La importancia de llamarse Ernesto
Recuerdo un consejo que me daban, cuando a¨²n era muy peque?o, con motivo de mis frecuentes visitas a mi abuelo: ¡°Preg¨²ntale por el huerto¡±
1?Uno de los primeros relatos que escrib¨ª se llamaba Tortellini que bajan y bajan por la garganta. Hablaba de un anciano, Ernesto, que durante un almuerzo dominical estaba a punto de asfixiarse por culpa de unos tortellini, o de uno en concreto, y de su hijo, que le practicaba la maniobra de Heimlich, y del bolo que sal¨ªa disparado de la garganta, y de todos los dem¨¢s (la nuera, los nietos), que, despu¨¦s de aquellos segundos de exaltaci¨®n, volv¨ªan a sentarse a la mesa para seguir comiendo, ya m¨¢s tranquilos. El cuento ten¨ªa un tono grotesco y se deleitaba sutilmente en la descripci¨®n de las arcadas, de la piel ajada de las mejillas te?ida de un violeta cian¨®tico y de la reticencia enfermiza que se impone en determinadas familias.
Durante a?os, despu¨¦s de aquel relato, trabaj¨¦ en otra historia. Escrib¨ª las primeras 50 p¨¢ginas y luego la abandon¨¦. El protagonista era un anciano, Ernesto, que una ma?ana de invierno sal¨ªa de casa en pijama y zapatillas y se iba al cuartel de los carabinieri enarbolando una bolsa de medicamentos. Una vez sentado delante del suboficial de servicio, presentaba una denuncia contra su hijo por intento de homicidio, acus¨¢ndolo de haberlo envenenado con aquellos f¨¢rmacos. El carabiniere analizaba perplejo las cajas (paracetamol, un antiinflamatorio, vitamina D, omeprazol, una pomada, probablemente para las hemorroides¡) y acababa pidiendo a un subordinado que acompa?ara a su casa a aquel exc¨¦ntrico se?or.
Tambi¨¦n en la ¨²ltima novela que he publicado aparece un viejo. En el primer borrador le dedicaba cuatro p¨¢ginas consecutivas, pero al revisar tuve el valor de reducirlas a unas pocas l¨ªneas, un par de frases lapidarias en las que el viejo aparece descrito como un ser ¡°mezquino¡± y ¡°col¨¦rico¡±, y en las que se narra su muerte atroz. El anciano de la novela no tiene nombre. En las primeras versiones, sin embargo, se llamaba Ernesto.
2?Mi abuelo Ernesto viv¨ªa en una casa pintada de verde claro, con un revoque tosco, una casa que ya no existe. Cuenta la leyenda que la construy¨® ¨¦l solo; nunca he llegado a saber con certeza si es verdad, pero la idea de haber tenido un progenitor capaz de levantar un chalet de dos pisos con sus propias manos ha pesado mucho sobre mi incapacidad para los trabajos manuales, y sigue pesando. Al lado de la casa hab¨ªa un huerto, pero no era un huertecillo cualquiera, sino un huerto de verdad, con varias hileras de todas las variedades comestibles, delimitado por arbustos de grosellas, moras y frambuesas, y por nudosas ramas de kiwis. Si de repente me pongo a pensar en Ernesto, siempre lo recuerdo all¨ª. Es s¨¢bado por la ma?ana, entrada la primavera, y estoy echado en el balanc¨ªn desfondado del patio. A trav¨¦s de una cortina de hiedra oscura observo al abuelo, que vaga infeliz por su parcela. Lo sigo con la mirada. Cuando, dentro de poco, se acerque con la cestilla de mimbre para ordenarme que recoja las grosellas que crecen junto al cercado (el cercado que separa el huerto de la explanada de los vecinos, donde viven cuatro perros rabiosos y de donde te asalta a vaharadas un olor repugnante a orines), cuando se acerque el abuelo, me har¨¦ el dormido.
Paolo Giordano
Tur¨ªn, 1982. Tiene un doctorado en F¨ªsica Te¨®rica, pero hoy se dedica solo a escribir. Es autor de tres novelas: La soledad de los n¨²meros primos (Salamandra, 2009), El cuerpo humano (2013) y Como de la familia (2015).
Recuerdo un consejo que me daban, cuando a¨²n era muy peque?o, con motivo de mis frecuentes visitas a Ernesto: ¡°Preg¨²ntale por el huerto¡±, me dec¨ªan. Y yo, obediente, preguntaba, de modo que luego ten¨ªa que escuchar la relaci¨®n de las desgracias sufridas por las zanahorias, el apio y las berenjenas. Nunca sal¨ªa nada a derechas. Las cat¨¢strofes se ensa?aban con aquel terru?o igual que las plagas con Egipto, como si hubiera un grave asunto pendiente entre Ernesto y el Alt¨ªsimo. Adem¨¢s, el abuelo rechazaba con desd¨¦n todas las t¨¦cnicas agr¨ªcolas con las que yo, mientras tanto, iba familiariz¨¢ndome gracias al libro de texto de naturales: rotaci¨®n de los cultivos, barbecho, fertilizaci¨®n. Pretend¨ªa que la tierra le diera lo que ¨¦l quer¨ªa a base de maltratarla. Y la tierra, por supuesto, lo castigaba.
Sent¨ªa predilecci¨®n por el monocultivo. Un a?o dedic¨® m¨¢s de la mitad del terreno a las calabazas, simplemente porque agarraban bien. Salieron a decenas, y cada una pesaba varios kilos. Como el c¨®digo del abuelo prohib¨ªa no s¨®lo vender nada, sino tambi¨¦n regalarlo, nos encontramos con el congelador a rebosar de calabaza en rodajas. Y como otro c¨®digo igual de f¨¦rreo imped¨ªa a mi padre desembarazarse subrepticiamente de todas aquellas hortalizas y verduras, y lo obligaba, en cambio, a consumirlas de la primera a la ¨²ltima, aquel a?o comimos decenas de calabazas. Crema de calabaza, calabaza en juliana, pasta y risotto con calabaza, calabaza hervida, frita y asada¡ Un d¨ªa, Ernesto lleg¨® a ensalzar la calidad de un-buen-zumo-de-calabaza-sin-az¨²car-a?adido: fui el ¨²nico que lo prob¨®, sencillamente porque era el m¨¢s manipulable y el m¨¢s inconsciente. No volver¨ªa a hacerlo.
Tambi¨¦n hubo un A?o de las Jud¨ªas Verdes (bueno, en realidad m¨¢s de uno), jud¨ªas que llegaban a casa en bolsas y m¨¢s bolsas, como una especie de amenaza. No s¨¦ si ya entonces llegu¨¦ a establecer una conexi¨®n entre aquellas cargas invasoras y las historias seg¨²n las cuales, cuando mis padres eran novios, Ernesto se impon¨ªa como una tercera presencia en sus citas y los observaba de brazos cruzados desde el asiento de atr¨¢s; no s¨¦ si llegu¨¦ a vincular las jud¨ªas verdes, y la tristeza con la que las limpi¨¢bamos mi madre y yo, con las discusiones que se organizaban en casa tras su llegada, y que luego se prolongaban y se prolongaban y se prolongaban¡ como si las jud¨ªas albergaran un par¨¢sito de la discordia desconocido para la bot¨¢nica, min¨²sculo y feroz.
En el A?o de las Patatas, el cerezo majestuoso que, seg¨²n se cre¨ªa, conmemoraba el nacimiento de mi padre acab¨® serrado por la base en cuesti¨®n de una noche porque daba demasiada sombra. En el A?o de la Menestra, alguien desenchuf¨® el congelador sin querer. Nos dimos cuenta al cabo de varios d¨ªas. Recuerdo la par¨¢lisis, la sensaci¨®n de terror y el frenes¨ª; la cadena humana para deshacernos de las bolsas acuosas y reblandecidas, como si estuvi¨¦ramos limpiando la escena del crimen m¨¢s atroz.
3?En el A?o de los Tomates, mi abuelo ech¨® de casa a la mujer con la que podr¨ªa haber compartido la soledad que lo invalidaba. Se llamaba In¨¦s, ten¨ªa una malformaci¨®n en el ¨ªndice de la mano derecha, la ¨²ltima falange doblada sobre s¨ª misma, quiz¨¢ por una u?a encarnada mal curada, y con aquel dedo retorcido daba golpecitos en el borde de las cartas de la baraja. Ernesto la hab¨ªa acogido con la intenci¨®n de convertirla en su compa?era, y tal vez exist¨ªa un acuerdo expl¨ªcito en ese sentido, pero el plan no funcion¨®. Los separaba alguna diferencia en la elaboraci¨®n de la salsa de tomate. Pronto acabaron durmiendo en habitaciones diferentes, discut¨ªan cada vez con m¨¢s frecuencia y, en un par de ocasiones, llegaron a las manos. Ernesto descargaba su rabia en nosotros, sobre todo en m¨ª, porque por las tardes yo era el ¨²nico que estaba en casa y me tocaba escuchar sus resentimientos vegetales. Desparramaba bolsas de p¨¢lidos corazones de buey encima de la mesa de la cocina y despotricaba de In¨¦s, la llamaba ¡°bestia miserable¡± y ¡°bruja¡±, la acusaba de sabotear la cosecha y se convenc¨ªa de que hab¨ªan sido mis padres, en una extra?a conjura, los que la hab¨ªan metido en casa.
En aquella ¨¦poca fue cuando cog¨ª la costumbre de no abrirle la puerta. En la pantalla del interfono vislumbraba las manchas de la vejez en su cr¨¢neo y aquellos ojos cerrados (los cerraba con frecuencia, al hablar, al comer, era su forma de concentrarse). Me quedaba mirando la imagen azulada hasta que desaparec¨ªa. Ernesto llamaba al timbre una segunda vez y luego una tercera, m¨¢s prolongada. Por un instante parec¨ªa perdido, miraba alrededor como si fuera a encontrarme en mitad de la calle y al final se marchaba, maldiciendo, con las bolsas de tomates colgadas de las manos y cada vez m¨¢s pesadas. Que fuera viejo y viudo no me despertaba mucha compasi¨®n.
4?Me arrepiento un poco de mi dureza de entonces, pero s¨®lo de forma abstracta. La verdad es que no lo quer¨ªa; y ¨¦l, por su parte, tampoco parec¨ªa querer a nadie. Puedo afirmar, al contrario, y sin que me tiemble la mano lo m¨¢s m¨ªnimo, que lo detestaba. Sin embargo, aqu¨ª estoy, 15 a?os despu¨¦s de su muerte, escribiendo otra vez sobre ¨¦l. Ernesto se atraganta con los tortellini, Ernesto nos denuncia a los carabinieri, Ernesto sierra el ilustre cerezo en plena noche, Ernesto ataca a los gatos con un tirachinas, grita ¡°?bestia!¡± y ¡°?bruja!¡±, requisa el bal¨®n de los ni?os del parvulario¡ ?Ernesto! ?Ernesto! ?Ernesto! A todos mis personajes les gustar¨ªa llamarse como ¨¦l. Tal vez, me digo, su fantasma no se desvanecer¨¢ hasta que acabe de contarlo todo; hasta entonces no me dejar¨¢ libre para imaginar otras cosas.
Pero a¨²n no ha llegado ese momento. Y no est¨¢ claro que vaya a funcionar. Mientras tanto, Ernesto idea nuevas estrategias para seguir a mi lado.
En verano, desde hace alg¨²n tiempo, me ocupo de un huertecito. No soy un gran campesino (transcurridos los primeros d¨ªas de fervor, dejo que las malas hierbas se propaguen y que las jud¨ªas verdes se marchiten sin recoger), pero s¨ª un campesino apasionado. Desde que tengo el huerto, discuto m¨¢s a menudo con mi mujer. El a?o pasado no quer¨ªa que secara todos los tomates recolectados. Lo hice de todos modos, y en invierno le prohib¨ª regalar ni un solo tarro. Me dio por abrir uno cada fin de semana, pescar los tomates de la salsa y probarlos haciendo alarde de placer. Un d¨ªa los tarros desaparecieron del s¨®tano. Interrogu¨¦ a mi mujer, estaba consternado. Me cont¨® que se hab¨ªa formado un moho blancuzco justo debajo de las tapas y que no estaba dispuesta a dejarme morir intoxicado por un Clostridium botulinum para satisfacer una obsesi¨®n. Tardamos bastantes d¨ªas en olvidar la bronca que se desencaden¨®. Una voz insistente me apuntaba: ¡°Lo ha hecho aposta, ha tirado los tarros aposta, est¨¢ claro¡±. Y aquella voz ¨Cs¨ª, aquella voz¨C la conoc¨ªa. No era la m¨ªa.
elpaissemanal@elpais.es
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