El ¡®jockey¡¯ vien¨¦s y el sargento prusiano
DE vez en cuando hay que darse una tregua y d¨¢rsela a los lectores, y a m¨ª suelen proporcion¨¢rmelas los viajes. Puede que la ¨²ltima fuera mi relato de una frustrada visita a la casa natal de Goethe en Fr¨¢ncfort, o acaso mis desventuras con los sistemas de grifos en los hoteles modernos. Ahora me ha tocado volver a Londres, y a diferencia de la anterior ocasi¨®n, hace ya casi tres a?os, en Heathrow no me sustrajeron nada. Debo decir que la columna que escrib¨ª entonces (¡°Ladrones en Heathrow¡±) tuvo una r¨¢pida respuesta de las autoridades del aeropuerto. Se justificaron con ¡°las reglas¡± (ese c¨®modo comod¨ªn para todo), se disculparon y, al cabo de un tiempo, me devolvieron algunos de los objetos requisados por un celoso miembro de la seguridad: mi peque?o despertador Dalvey y una calculadora que no era la m¨ªa y que adem¨¢s estaba hecha un asco. Del cargador del m¨®vil, ni rastro, y menos a¨²n del botecito de agua oxigenada que el funcionario olisque¨® insistentemente sin ¨¦xito (¡°No huele¡±, dijo, y eso le pareci¨® a¨²n m¨¢s sospechoso). Pero algo fue algo y agradec¨ª el tes¨®n y el esfuerzo. No me imagino a Barajas rastreando semejantes menudencias entre todo lo confiscado a los pasajeros, facinerosos por definici¨®n y principio.
Esta vez mi estancia no tuvo tregua, as¨ª que no me qued¨® tiempo libre. Tan s¨®lo veinte minutos un d¨ªa: ten¨ªa que ir a una librer¨ªa a firmar ejemplares, y me di tanta prisa en despacharlos que me encontr¨¦ con ese regalo hasta la siguiente tarea. Quiso el azar que la librer¨ªa estuviese en Cecil Court, callej¨®n peatonal del que he hablado en varias oportunidades (¡°Cuento de Cecil Court¡±, ¡°La bailarina reacia¡±, ¡°Cuento de Carolina y Mendon?a¡±, para quienes tengan curiosidad o memoria). Como quiz¨¢ recuerden los lectores m¨¢s pacientes con mis tonter¨ªas, en una diminuta tienda de all¨ª, Sullivan, he ido adquiriendo algunas antiguas figuras de peque?o tama?o: primero un se?or¨ªn con bast¨®n y bigotillo, luego la bailarina que lo acompa?aba y que me dio rid¨ªcula mala conciencia haber dejado atr¨¢s en el establecimiento; por ¨²ltimo, hace cuatro a?os, en marfil, el personaje de Dickens Mr Jingle (¡°El conveniente regreso de Mr Jingle¡±). Preve¨ªa yo entonces que, siendo ¨¦ste un brib¨®n y un seductor simp¨¢tico, con numerosas conquistas en Espa?a seg¨²n cuenta ¨¦l mismo en Los papeles de Pickwick, traer¨ªa alguna tensi¨®n a la pareja formada por Carolina y Mendon?a, lo cual no me parec¨ªa mal para dar algo de aliciente a su silenciosa y est¨¢tica existencia en mi casa. Pero la verdad es que Jingle, nacido de la pluma de su autor hace ya ciento ochenta a?os, se ha comportado de manera harto pasiva, en consonancia con su edad provecta. As¨ª que aprovech¨¦ aquellos veinte minutos para asomarme a Sullivan y echar un vistazo veloz. Y hubo dos figuras que me hicieron la suficiente gracia. Una de bronce policromado, vienesa de principios del XX, representa a un jockey extra?o, porque, aunque su atuendo no deja lugar a dudas (chaleco a rayas rojas y amarillas, mangas negras, gorra negra y roja, como las botas altas, y ajustados pantalones de color canela), no est¨¢ montado, sino graciosa e indolentemente apoyado en una valla que es parte de la pieza. Sostiene en las manos un l¨¢tigo, m¨¢s que una fusta, y la verdad es que su postura y su cara (boca de pi?¨®n, ojos so?adores, nariz fina y estrecha) lo hacen abiertamente afeminado, como se dec¨ªa antes y supongo que ahora est¨¢ prohibido, como casi todo. Sin que esto signifique otra cosa que una interpretaci¨®n subjetiva, creo que ese jockey es un gay amanerado (lo cual s¨®lo quiere decir que hay muchos gays que no lo son en absoluto). La otra figura que me llam¨® la atenci¨®n no pod¨ªa ofrecer mayor contraste: asimismo de bronce, pero sin colores, fabricada a mediados del XIX seg¨²n el dependiente, yo dir¨ªa que es un sargento prusiano, por el uniforme y el gorro; pero podr¨ªa ser franc¨¦s, por las largas patillas que casi se le unen con el bigot¨®n poblado, por la nariz aguile?a y la expresi¨®n muy severa, casi de permanente enfado. Lo curioso es que tiene una mano apoyada en el brazo contrario ¨Ccomo si lo tuviera herido¨C y no lleva ning¨²n arma. La nuca se la cubre un pelo bastante largo recogido al final como coleta. Un tipo fiero en conjunto.
Los de Sullivan, que supieron de mis anteriores columnas, tuvieron la gentileza de ofrecerme un buen descuento, as¨ª que me llev¨¦ las dos sin pens¨¢rmelo mucho. Y aqu¨ª est¨¢n ahora, sin que haya decidido a¨²n junto a qui¨¦n colocarlas ni qu¨¦ nombres darles. Esta apacible convivencia necesita un poco de conflicto, y ya que Mr Jingle est¨¢ anciano, espero que el sargento arme bulla con sus patillas pendencieras: que se burle del se?or¨ªn con su bastoncillo y su aire de petimetre; que azuce al veterano seductor dickensiano; que husmee el atractivo escote de la bailarina y provoque la reacci¨®n de los otros en su defensa; y en cuanto al compa?ero que ha venido con ¨¦l, el jinete amanerado, conf¨ªo en que su postura y sus delicados rasgos lo irriten sobremanera. Claro que las apariencias enga?an, y qui¨¦n sabe si el sargento de aspecto recio y aguerrido no acabar¨¢ por fijarse en el jockey m¨¢s que en Carolina, y si no habr¨¦ aportado a mi grupo una pareja de hecho que se querr¨¢n con locura el uno al otro. De ser as¨ª, no habr¨¢ bronca ni conflicto. A menos que el anticuado Mr Jingle, con sus ciento ochenta a?os, los observe con censura y desagrado, poco acostumbrado en su ¨¦poca a las efusiones entre miembros del mismo sexo. Pero siempre fue un hombre tan jovial y desenfadado que no lo creo capaz de homofobia. Para eso hay que ser antip¨¢tico, y ¨¦l era la simpat¨ªa perpetua. Vuelvan a Pickwick, si no me creen.
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