Jaque a la Lima ¡®subte¡¯
El Jir¨®n Quilca, un oasis libresco en el centro de la capital peruana, ha sido borrado de un plumazo
En los noventa, el centro de Lima pod¨ªa ser todo menos el centro de algo. Se parec¨ªa m¨¢s a un extrarradio desconcertante al que acud¨ªamos a menudo porque solo hab¨ªa dos formas de ser joven en esa ciudad: marchando contra el r¨¦gimen de Fujimori o buscando la literatura y la vida en los libros y en las calles donde se vend¨ªan. La mejor siempre era el Jir¨®n Quilca, esa v¨ªa fundada por el conquistador Francisco Pizarro cuyo nombre de origen quechua significa ¡°escritura¡±. Entre una infinitud de cosas sin sentido, ten¨ªa mucho sentido que se llamase as¨ª la calle que m¨¢s libreros ten¨ªa por metro cuadrado. Esas tres cuadras de locales colmados de novedades, libros de viejo, ediciones pirata, revistas de segunda mano, joyas inencontrables y manuscritos reaparecidos fueron parte de la educaci¨®n sentimental de varias generaciones de lime?os. Y junto a bares como el Queirolo, o espacios de agitaci¨®n cultural como El Averno y un pu?ado de tiendas musicales donde muchos compramos nuestros primeros casetes recopilatorios, han sido el epicentro, en las ¨²ltimas tres d¨¦cadas, de la movida underground o simplemente subte, en el lenguaje que us¨¢bamos en ese entonces. Resistencia verbal y barricadas en los peores a?os de nuestra historia com¨²n.
Una historia de Quilca dice que antes de que pudi¨¦ramos descargarnos y compartir m¨²sica y leer libros en el iPad, ese era el lugar en el que las cosas se volv¨ªan accesibles. Donde intercambi¨¢bamos informaci¨®n poderosamente emocional que todav¨ªa inclu¨ªa el contacto humano. Algunos aprendimos a leer en Quilca, a escuchar buena m¨²sica, a sentir el punk, a recitar poes¨ªa. Entonces Quilca no solo era, en palabras del periodista Ra¨²l Mendoza, ¡°la librer¨ªa m¨¢s grande del Per¨²¡±, sino tambi¨¦n ese espacio imposible en el que pod¨ªan conjugarse revoluci¨®n y sordidez.
Otra historia de Quilca habla de una v¨ªa siempre marcada por la falta de voluntad de las autoridades para integrar esos metros de asfalto a la din¨¢mica de la ciudad, para aprovechar su existencia y convertirla en uno de los ejes de la vida cultural del centro. No era una empresa sencilla: la gente de Quilca ha rehuido durante a?os la oficialidad y ha defendido una identidad exc¨¦ntrica, exiliada de la norma, maldita.
En consecuencia, ese oasis libresco ha sido ahora borrado de un plumazo cuando hace unas semanas el propietario del espacio que albergaba el Boulevard de la Cultura, quiz¨¢ la feria de libros m¨¢s emblem¨¢tica del Jir¨®n, consigui¨® desalojar definitivamente a los libreros para que pueda erigirse un centro comercial. Es como si en Madrid se desalojara la Cuesta de Moyano para hacer un Primark (m¨¢s).
Una tercera historia de Quilca nos llevar¨ªa al pasado. Ubicada en un eje privilegiado del damero central de la ciudad, casi al lado del lugar donde funcionaba el c¨¦lebre caf¨¦ afrancesado llamado Palais Concert ¨Cotro basti¨®n cultural que fuera en los a?os veinte del siglo XX avispero de escritores e intelectuales como C¨¦sar Vallejo, Jos¨¦ Carlos Mari¨¢tegui o el escritor costumbrista Abraham Valdelomar (el de la c¨¦lebre frase: ¡°El Per¨² es Lima, Lima es el Jir¨®n de la Uni¨®n, el Jir¨®n de la Uni¨®n es el Palais Concert y el Palais Concert soy yo¡±)¨C, Quilca era el reverso tenebroso de las letras. Hoy, siguiendo esta misma l¨®gica de exterminio cultural, se levanta un Ripley, El Corte Ingl¨¦s local.
?Qui¨¦n est¨¢ detr¨¢s de la expulsi¨®n de los libreros de Quilca? Nada menos que el Arzobispado de Lima, el ala ultraconservadora de la Iglesia cat¨®lica en la capital peruana, con su prelado Juan Luis Cipriani a la cabeza, un se?or que dijo que los derechos humanos eran una ¡°cojudez¡± (l¨¦ase ¡°gilipollez¡±), que llama a la polic¨ªa cada vez que una pareja gay se atreve a besarse frente a su iglesia y que ha sido recientemente denunciado por plagiar para sus art¨ªculos textos de, entre otros, Benedicto XVI.
Cuando yo ten¨ªa 19 a?os, Quilca quedaba lejos de mi casa, pero nunca estuve m¨¢s cerca de mi vida que cuando merodeaba por ah¨ª. Es probable que muchos j¨®venes escritores, m¨²sicos, poetas, artistas que anduvieron y desanduvieron sus calles en esos a?os, o en estos, podr¨ªan decir que el Per¨² es Quilca y Quilca somos todos. Pero eso no le importa ni a Dios.
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