Diario de un cubano (VII): El dif¨ªcil arte de aceptar
"?Creo que ya tengo un trabajo para ti!" Con esa noticia lleg¨® Pedro a la casa aquel d¨ªa. Reci¨¦n me hab¨ªa mudado a un pueblo m¨¢s c¨¦ntrico con el prop¨®sito de encontrar la forma de ganarme la vida; pens¨¦ que quiz¨¢s el hecho de estar ocupado aliviar¨ªa el estado de ingravidez mental que sent¨ªa al estar a expensas de otros.
Prosigui¨® pausadamente: "El problema es que trabajar¨ªas durante las noches". Nunca hab¨ªa trabajado a deshoras, pero tampoco estaba para escoger y es que el hecho de llegar ilegalmente limita por completo el privilegio de elecci¨®n.Se impon¨ªa el hecho de sobrevivir, aceptar cualquier cosa, evitar el no, convertir el desconcierto en alivio.
"V¨ªstete que iremos a una entrevista", me dijo. Fue as¨ª como Pedro, el viejo y yo partimos hacia calle abajo hasta llegar a un edificio cuya puerta principal estaba completamente enrejada.El chirriar de las verjas dej¨® al descubierto un local con moderada elegancia. Hab¨ªa dispuestos tres bur¨®s, aunque solo uno estaba ocupado. Sali¨® a recibirnos un hombre relativamente joven, corpulento, casi herc¨²leo, muy bien enchaquetado y con porte se?orial.
Despu¨¦s de las presentaciones, el se?or se reclin¨® en su silla con aires de superioridad y empez¨® a explicar la importancia de hacer un trabajo bien hecho. Pregunt¨® por la experiencia previa en trabajos de vigilancia, formul¨® un par de promesas vagas y seguidas y, sin mediar remordimientos, le dijo al viejo que no pod¨ªa darle trabajo a una gente tan mayor.
El viejo se encogi¨® de hombros aceptando, tal vez, la evidencia del paso de los a?os. Sus ojos trasmit¨ªan la ofensa con la que quiz¨¢s no respondi¨®, balbuce¨® un par de palabras como rumeando cualquier improperio que quiso decir y por respeto no dir¨ªa. Eran las primeras sentencias de una realidad que aparta a miles de persona de sus sue?os, que los anula por su edad, en medio de un mundo regido por el dinero.
El ambiente se torn¨® hostil, pero el entrevistador prosigui¨® explic¨¢ndome con frialdad los procedimientos ama?ados con los que trabajaba. Me dijo que de ahora en adelante me llamar¨ªa Angel Rodr¨ªguez y que si todo sal¨ªa bien no tendr¨ªa que preocuparme pues lo ¨²nico que ten¨ªa que hacer era caminar alrededor de unos edificios familiares y dar las buenas noches a todos los que pasaban la verja.
"Angel Rodr¨ªguez¡ ??c¨®mo usar un nombre diferente?!" pens¨¦ en silencio. Mi interlocutor se percat¨® de mi reticencia, se ech¨® una media sonrisa y me dijo: "No hay nada que temer por usar un nombre diferente al tuyo. ?Sabes cuantos tengo en esta empresa? M¨¢s de 20..." Aquello sonaba de uso tan com¨²n que me qued¨¦ desconcertado, Pedro interrumpi¨® con un chiste: "Pues yo me llamo Alberto, as¨ª que no te preocupes, aqu¨ª las cosas son as¨ª".
Antes de dar por finalizada la entrevista, el se?or me pregunt¨® extra?ado sino le iba a preguntar por cu¨¢nto iba a ganar.Me encog¨ª de hombros, no me salieron palabras. "Bueno¡ -me dijo-, te voy a dar un consejo para que te sirva para toda la vida: estas en el capitalismo, siempre que aceptes un trabajo debes preguntar cu¨¢nto te van a pagar y cu¨¢ndo".
M¨¢s all¨¢ de las palabras de Don Alfredo, aunque no s¨¦ si ese era su verdadero nombre, entend¨ª que aunque no hubiera alternativas lo importante aqu¨ª era no dar a entender el desconcierto que provoca empezar de cero.Todo al final se hac¨ªa por dinero, a los sue?os y anhelos les hab¨ªan puesto un precio, al menos para aquellos que eran materiales. Al fin y al cabo, hab¨ªa venido desde tan lejos a ponerle precio a mi tiempo, a mi nostalgia y a mi ausencia; hab¨ªa llegado hasta aqu¨ª para intercambiarme por objetos.Ya no se trataba de una medicina, ya era una cuesti¨®n, primero, de sobrevivir; despu¨¦s, se transformar¨ªa en la obsesi¨®n constante de cumplir ilusiones inexistentes de prosperidad.
De regreso a casa mir¨¦ al viejo. Estaba callado, impotente; sent¨ªa que su tiempo hab¨ªa pasado, que los a?os no te hac¨ªan m¨¢s sabios, que la sociedad lo exclu¨ªa y que su lugar aqu¨ª ser¨ªa m¨¢s duro. Trat¨¦ de consolarlo, le tir¨¦ el brazo por arriba, disimul¨¦ ponerme en su lugar, pero no encontr¨¦ palabras; tambi¨¦n ¨¦l necesitaba sobrevivir.
En cambio, Pedro permanec¨ªa impasible. Ya sab¨ªa que pasar¨ªa, aceptaba el hecho de que las reglas del juego eran as¨ª, el tiempo hab¨ªa curtido su tolerancia y daba un nuevo significado a lo injusto, pero en compensaci¨®n a ello su voluntad no se doblegaba, la esperanza en las pr¨®ximas oportunidades fueron el mejor de los consejos.
En un segundo repas¨¦ lo aprendido: no tirar la toalla, nunca dejar de perseverar, buscar siempre una soluci¨®n, aceptar la derrota, confiar en que hay nuevas oportunidades para vencer, re¨ªr cuando se quiere llorar, ponerle deseos cuando quieres desmayar, ser precavido a la hora de gritar las verdades, defender tu tiempo y tu val¨ªa si es posible. Pero cu¨¢ndo, cuando defendemos lo justo, ?cu¨¢ndo decir basta? Me qued¨¦ con esa ¨²ltima duda hasta hoy...
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