Diario de un cubano (VI): El banco de la nostalgia
¡°No hay ¨¢rbol recio ni consistente
sino aquel que el viento azota con frecuencia¡±
Seneca
Amanec¨ª derrumbado por la nostalgia. Transit¨¦ la avenida hacia un lado y hacia otro con aspecto fantasmal, quer¨ªa que el tiempo pasara r¨¢pido. Pero eso no suele pasar: el tiempo pasa a la velocidad que quiere, y ya hab¨ªan pasado muchos d¨ªas sin saber de mi familia.
Hasta entonces hab¨ªa probado muchos ant¨ªdotos para no sentirme as¨ª: dej¨¦ de preguntarme mi raz¨®n de estar, intent¨¦ apretar mi cabeza contra la almohada para no imaginar las consecuencias de un futuro incierto... Pero hoy creo que la m¨¢s efectivo fue negarme a no pertenecer¡Con estos cuestionamientos llegu¨¦ a la tarde del segundo d¨ªa. Desde que sal¨ª de mi patria no hab¨ªa podido comunicarme con ning¨²n familiar cercano, la realidad dictaba una pauta dorada: ya no es la voluntad lo que te transforma, ahora es el dinero el que hace que sean posibles tus deseos.
Busqu¨¦ en mi cartera algunas monedas, muy pocas por cierto. Las puse sobre la mesita de noche y con premeditaci¨®n saqu¨¦ escrupulosamente la cuenta de la diferencia horaria. Quiz¨¢s, me dije, a esta hora est¨¦n almorzando todos juntos en torno a la mesa. A lo mejor mi madre ha cocido un rico guiso.
Como si de una cita se tratara, me alist¨¦ para pedirle a mi amigo que me ense?ara un lugar para poder llamar. Solamente la proposici¨®n lo puso en alerta de c¨®mo me sent¨ªa; ya ¨¦l hab¨ªa pasado por eso y extra?amente hab¨ªa desarrollado una resistencia a la nostalgia, la cual yo no alcanzaba a comprender.
En vez de tomar camino al lugar donde llamar¨ªamos mi amigo se desvi¨® de la ruta, me llev¨® hasta una parada de la guagua y me dijo: "?Mira, Ernesto!", se?alando un banco despintado en medio de la avenida. "Ese banco que ves aqu¨ª lo llamo el banco de la nostalgia, cuando me siento desesperado vengo y me siento, echo las manos a la cabeza y empiezo a llorar; y las guaguas siguen pasando, la vida sigue pasando¡". Sus ojos se humedecieron.Me dio un abrazo y me dijo que sab¨ªa c¨®mo me sent¨ªa. Que, con el tiempo, los que emigramos creamos una alianza con el infortunio, que aprendemos a vivir con el hecho de no ser de ninguno de los dos lados y que la hora de entenderlo no estaba muy lejos.
Minutos despu¨¦s lleg¨¢bamos a un mostrador. Del otro lado, un hombre moreno de mediana edad hablaba, parec¨ªa que estaba contrariado, pero despu¨¦s comprend¨ª que algunos idiomas tienen entonaciones tan vibrantes que al o¨ªdo latino pudieran parecer otra cosa.
Con rostro amable, el recepcionista, en un espa?ol limitado, nos invit¨® a esperar en una peque?a sala contigua justo frente a una decena de cabinas de las que se dejaba escuchar una mixtura asonante de idiomas que juntos formaban un clamor.Eran personas que ten¨ªan un prop¨®sito similar al m¨ªo, una especie de catarsis que promet¨ªa hacer llevadera la soledad, un conjuro contra el desaz¨®n de estar lejos y una introspecci¨®n hacia los sue?os que te trajeron aqu¨ª.
Cuando me toc¨® el turno, abr¨ª cuidadosamente la puerta; un sonido met¨¢lico escapo, era el roce con el suelo. En el interior, un tel¨¦fono verde y azul encima de un peque?o mostrador que pod¨ªa servir de improvisado escritorio, una banqueta de madera y un peque?o ventilador que, m¨¢s que aire, su prop¨®sito era disipar el calor.
Ya me hab¨ªan explicado que n¨²meros marcar, pero no s¨¦ si era la confusi¨®n, que no logr¨¦ teclear correctamente ni la primera, ni la segunda, ni la tercera¡ El timbre se hac¨ªa cada vez m¨¢s largo, una voz femenina pero grave me comunicaba que nadie contestaba.Mi vista qued¨® mirando a un punto fijo, como queriendo abrir un agujero que me llevara hasta all¨ª.
La cuarta vez me cercior¨¦ de marcar correctamente. En el cuarto tono, una voz de hombre respondi¨®: era mi padre. Me quede imp¨¢vido, solo alcance a decir, en un hilo de voz: "Papi, soy yo". La alegr¨ªa en ¨¦l era tal, que se escuchaba c¨®mo gritaba llamando a todos: "?Any, corre, es el ni?o!". ?Era tan v¨ªvido! Estaban todos frente al tel¨¦fono, ellos trasmit¨ªan con su voz alegr¨ªa pero, en cambio, yo no les correspond¨ª. En su lugar, un hilo fino de l¨¢grimas surcaba mi cara, aunque me esforzaba para que mi voz llegara a parecer tan alegre como las de ellos.
Primero habl¨® mi pap¨¢, me pregunt¨® por la salud, por el viaje, quer¨ªan saber c¨®mo era esto aqu¨ª. Yo a duras penas pude explicarle. Luego mi madre, siempre tan preocupada por la salud, cont¨¢ndome de los vecinos y el ¨²ltimo chisme del barrio. Despu¨¦s mi esposa, dici¨¦ndome cu¨¢nto me extra?aba, cu¨¢nto me amaba, cu¨¢nto de mi hab¨ªa quedado all¨ª, cu¨¢nto crec¨ªa mi hijo.Sent¨ª que hab¨ªa dejado un vac¨ªo entre ellos, que mi espectro vagaba entre aquellas paredes y que su alegr¨ªa era tan falsa como la m¨ªa. Alcanzamos el punto del llanto, acompasamos los suspiros del no tenernos.
El tiempo me dio justamente para decirle que mi prop¨®sito hab¨ªa sido cumplido, que las medicinas de mi hijo estaban cruzando el Atl¨¢ntico, que llegar¨ªan en el momento justo. Quiz¨¢s fue en ese instante cuando entend¨ª que el precio del bienestar de ellos era mi ausencia.
La llamada se cort¨® bruscamente, hab¨ªa expirado el tiempo comprado. Como en la vida, los seres humanos le hemos dado la potestad al dinero de usurpar nuestra prerrogativa de decidir, fue as¨ª que no pude despedirme.Igual que el tono de interrupci¨®n, as¨ª me quede, con todas las palabras por decir, con el deseo de convertirme en un impulso el¨¦ctrico y llegar hasta ellos. Se me entrecortaba el llanto por la imposibilidad de decirles lo que sent¨ªa.
Abr¨ª la puerta con una mezcla de furia y desconsuelo. Me sent¨ªa vencido, me di cruce con una se?ora algo mayor, no conoc¨ª nunca su nombre. Ella me mir¨®, puso su mano sobre mi hombro y me pregunt¨®: "?Es tu primera llamada? Yo le respond¨ª que s¨ª, y ella solo me dijo: "Te entiendo, no queda otra que ser fuerte, aprender¨¢s que no hay m¨¢s alternativa que ser fuerte".
Entradas anteriores del diario de Ernesto G. Mach¨ªn:
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