Manila, elogio del caos
EN MANILA lo provisional se hace eterno y lo eterno se desvanece¡±. El lirismo de la sentencia de uno de nuestros cicerones no es hueco: la placa conmemorativa dedicada a Gil de Biedma que iba a quedar para siempre en los muros del hotel Luneta, el edificio modernista donde se alojaba, se esfuma a los tres meses de ser oficialmente descubierta; en contraposici¨®n, los cables de tel¨¦fono y luz se van acumulando, como copas de ¨¢rboles el¨¦ctricos, en las calles de Manila, y los jeeps,?que los estadounidenses dejaron tras la Guerra Mundial, se han institucionalizado y ahora son los jeepneys,?un caracter¨ªstico medio de locomoci¨®n manilense. Manila no es una ciudad f¨¢cil: los atascos alcanzan magnitudes ¨¦picas; el urbanismo es ca¨®tico. Y la realidad es que lo que conocemos como Manila es solo una de las municipalidades que componen el ¨¢rea metropolitana, con sus casi 12 millones de habitantes. Manila es mil ciudades en una. O dos planetas en uno.
Los vendedores ambulantes de comida lavan sus cacharritos en charcos putrefactos y, junto a la iglesia del Nazareno Negro, en Quiapo, las mujeres venden p¨®cimas abortivas, velas y collares de sampaguitas, una flor similar al jazm¨ªn. Lo llaman sincretismo. En el agua de los esteros flota la basura. Huele a zotal. Los colores de las tiendas de chancletas, los ni?os desnudos que juegan a lo que juegan todos los ni?os del mundo. Tenemos el ojo enfermo y Manila nos ayuda a entrar en conflicto con nuestra turbiedad. Para sobrecogernos, al director de cine Brillante Mendoza le basta con colocar una c¨¢mara delante de esa geograf¨ªa humana. Cerca de Quiapo se halla el barrio de San Esteban, con su inveros¨ªmil iglesia de chapa met¨¢lica. En triciclo ¨Cmoto con sidecar¨C atravesamos el barrio musulm¨¢n y llegamos a Escolta, la zona de los galeristas y de hermosos cines abandonados, como el Capitol¡ En el sidecar todas las fotos nos salen movidas. En el barrio chino, visitamos la iglesia cristiana de Binondo. Aqu¨ª el metro cuadrado se paga a precio de oro y, sin embargo, esta Chinatown est¨¢ pegada a Kondo y San Nicol¨¢s, lugares donde la gente vive en la basura.
La librer¨ªa La Solidaridad se sit¨²a en un barrio que antes fue rico y ahora parece devorado por la selva: al lado de bellas construcciones modernistas proliferan chabolas de cuatro plantas. En Malate est¨¢n los karaokes y los burdeles: a la puerta, las chicas se sientan en largos bancos corridos. En Manila alardean de su libertad sexual. Tambi¨¦n los cementerios son famosos: el chino, el americano, el Paco, que es circular y da cobijo a familias que tienden los calcetines en una cuerda atada de una cruz a otra. Despu¨¦s, en un abrir y cerrar de ojos, nos reconocemos en el v¨®rtice de una fantas¨ªa de ciencia-ficci¨®n: en Bonifacio High Street la ¨¦lite compra bolsos de marca y pasea sus huskys siberianos. Los perros llevan patucos. El hotel Shangri-La toca el cielo. Estamos en otro planeta. Los de la parte pobre saben que no pueden pasar a la parte rica. Los muros son invisibles, pero est¨¢n. ¡°Esto es una mezcla de Blade Runner?y Paquito el chocolatero¡±,?nos revela otro de nuestros cicerones. Para llegar a Fort Bonifacio, vivimos una odisea: el taxista solo habla tagalo y no se sabe el callejero. As¨ª que, por intuici¨®n, me bajo en una esquina. En la esquina justa. Tal vez mi intuici¨®n es milagrosa y debo agradec¨¦rsela al Nazareno Negro. Yo tambi¨¦n le saqu¨¦ brillo a su planta del pie¡
En Makati est¨¢n los edificios financieros, el Instituto Cervantes y centros comerciales como Green Belt, donde esta vez se funden premeditadamente vegetaci¨®n y arquitectura. Los gatos se relamen al lado de restaurantes japoneses, tailandeses, italianos, filipinos ¨CMesa, D¨¢maso¡¨C, pero el epicentro de Green Belt es una capilla cat¨®lica. En el Museo Ayala nos familiarizamos con la convulsa historia filipina a trav¨¦s de detallados dioramas: la llegada de los chinos, musulmanes, espa?oles, ingleses, la declaraci¨®n de independencia, la conversi¨®n de la zarzuela en sarswuela, el salvajismo de los japoneses durante la II Guerra Mundial. Las paredes se adornan con siluetas de personajes cuya estatura se constata. Hay una verdadera obsesi¨®n por la talla f¨ªsica. El mismo museo aloja una colecci¨®n de pinturas de Z¨®bel, miembro de una de las oligarqu¨ªas manile?as. Los Ayala, los Roxas, los Z¨®bel.
Lo chino m¨¢s lo espa?ol, filtrado por lo mexicano, da lo filipino. Esa es la lecci¨®n que se aprende intramuros: el fuerte de Santiago, con sus vistas al r¨ªo Pasig y las huellas de Rizal que se encamina hacia el lugar de su fusilamiento; en la iglesia de San Agust¨ªn se visita la tumba de Legazpi, que hac¨ªa pactos de sangre y no utilizaba armas. Acompa?ados de Carlos, tenemos el privilegio de entrar en el esplendoroso sal¨®n de baile del ayuntamiento. Est¨¢ cerrado al p¨²blico: en el centro de Manila hay tuberculosis y al parecer las autoridades creen que ese contraste entre el brillo art¨ªstico del edificio y la enfermedad resulta demasiado hiriente. En Casa Manila, los tapices de madreperla dejan pasar la luz pero no el calor. Los ni?os sol¨ªan engrasar las maderas de la casa con grasa de coco. Sobre la zona del entresuelo descansa la planta principal que podr¨ªa servir de escenario a la an¨¦cdota del chocolate que narra, de nuevo Rizal, en Noli me tangere:?si la se?ora ped¨ªa al servicio ¡°un chocolate, ?eh?¡±, el chocolate deb¨ªa ser espeso. Si el ¡°?eh?¡± se convert¨ªa en ¡°?ah?¡±, el chocolate deb¨ªa estar aguado. Depend¨ªa de la calidad de las visitas. Casa Manila, junto con otras dos casas coloniales, forma el complejo de San Luis. All¨ª se puede comer en Barbara¡¯s o en Ilustrado.
Sobre el paseo mar¨ªtimo impresiona la Embajada de EE UU m¨¢s grande del mundo. En la bah¨ªa, los pobres se ba?an rodeados de especies de insectos que est¨¢n sin catalogar. En este pa¨ªs, que se llama Filipinas, pocos pronuncian la efe ¨C?Cap¨¦?,?te ofrecen¨C y casi nadie conoce a Isabel Preysler.
Tu suscripci¨®n se est¨¢ usando en otro dispositivo
?Quieres a?adir otro usuario a tu suscripci¨®n?
Si contin¨²as leyendo en este dispositivo, no se podr¨¢ leer en el otro.
FlechaTu suscripci¨®n se est¨¢ usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PA?S desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripci¨®n a la modalidad Premium, as¨ª podr¨¢s a?adir otro usuario. Cada uno acceder¨¢ con su propia cuenta de email, lo que os permitir¨¢ personalizar vuestra experiencia en EL PA?S.
?Tienes una suscripci¨®n de empresa? Accede aqu¨ª para contratar m¨¢s cuentas.
En el caso de no saber qui¨¦n est¨¢ usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contrase?a aqu¨ª.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrar¨¢ en tu dispositivo y en el de la otra persona que est¨¢ usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aqu¨ª los t¨¦rminos y condiciones de la suscripci¨®n digital.