El arte de mirar abajo
El telef¨¦rico que conecta las ciudades bolivianas de La Paz y El Alto es el medio de transporte ideal para descubrir rincones que hasta hace poco pasaban inadvertidos
El telef¨¦rico que conecta las ciudades bolivianas de La Paz y El Alto es el medio de transporte ideal para descubrir rincones que hasta hace poco pasaban inadvertidos.
En estos tiempos de revoluci¨®n tecnol¨®gica y distracci¨®n permanente, mirar abajo se ha convertido en un acto casi reflejo: miramos abajo a cada rato con cierta ansiedad para que el tel¨¦fono nos cuente las ¨²ltimas noticias, para sumergirnos en la realidad virtual de nuestros amigos o para mandar a alguien la fotograf¨ªa de lo que hemos comido. A menudo, lo hacemos tambi¨¦n para abstraernos y, rara vez, para intentar descubrir el mundo. En el nuevo telef¨¦rico, que funciona como un enorme cord¨®n umbilical entre las ciudades bolivianas de La Paz y El Alto, sin embargo, mirar abajo se ha convertido en una pr¨¢ctica que fomenta la curiosidad y nos reconcilia con el entorno y sus personajes.
Desde las cabinas rojas, verdes y amarillas de este singular medio de transporte inaugurado en mayo de 2014 y por el que han pasado alrededor de 20 millones de usuarios ¨Cel equivalente a una megapoblaci¨®n como S?o Paulo¨C, las terrazas ya no se ven como un refugio ¨ªntimo para colgar la ropa mojada; y algunas publicidades pintadas a mano se adue?an de los tejados, es decir, se aprovechan del p¨²blico variopinto que cruza de un lugar a otro por los aires para evitar los embotellamientos de las avenidas troncales. A Jos¨¦ Alejandro Monje, un publicista de 27 a?os, le fascinan las intervenciones que tambi¨¦n se extienden en algunos de los techos que se observan desde las alturas. Sobre todo, ¡°dos helados gigantes¡± que alguien ha dibujado para que formen parte del paisaje urbano. Corre el rumor de que un grupo de maleantes se aprovech¨® del funicular para investigar c¨®mo desvalijar mansiones de lujo. Y entre una estaci¨®n y otra, las casas humildes de las laderas ¨Cde color ladrillo y conectadas entre s¨ª por cientos de gradas¨C desaf¨ªan a la gravedad y producen v¨¦rtigo. Tambi¨¦n un campo de f¨²tbol, que se extiende sobre un pa?uelo de tierra rodeado de un peque?o abismo que traga pelotas en cuanto se escapan.
Gracias al telef¨¦rico ¨Co por su culpa¨C, algunos de los rincones m¨¢s rec¨®nditos de La Paz se han vuelto visibles: los refugios de los alcoh¨®licos en bosquecillos que huelen a eucalipto, algunas instalaciones militares en las que decenas de uniformados de cabello cort¨ªsimo hacen flexiones desde temprano o las caba?as de los areneros que ara?an su materia prima a uno de los r¨ªos de la ciudad, en mitad de un terreno bald¨ªo (lejos de las garras de la selva de cemento y de los grandes edificios de tonos plomizos).
Y uno de estos lugares que hasta hace poco pasaban inadvertidos amenaza con convertirse en m¨ªtico. Se trata de un pliegue rocoso en el que qued¨® atrapado un coche que se embarranc¨® lleno de gente. Cecilia Villavicencio, una secretaria de 38 a?os, cuenta que algunos de los pasajeros con los que a veces conversa en el telef¨¦rico todav¨ªa recuerdan ¡°c¨®mo vol¨® el carro y c¨®mo el chofer qued¨® aplastado¡±. Un polic¨ªa me coment¨® recientemente que el auto se hab¨ªa salido de la calzada ¡°por exceso de velocidad¡±, que sacaron los cad¨¢veres con una gr¨²a y un canastillo y que parec¨ªan sardinas en lata cuando los recuperaron. A veces, algunos curiosos se fijan en la grieta maldita durante unos segundos con la frente arrugada y los brazos r¨ªgidos, como si el barranco tambi¨¦n les fuera a abducir a ellos. Y luego dejan de mirar hacia el infinito y vuelven a concentrarse en sus tel¨¦fonos inteligentes con pantallitas brillantes.
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