero el econ¨®mico o la jerarqu¨ªa social tampoco parecen regirse por principios meritocr¨¢ticos ni por c¨¢lculos de coste/beneficio, sino por criterios de tipo clientelar, familista, tribal. Ser¨¢ la heredada aversi¨®n mediterr¨¢nea al individuo independiente. Claro que en todas partes cuecen habas, pero en otros sitios est¨¢ peor visto; hay unas normas morales interiorizadas y un sistema judicial eficaz, que no perdonan a quienes juegan sucio, a quienes distorsionan las leyes del mercado o a quienes se apropian del dinero p¨²blico.
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Abrumado por estas preocupaciones, di el otro d¨ªa un imaginario paseo por el campo. Me hallaba de repente en un paraje desconocido y vi una sima abierta bajo mis pies. Era un agujero oscuro, pavoroso, maloliente. Me asom¨¦, con tiento. Hab¨ªa unos escalones descendentes. Baj¨¦ el primero.
Era un espacio iluminado a¨²n tibiamente, con un olor suave, adornado incluso con algunas flores. Un letrero dec¨ªa: ¡°Corporativismo¡±. La gente parec¨ªa feliz. Jugaban a las cartas, se hac¨ªan bromas. Entre mesa y mesa, eso s¨ª, se dirig¨ªan miradas esquivas y pullas malvadas; muchas, lo reconozco, graciosas. Me di cuenta de que era el ¨²nico que deambulaba entre las mesas y que les molestaba. En varias de ellas me ofrecieron sentarme. Opt¨¦ al fin por una. Fui muy bien acogido, me invitaron a todo, me dirigieron frases halag¨¹e?as, hicieron que me sintiera en casa. En la mesa que hab¨ªa escogido, sin pensarlo mucho, hab¨ªa un letrero que dec¨ªa ¡°historiadores¡±, dentro de una zona m¨¢s amplia en la que se le¨ªa: ¡°Espa?oles¡±. Pero lo que all¨ª ocurr¨ªa era parecido a cualquier otra mesa. Hab¨ªa otros rincones, comentaron, y otras cuevas, donde la gente andaba m¨¢s suelta; pero eran sitios dominados por el estr¨¦s, el aburrimiento, la soledad; la tasa de suicidios era muy alta; y cuando quer¨ªan divertirse, me dijeron, entre gui?os de ojo y codazos intencionados, se ven¨ªan a nuestro rinc¨®n; por algo ser¨ªa. Me sent¨ª c¨®modo. Era por fin alguien respetable, no un desclasado. Pertenec¨ªa a una familia, hac¨ªa cosas bien vistas. No solo bien vistas, sino obligatorias. Quienes no las hac¨ªan eran tipos raros, de poco fiar, que segu¨ªan pase¨¢ndose, sin amigos, entre las mesas.
Dispuesto a hacer carrera, se me ocurri¨® fundar el partido ¡°Todo por los nuestros¡±
Etiquetado ya, me enviaron, como primera misi¨®n, al mundo exterior, a un comit¨¦ internacional que repart¨ªa becas. Estudi¨¦ las solicitudes que pusieron sobre mi mesa y tuve, al fin, que optar entre un candidato espa?ol y uno, digamos, dan¨¦s o australiano. O entre un historiador y un soci¨®logo o un economista. Algo me dec¨ªa que ten¨ªa que votar al espa?ol, al historiador. Pero el dan¨¦s, el soci¨®logo, era bueno, me hizo dudar. Sin embargo, qu¨¦ pensar¨ªan de m¨ª al volver, en mi mesa, si votaba al otro. No me lo perdonar¨ªan. Qu¨¦ tonter¨ªa era esa de que, a m¨ª, el soci¨®logo dan¨¦s me hab¨ªa parecido m¨¢s s¨®lido, mejor fundamentado; como si no supi¨¦ramos de sobra que ellos jam¨¢s apoyar¨ªan a uno nuestro, por bueno que fuera; pues menudos son los daneses, menudos los soci¨®logos, ?es que soy tonto? Empezaba a sentirme fatal. Si hac¨ªa caso a mi conciencia, acabar¨ªa tildado de traidor, engre¨ªdo, caballo salvaje, alguien capaz de hacer faenas a los suyos a cambio de irse poniendo medallas de pureza ¨¦tica. Se me caer¨ªa la cara de verg¨¹enza. Tendr¨ªa que replantear mi vida, pedir perd¨®n, fustigarme en p¨²blico. O aceptar la condici¨®n de ap¨¢trida.
Pas¨¦ la prueba. Me cost¨®, pero vot¨¦ al nuestro, fui fiel a quienes me nombraron. En casa me recibieron en triunfo y olvid¨¦ el mal trago. Se me abri¨® as¨ª la posibilidad de descender otro pelda?o. En el suelo pon¨ªa: ¡°Clientelismo¡±. El aire comenzaba a enrarecerse. Un tipo, mal encarado, estaba soltando un discurso a un grupo: ¡°Yo os he apoyado, consegu¨ª la beca para el de nuestra ¨¢rea, para el de nuestro pueblo. He demostrado que s¨¦ defender a la comunidad. A cambio, solo pido que me elij¨¢is de nuevo. Es lo m¨ªnimo que deber¨ªa esperar de vosotros, un poco de gratitud. Propongo que formalicemos nuestra relaci¨®n, que hagamos un pacto que nos conviene a ambos: yo siempre apoyar¨¦ a nuestra gente y vosotros me votar¨¦is siempre a m¨ª. Pero siempre, ?eh?, que quede claro, vitalicio¡±. Empec¨¦ a verlo claro.
Dispuesto a hacer carrera, y olvidada cualquier pretensi¨®n de independencia, se me ocurri¨® la gran idea de fundar un partido que se llam¨® Todo por los Nuestros (los topos, nos apodaron; ingenio barato). O sea, como CiU o el PNV en sus territorios, o el PSOE en Andaluc¨ªa o el PP en el conjunto de Espa?a; lo que los mexicanos, con inventiva sin par, llamaron Partido Revolucionario Institucional. Eso nos aseguraba mantenernos en el poder sine die, dije a mis seguidores. Los problemas de financiaci¨®n los resolvimos con peque?as comisiones ¡ªpara la causa, claro¡ª por cada gesti¨®n exitosa.
Eso s¨ª, el pa¨ªs sigue hecho un desastre. Pero es que no aprenden. No hay quien les enderece
Ya lanzado, descend¨ª hasta el final. ¡°Corrupci¨®n¡±, dec¨ªa el cartel. Era un ambiente duro, maloliente. Brillaban las navajas en la oscuridad. Los guardaespaldas apenas ocultaban sus pistolas. Corr¨ªan maletines con fajos de billetes. Me puse en mi papel y plante¨¦ mis exigencias. No es que me gustara, pero lo hac¨ªan todos, y no s¨¦ por qu¨¦ iba a ser yo menos que nadie, por qu¨¦ iba a ser el ¨²nico tonto. Les dije: ¡°Cada vez que os consiga algo, que logre que se apruebe una resoluci¨®n que os favorezca, me dais a m¨ª un tanto, adem¨¢s de lo del partido. Discretamente, claro. Ya abrir¨¦ yo, para ese dinerito, una cuenta en Suiza, o en alg¨²n otro para¨ªso opaco, y as¨ª me cubro el ri?¨®n para cuando lleguen las vacas flacas. Que nunca se sabe. Y, tras todo lo que he hecho por vosotros, me tengo merecida una vejez tranquila. ?O no? Incluso, si no es demasiado pedir, podr¨ªais pensar en ponerme alg¨²n busto, alguna placa, en un lugar visible de nuestro rinc¨®n. Que no se olvide todo lo que he hecho por ¨¦l¡±.
Y as¨ª culmin¨¦ mi carrera de gran hombre. Eso s¨ª, el pa¨ªs sigue hecho un desastre. Pero es que no aprenden. No hay quien les enderece. Si me hubieran dejado a m¨ª todo el poder, en lugar de orquestar aquella malintencionada campa?a que amarg¨® mis ¨²ltimos d¨ªas¡
Jos¨¦ ?lvarez Junco es historiador.
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