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Fukushima, vidas contaminadas

javier tles
Daniel Verd¨²

LAS flores preferidas del se?or Kanakura son los ran¨²nculos persas, una especie de tulip¨¢n capaz de crecer en la mayor¨ªa de suelos a bajas temperaturas. En Namie, un pueblo de la costa noreste de Jap¨®n, el invierno engulle cada a?o a la primavera y la floraci¨®n puede complicarse. Toyotaka Kanakura, un hombre de 65 a?os muy cuidadoso con su trabajo, ten¨ªa aqu¨ª la mejor florister¨ªa antes del 11 de marzo de 2011. Ese d¨ªa terminaba de decorar la ceremonia de graduaci¨®n del instituto y com¨ªa unas bolas de arroz antes de volver a su tienda. Cuando masticaba el ¨²ltimo pedazo, exactamente a las 14.46 hora japonesa, una sacudida de magnitud 9 a unos 130 kil¨®metros de la costa resquebraj¨® el fondo del mar y la vida de miles de personas. Corri¨® a casa y pas¨® la noche bocarriba mirando el techo agrietado. A las seis de la ma?ana son¨® la alarma en el pueblo y en pocos minutos se encontr¨® atascado en la autopista con cuatro bultos en el maletero. En direcci¨®n contraria cruzaban a toda velocidad la polic¨ªa y los bomberos. No pens¨® que fuese a durar tanto.

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Empleados del Ayuntamiento de Fukushima toman mediciones para controlar el ¨ªndice radiactivo de la ciudad. / JAVIER TLES

Kanakura, un hombre menudo y reservado, asiente y baja la mirada. Los japoneses no son los mejores expresando sus sentimientos, se?ala. Lo que m¨¢s echa de menos desde aquel viernes es su trabajo, a sus clientes. En el r¨®tulo de la tienda, tapiada con listones de madera clavados en la fachada, puede leerse todav¨ªa ¡°Las flores m¨¢s bonitas¡±. Namie, donde vivieron 19.000 personas, es un pueblo fantasma. A 8 kil¨®metros de la central de Daiichi, est¨¢ aislado en el per¨ªmetro de exclusi¨®n, con un radio de 20 kil¨®metros. Para acceder hasta el centro ¨Ccon botas de agua, guantes y mascarilla¨C hay que atravesar una valla electrificada y un control policial con medidores de radiaci¨®n. Sus habitantes solo pueden regresar cada cierto tiempo con una autorizaci¨®n del Gobierno. Es la zona cero?del desastre.

El tiempo ha congelado las huellas de una huida apresurada. Algunas casas quedaron abiertas y los animales salvajes, monos y jabal¨ªes, las utilizan como refugio. Otras tienen los cristales rotos y el viento ondea los jirones de las cortinas hacia el exterior. Hay platos de comida sobre las mesas, ropa desordenada en los armarios, notas en la nevera que hablan de los recados de la semana y fotos familiares revueltas en los cajones. En la calle sobreviven algunas tiendas con el g¨¦nero en los escaparates o una barber¨ªa con las tijeras y la maquinilla del ¨²ltimo corte en la repisa. No hay rastro de ran¨²nculos u otras flores, solo dos¨ªmetros gigantes que alertan de la radiaci¨®n a los obreros que reconstruyen las zonas m¨¢s da?adas.

La costa se llev¨® la peor parte. Unos 40 minutos despu¨¦s del terremoto, una ola de 15 metros lo arranc¨® todo. En un cruce, una se?al de tr¨¢fico y el resto de unos ba?os indican el lugar donde hubo un colegio. Quedan solo cimientos y pedazos de casas arrasadas por la lengua de mar. Aqu¨ª murieron 200 personas, pero las v¨ªctimas del tsunami en todo Jap¨®n llegaron a 21.000. Luego la central comenz¨® a emitir radiaci¨®n a la atm¨®sfera, a la tierra y al oc¨¦ano Pac¨ªfico que ha ido configurando el silencioso mapa de futuros problemas de salud. Hasta dentro de 300 a?os no se restituir¨¢ completamente la situaci¨®n medioambiental.

Lo que m¨¢s angustia es enfrentarse a un enemigo invisible. La radiaci¨®n no huele y su sabor es imperceptible en el agua y los alimentos. Est¨¢ en el polvo, en la tierra, sobre los muebles¡­ En solo unos cent¨ªmetros, cambia radicalmente su intensidad. Desde entonces, hay que moverse con medidores y llevar cuidado para no ingerir o inhalar part¨ªculas: la radiaci¨®n interna es devastadora y pasa a la sangre con facilidad, provocando leucemia. Lo peor es el yodo, que afecta principalmente a la gl¨¢ndula tiroides de los ni?os (se ha detectado un aumento de casos de este tipo de c¨¢ncer), y el cesio 137 (un is¨®topo con 30 a?os de vida media). Aqu¨ª est¨¢ por todas partes y los niveles superan los 2 microsieverts por hora (?Sv/h): el objetivo del Gobierno es rebajar esa cifra a 0,27 para empezar a realojar a las familias. Pese a ello, el se?or Kanakura, que hoy vive en un pueblo cercano junto a otros desplazados, ha o¨ªdo rumores de que algunos vecinos decidieron quedarse y permanecen de noche como espectros encerrados en sus casas.

Los operarios almacenan en bolsas negras los residuos radioactivos y el gobierno ha instalado medidores de radioactividad en las zonas afectadas. Alfredo C¨¢liz y Javier Tles

M¨¢s all¨¢ del tiempo que pasen en el exilio, el resto de habitantes estar¨¢ marcado para siempre. Nadie comprar¨¢ en d¨¦cadas productos con el nombre de Fukushima y muchos japoneses desconfiar¨¢n de quienes escaparon de la radiaci¨®n. Las v¨ªctimas, como sucedi¨® con los hibakusha tras las bombas de Hiroshima y Nagasaki, fueron primero sospechosas de propagar el veneno nuclear y luego de aprovecharse de la buena fe del resto de ciudadanos para cobrar cuantiosas subvenciones (m¨¢s de un mill¨®n y medio de personas y ya van unos 50.000 millones de euros). El c¨¢ncer aterra. Pero los da?os psicol¨®gicos de los afectados son ya m¨¢s contrastables que los radiol¨®gicos (alrededor del 14,6% los han sufrido, cuando la media en Jap¨®n es del 4,2%, seg¨²n los estudios del doctor y experto en este caso Koichi Tanigawa) y en Fukushima se han disparado los suicidios relacionados con el accidente. El acto de sobrevivir, como escribi¨® John Hersey en 1946 en su legendario reportaje sobre la bomba at¨®mica, ser¨¢ su estigma para siempre.

Han pasado siete d¨¦cadas de aquello, pero Hiromi Hasai recuerda cada detalle. Eran las 8.15 y acababa de entrar a trabajar en una f¨¢brica militar de Hiroshima. Aquel d¨ªa aprend¨ªa a elaborar balas de ametralladora cuando todo se cubri¨® de ¡°una luz m¨¢s brillante que el sol¡±. ¡°Luego empezaron a temblar los cristales y sal¨ª corriendo. Todo el mundo dec¨ªa que una bomba hab¨ªa ca¨ªdo sobre su casa, pero yo no hab¨ªa visto ning¨²n avi¨®n. Era imposible¡±, recuerda a trav¨¦s de correo electr¨®nico. Se encontraba a 15 kil¨®metros de la zona cero?donde hab¨ªa explotado Little Boy, una ¨²nica bomba de 4,5 toneladas y 16 kilotones lanzada por un avi¨®n estadounidense. Hoy tiene 88 a?os, es f¨ªsico nuclear jubilado y un reputado activista contra la energ¨ªa at¨®mica, especialmente ¡°en una tierra de terremotos como Jap¨®n¡±. ¡°Se dijo que nunca suceder¨ªa algo como lo de Chern¨®bil o Three Mile Island. Pero pas¨®. Pudimos evitar la gran explosi¨®n, pero no sabemos qu¨¦ pasar¨¢ con las filtraciones, y la seguridad de estos artefactos todav¨ªa est¨¢ en cuesti¨®n¡±.

Hasta el accidente, el pa¨ªs ten¨ªa 54 reactores nucleares que produc¨ªan el 29% de la energ¨ªa. Muchos estaban en zonas s¨ªsmicas, pero los cient¨ªficos japoneses no consideraban posible un terremoto de esa magnitud en la costa de Tokohu. En un ejercicio de aceptaci¨®n de culpa, Tepco afirma: ¡°Fue nuestra negligencia no haber implementado mayores medidas de seguridad y pensar que era suficiente con las que ten¨ªamos. (¡­) Si las hubi¨¦ramos tenido antes, el accidente se hubiera podido evitar¡±. Se vertieron unas 800 toneladas de residuos radiactivos al mar y la central sigue emitiendo radiaci¨®n. Hasta dentro de 40 a?os la compa?¨ªa el¨¦ctrica, admite, no terminar¨¢ los trabajos de desmantelamiento. Tres de sus directivos ser¨¢n procesados.

Fukushima cambi¨® la percepci¨®n sobre lo nuclear. Hoy la mayor¨ªa de la poblaci¨®n, seg¨²n todas las encuestas, rechaza esta energ¨ªa. Pero el Gobierno de Shinzo Abe mantiene su idea de reactivar todos los reactores posibles (ahora funcionan tres) y lanza al mundo un mensaje de normalidad. De momento, el desastre le ha costado al pa¨ªs unos 170.000 millones de euros. Y un lustro despu¨¦s sigue embarcado en la infinita tarea de descontaminar manualmente las regiones afectadas. Un ej¨¦rcito de operarios retiran a diario una capa de cinco cent¨ªmetros de tierra en todo el suelo que rodea las casas de las zonas afectadas y rellenan miles de bolsas negras de un metro c¨²bico, que amontonan a la entrada de cada pueblo. Pero la radiaci¨®n acumulada en los bosques de las zonas monta?osas cae una y otra vez cuando llueve o sopla el viento. En algunos lugares, como la aldea de Iitate ¨Ca 60 kil¨®metros de la central, donde sus habitantes est¨¢n autorizados a pasar el d¨ªa, pero no a quedarse a dormir¨C, todav¨ªa pueden detectarse registros de hasta 10 microsieverts por hora.

Naoto Kan era primer ministro cuando ocurri¨® el accidente. Hoy reniega de la energ¨ªa nuclear y pide el cierre de los reactores. Alfredo C¨¢liz?

El se?or Anzai tiene 63 a?os y deambula por la casa que abandon¨® hace cinco a?os en este pueblo con bolsas de pl¨¢stico en los pies y las manos en los bolsillos de su anorak azul. Hoy vive realojado en unos bloques del Gobierno con otros vecinos. No le gusta ese sitio. Hace dos a?os tuvo un ataque al coraz¨®n y un infarto cerebral; el estr¨¦s y la sensaci¨®n de inseguridad le afectaron. Sus secuelas empezaron siendo psicol¨®gicas. Pero en el hospital le encontraron un agujero en el l¨®bulo frontal del cerebro que le produjo una par¨¢lisis en el lado izquierdo del cuerpo. El m¨¦dico le dijo que pod¨ªa haberlo causado el cesio que absorbi¨® durante tanto tiempo. ¡°Nos enga?aron con los niveles de radiactividad. Y las ayudas que nos han dado no sirven para nada. Lo he perdido todo: mi vida, mi trabajo, mis tierras, mis recuerdos¡­ Estoy muy enfadado y cada vez que vengo aqu¨ª me derrumbo¡±.

Los relojes de pared de Toru Anzai, colgados todav¨ªa junto a un polvoriento calendario de 2011 en su casa deshabitada, se pararon poco despu¨¦s del accidente. Al mediod¨ªa hab¨ªa empezado a arar los campos de arroz familiares y dos horas m¨¢s tarde la tierra comenz¨® a temblar. Anzai, un campesino con inquietudes cient¨ªficas y tecnol¨®gicas, siempre desconfi¨® de la central. As¨ª que corri¨® hacia su casa y llen¨® varias garrafas de agua. Algo le dijo que no volver¨ªa a beber del grifo. Se encerr¨® con sus cinco hermanos y solo dos d¨ªas despu¨¦s, el 14 de marzo, escuch¨® el trueno de la explosi¨®n del reactor n¨²mero 2. El viento no tard¨® en traer hasta ?Iitate un penetrante olor a hierro fundido mezclado con algo parecido al azufre que se pegaba en las fosas nasales. Por entonces, el monstruo de Fukushima liberaba ya enormes cantidades de componentes radiactivos formando una nube t¨®xica que volaba hacia la casa de Anzai en las monta?as.

Pero el alcalde de Iitate insisti¨® en que no hab¨ªa ning¨²n riesgo para sus habitantes. Desconfiado por naturaleza, el se?or Anzai compr¨® su primer dos¨ªmetro el 18 de abril. ¡°Made in China¡±, se?ala con cierto desd¨¦n. Le cost¨® 500 euros, pero aport¨® una informaci¨®n valiosa. El lugar en el que ¨¦l y sus hermanos llevaban durmiendo m¨¢s de un mes desde el accidente acumulaba ya 6 microsieverts por hora (20 veces m¨¢s del m¨ªnimo que ha fijado el Gobierno para realojar a los vecinos). La central hab¨ªa liberado a la atm¨®sfera la radiaci¨®n y los vertidos al mar alcanzaban las 700 toneladas. Anzai y el resto de vecinos de Iitate fueron la poblaci¨®n que mayor exposici¨®n tuvo a la radiaci¨®n.

El Pa¨ªs Semanal?acompa?¨® a Greenpeace durante dos d¨ªas a realizar mediciones por la prefectura de Fukushima. Es f¨¢cil comprobar midiendo el barro de las cunetas c¨®mo los niveles est¨¢n todav¨ªa muy por encima del l¨ªmite fijado por el Gobierno para finalizar la situaci¨®n de emergencia y cortar las ayudas de alrededor de 700 euros mensuales que reciben los desplazados. ¡°En condiciones normales ya es imposible deshacerse de los residuos. Pero si hay un accidente, es una utop¨ªa pensar en una soluci¨®n m¨¢s all¨¢ de que pase el tiempo. Los planes de descontaminaci¨®n, que no est¨¢n funcionando, esconden una estrategia para obligar a la gente a volver a sus hogares cuando todav¨ªa no estar¨¢n libres de radiaci¨®n. Y todo para restaurar el funcionamiento de los reactores¡±, sostiene Raquel Mont¨®n, responsable de la campa?a nuclear de Greenpeace durante unas pruebas de radiaci¨®n.

Colonia de barracones en la ciudad de Koriyama. Aqu¨ª viven japoneses que antes del tsunami resid¨ªan en el distrito de Futaba. Perdieron su casa o fueron evacuados por la radiactividad. ?Javier Tles

La tierra de los vivos est¨¢ contaminada. Pero tambi¨¦n la de los muertos. Los cementerios de muchos pueblos han tenido que someterse al mismo proceso de limpieza que toda la zona y los operarios han hurgado en el lugar donde yacen los familiares de las v¨ªctimas pasivas de la cat¨¢strofe. No hay tregua ni para quienes descansan y las l¨¢pidas est¨¢n cubiertas en algunos lugares con lonas negras. Alrededor, donde hab¨ªa arrozales, se amontonan ahora interminables hileras de bolsas negras sobre la nieve que esperan su turno para ser incineradas en las f¨¢bricas construidas en la regi¨®n. Llevan ya 9,5 millones y faltan otros 13 para terminar de limpiar un espacio el doble de grande que la ciudad de Madrid. Mientras tanto, la vida de quienes lo perdieron todo transcurre lentamente en casetas prefabricadas a lo largo de la frontera con la zona de exclusi¨®n.

El campo de barracones Koike 1 se halla entre un cementerio y una f¨¢brica humeante a las afueras de Minamisoma, a 30 kil¨®metros de la central. Las diminutas casetas de 15 metros cuadrados, donde viven unas 200 personas, est¨¢n separadas por delgadas paredes. A las once de la ma?ana, la se?ora Inaride Yuko regresa de hacer la compra y baja del autob¨²s tambale¨¢ndose con una bolsa llena de pastelitos de arroz. Sus maltrechas rodillas apenas la sujetan y camina apoyada en una muleta. En la parada de este desolador campamento puede leerse: ¡°Estaci¨®n del amor¡±. Forma parte de esa manera tan japonesa de infantilizar la realidad con dibujos y personajes de colores. Pero ella tiene 73 a?os y solo le gusta el sake de Okinawa, seco y picante, rese?a sonriendo con picard¨ªa. El resto le da dolor de cabeza. Una copita por la ma?ana y otra antes de acostarse. Es su manera de ahorrar en somn¨ªferos y dulcificar los d¨ªas de soledad en esta suerte de campo de refugiados.

El 11 de marzo, el mar arranc¨® su casa, a solo un kil¨®metro de la costa. Ella y su hijo se libraron de milagro. La noche anterior, cuando escucharon un primer temblor, empaquetaron algunas pertenencias y prepararon el coche para huir si llegaba una r¨¦plica mayor. Sucedi¨®. El perro se volvi¨® loco minutos antes. Salieron a toda prisa y desde una colina vieron c¨®mo el mar se tragaba su hogar. Ella piensa que pronto tendr¨¢ una casa nueva con su hijo. De madera finlandesa, presume. Pero ya van cinco a?os aqu¨ª, recuerda mientras se quita lentamente los guantes blancos y prepara un t¨¦ verde. Dobla como puede sus piernas y se sienta en el peque?o fut¨®n del habit¨¢culo, donde muestra algunos recuerdos, como una postal del pueblo malague?o de Ronda. El resto de su vida est¨¢ almacenado en peque?as cajitas transparentes.

La mayor¨ªa de japoneses que perdieron su casa por el tsunami o tuvieron que abandonarla por la radiaci¨®n viven en este tipo de campamentos. Pero tambi¨¦n hubo quien quiso resistir en su hogar. El profesor Takashi Sasaki, de 76 a?os, y su esposa, postrada en la cama a causa del alzh¨¦imer, ignoraron la orden de desalojo. Al principio tuvieron miedo. Por las noches, todo el pueblo quedaba desierto y a oscuras. Poco despu¨¦s pens¨® que era peor lo que estar¨ªan viviendo sus vecinos. El Gobierno se equivoc¨® y les reubic¨® en Iitate, hacia donde se dirig¨ªa la nube t¨®xica, y tuvo que volver a desplazarlos. Durante ese penoso tr¨¢nsito, denuncia Sasaki, murieron unas 200 personas, la mayor¨ªa ancianos y enfermos que sucumbieron al in¨²til traj¨ªn. El profesor, hispanista enamorado de Miguel de Unamuno, parafrasea al fil¨®sofo espa?ol para explicar su situaci¨®n: ¡°Seguimos con nuestra vida biol¨®gica, pero nos han robado la biogr¨¢fica¡±.

Tras la explosi¨®n del reactor, los 19.000 habitantes de Namie abandonaron la ciudad dejando atr¨¢s negocios y casas. Toyotaka Kanakura, de 65 a?os, observa su vieja florister¨ªa. Alfredo C¨¢liz?

Sasaki, autor del libro Fukushima, vivir el desastre?y de un blog escrito en sus d¨ªas de reclusi¨®n, no teme estar contaminado. ?l y su mujer, tumbada en la habitaci¨®n de al lado, morir¨¢n antes de que la radiaci¨®n tenga alg¨²n efecto. Su principal problema, cuenta en un lento espa?ol, es que nadie asume la verg¨¹enza. ¡°Dicen que fue un accidente. Pero es una consecuencia de haber perdido la esencia de nuestra cultura, el contacto con la naturaleza, el trabajo lento, nuestras ceremonias¡­ Hemos fracasado en la educaci¨®n y en las tradiciones. Los dioses japoneses son hoy la comodidad y el progreso. La energ¨ªa nuclear es un reflejo de ello, y el accidente, una consecuencia natural¡±. A Sasaki le gustar¨ªa saber que alguien s¨ª ha asumido la verg¨¹enza.

La ma?ana del accidente, el primer ministro de Jap¨®n, Naoto Kan, respond¨ªa a las preguntas de la Comisi¨®n de Finanzas del Parlamento. Llevaba apenas un a?o en el cargo y su gesti¨®n econ¨®mica, con un yen disparado y las importaciones en ca¨ªda libre, ten¨ªa fecha de caducidad. Tras el terremoto, que en Tokio alcanz¨® una magnitud de 7,4, se interrumpi¨® la reuni¨®n y baj¨® las escaleras hasta la sala de emergencias. ¡°Las primeras noticias que recib¨ª fueron que otros reactores en la regi¨®n hab¨ªan sido ?apagados ?correctamente. Despu¨¦s de una hora, me dieron la informaci¨®n de Daiichi y me dijeron que se hab¨ªa ido la luz¡±, recuerda en la cubierta del Rainbow Warrior, el barco de Greenpeace en el que navega por la costa de Fukushima. Al llegar a un kil¨®metro y medio de la central nuclear, situada en un terreno que Tepco rebaj¨® para aprovechar la fuerza del mar, culpa a la empresa. ¡°Si no hubieran hecho eso, el tsunami quiz¨¢ no hubiera impactado tanto en la planta¡±.

Kan, un expresidente repudiado por la opini¨®n p¨²blica, admite ahora su responsabilidad desde la soledad. Cree que se le ocult¨® informaci¨®n para hacer frente al accidente y recuerda c¨®mo oblig¨® al director general de la central a permanecer en ella con los trabajadores cuando amenazaron con abandonar el lugar al ver que Daiichi pod¨ªa explotar. Antes de aquello, como todo el establishment?japon¨¦s, fue un defensor de la energ¨ªa nuclear y particip¨® activamente en su aparato de propaganda internacional. Hoy busca redimirse en brazos de los ecologistas.

¨CPasados cinco a?os, ?se siente culpable?

¨CPor supuesto. Y, sobre todo, responsable. Ahora pienso que todas las centrales nucleares deber¨ªan cerrarse ¨Cse?ala tajante ya en uno de los camarotes del barco.

Fukushima, cuya herida sigue abierta cinco a?os despu¨¦s, fue solo un aviso. La pregunta, cree el ex primer ministro, no es si un accidente como aquel podr¨ªa repetirse. La cuesti¨®n es solamente saber cu¨¢ndo y d¨®nde suceder¨¢.

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Sobre la firma

Daniel Verd¨²
Naci¨® en Barcelona pero aprendi¨® el oficio en la secci¨®n de Madrid de EL PA?S. Pas¨® por Cultura y Reportajes, cubri¨® atentados islamistas en Francia y la cat¨¢strofe de Fukushima. Fue corresponsal siete a?os en Italia y el Vaticano, donde vio caer cinco gobiernos y convivir a dos papas. Corresponsal en Par¨ªs. Los martes firma una columna en Deportes

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