Mi prenda favorita
La ropa acumula recuerdos. A veces, pasa a formar parte de nuestra biograf¨ªa
Ang Lee conmocion¨® a medio mundo, hace 10 a?os, con la escena de Brokeback Mountain en la que Ennis (Heath Ledger) abraza sollozando un par de camisas superpuestas en un mismo colgador, la suya y la de su fallecido amigo Jack (Jake Gyllenhaal), a quien hab¨ªa negado la idea de vivir juntos y gozar abiertamente del amor mutuo que ambos sent¨ªan. A partir de este momento, los protagonistas de la pel¨ªcula ya no son los dos guapos, rudos y sensibles actores masculinos, sino esas dos camisas que se encadenar¨¢n de un armario a otro para presidir la melanc¨®lica escena final. Nunca, hasta entonces, una pieza textil hab¨ªa contenido y generado tanta emoci¨®n, m¨¢s all¨¢ de las innumerables y ap¨®crifas santas faces y sudarios repartidos por catedrales y santuarios de la tierra.
Y es que las prendas que llevamos dicen mucho de nosotros y acumulan recuerdos y sensaciones, aunque a veces no seamos al cien por cien conscientes de ello. Constantemente establecemos di¨¢logos o mon¨®logos callados con piezas y complementos de nuestro ropero, por m¨¢s modesto que sea, y estos, a su vez, interact¨²an y establecen otros di¨¢logos con la gente que nos rodea o nos observa, y lo hacen incluso cuando no est¨¢n en escena y permanecen pasivos en sus respectivos estantes, perchas y armarios. En Como un torrente (Some Came Running, 1958), de Vincente Minnelli, un director exquisito para el cual la indumentaria era algo esencial en sus pel¨ªculas, el inseparable bolso de Shirley MacLaine es el alter ego del personaje que encarna: su retrato psicol¨®gico. Un perrito de peluche que apenas contiene en su interior un pintalabios y un poco de r¨ªmel, con pr¨¢cticos espejos en el reverso de las orejas ca¨ªdas, pero que nos dice mucho del verdadero encanto de quien lo usa con una naturalidad asombrosa: la ingenuidad, el candor y hasta su infantilismo, que ser¨¢n los que realmente acabar¨¢n por seducir al culto escritor que interpreta Frank Sinatra.
Gilda nunca hubiera sido Gilda sin su traje negro de sat¨¦n y sus guantes a juego. Pero Rita Hayworth tambi¨¦n lleva otros vestidos en el m¨ªtico filme; sin embargo, el ¨²nico que permanece en el imaginario colectivo es ese negro que ni tan siquiera pertenece a la escena en la que canta la famosa Amado m¨ªo, sino en la de la descarada Put the Blame on Mame. Melod¨ªas aparte, ese vestido negro es m¨¢s acertado que el resto y encaja a la perfecci¨®n con la figura y la belleza de Rita Cansino, le quita chabacaner¨ªa y le da mucho porte, hasta m¨¢s del que ella ten¨ªa, por eso ha quedado como su pieza ic¨®nica, indisociable a su nombre.
Las prendas que llevamos recogen sensaciones, aunque no seamos conscientes
Igual que los dos vestidos m¨¢s famosos de Hubert de Givenchy dise?ados para Audrey Hepburn: el de princesa cenicienta en Sabrina y, cinco a?os m¨¢s tarde, el de chica buscavidas de lujo en Desayuno con diamantes (Breakfast at Tiffany¡¯s). Es ese enganche perfecto entre el objeto y el sujeto, el contenedor y el contenido, lo ¨²til y lo simb¨®lico, lo que hace que una camisa o una simple camiseta, un vestido, un abrigo, un bolso o unos zapatos adquieran personalidad humana y trasciendan lo inerte y vac¨ªo para entrar en el mundo de lo sublime. El cine est¨¢ lleno de esos momentos que tambi¨¦n, por suerte, se dan de forma constante en la realidad y en peque?a escala. Es por ello que a menudo nos apegamos a prendas y complementos que convertimos en iconos de nuestra personalidad y que guardamos como fetiches incluso cuando pasan a estar obsoletos en nuestro armario, para ocupar simplemente un espacio y nada m¨¢s.
?Pero por qu¨¦ convertimos esos objetos y prendas en algo sacro? Pues seguramente porque nos dan confianza, buen rollo, euforia¡ y nos sentimos bien teni¨¦ndolos cerca o puestos y porque notamos que nos transforman. Esa pieza de vestir en la que vamos muy c¨®modos y todo el mundo nos dice, cuando nos ve con ella, que nos sienta bien y, seguramente, nos sienta bien porque nos sentimos c¨®modos con ella y por eso la sabemos llevar con naturalidad, que es una de las m¨¢ximas de la elegancia sobria y discreta, que es la mejor de todas o, mejor dicho, su propia esencia.
Por norma general, esas prendas suelen ser las de marca y las caras, pues lo son, porque adem¨¢s de ser un objeto de lujo, se han estudiado y confeccionado m¨¢s a conciencia que el resto de productos comerciales a gran escala, y se han pensado para durar, aun en los casos que deb¨ªan de servir para una sola ocasi¨®n. Sucede lo mismo con las piezas vintage a las que adem¨¢s el tiempo les ha otorgado una p¨¢tina, por norma general, favorecedora. Pero una pieza low cost tambi¨¦n puede alcanzar perfectamente ese peque?o Olimpo de lo especial, aunque resulte m¨¢s dif¨ªcil por estar masificada. Cada uno se construye un universo personal, incluso sin querer, y en el que hasta el desali?o tiene cabida y consecuencias.
El tiempo, sin embargo, juega siempre en contra nuestra, y el cuerpo cambia de forma paulatina y radical con el paso de los a?os, y lo que sentaba de maravilla llega un momento en que ya no cabe y de nada sirve intentar ensancharlo y destrozar su armon¨ªa formal. Tambi¨¦n la ropa se mancha y estropea con el uso en un proceso de destrucci¨®n anunciada. Adem¨¢s, la moda, mal¨¦fica aliada del tiempo, se ocupa de convertir en anacr¨®nico lo que ella misma produjo euf¨®ricamente ayer, en aras de la industria y el comercio, que son su gasolina para poder subsistir, temporada tras temporada, de forma c¨ªclica e infinita. Y lo que en un momento nos hab¨ªa otorgado confianza y seguridad, en otro nos desestabiliza por culpa del entorno.
A lo largo de una vida los humanos nos ponemos y quitamos una infinidad apabullante de prendas que acumulamos mientras nos son de utilidad. Una vez dejan de serlo, nos desprendemos de ellas. Algunas veces se dan a alguien pr¨®ximo para que pueda aprovecharlas, pero la mayor¨ªa va para C¨¢ritas, la parroquia o los contenedores de ropa, en el mejor de los casos, cuando no se echa directamente a la basura. Pero siempre queda algo que guardamos y nos da pena fulminar porque nos recuerda alg¨²n momento de felicidad y bienestar propios, una pieza anhelada y que en el momento de su compra fue cara, o no lo fue pero la lucimos con gracia y sigue gust¨¢ndonos, o porque representa el recuerdo de un ser querido. Y ese variado poso es el que pasar¨¢ de mano en mano, de armario a armario, hasta que, si tiene suerte y suficiente entidad, acabe entrando a la larga en un museo o colecci¨®n particular, aun a pesar de haber perdido, seguramente, la calidad de amuleto personal. El paso del tiempo tambi¨¦n vac¨ªa de contenido muchas cosas, pero siempre queda algo y las piezas que se han conservado acaban adquiriendo una calidad m¨¢s abstracta y suspendida, que evidencia la forma y empa?a el sentimiento, justo como cuando fueron creadas, antes de pertenecer a nadie.
Contaba un d¨ªa Hubert de Givenchy, en la intimidad de su palacio parisiense junto a su compa?ero Philippe Venet, que ¨¦l se emocionaba ante unos metros de tela desplegada ¨Cquiz¨¢s un buen terciopelo o un crep¨¦ liso, as¨ª sin m¨¢s¨C, y es que, para conmoverse con un tejido sin forma, se necesita sensibilidad y educaci¨®n. Y no todo el mundo tiene acceso a ese tipo de sentimientos. Por tradici¨®n y cultura, este ha sido un ¨¢mbito acotado a las mujeres, los comerciantes y los modistos, y tambi¨¦n, claro est¨¢, a los fabricantes y te¨®ricos textiles. La lana, la seda, el lino o el algod¨®n en todo su esplendor primigenio. Es otro tipo de emoci¨®n m¨¢s abstracta y sensitiva que tambi¨¦n proporciona el textil, en la que no hay el valor a?adido del recuerdo o la vanidad. Un goce en estado puro, discreto y sereno, estrictamente t¨¢ctil y visual, en el que las palabras ya carecen de sentido.
Josep Casamartina i Parassols es escritor, cr¨ªtico e historiador del arte.
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