El retrato del organista
SIEMPRE que voy a una exposici¨®n del Museo del Prado aprovecho la visita para asomarme a dos o tres de mis cuadros favoritos, entre los que est¨¢n los imaginables y otros que no lo son tanto. Y a menudo me acabo acercando a un retrato de un pintor espa?ol cuyo nombre corriente dice poco a la mayor¨ªa: Vicente L¨®pez (1772-1850). Su obra m¨¢s conocida es el que le hizo a Goya en 1826, con pincel y paleta en las manos y bien trajeado por una vez. Sin duda es un excelente y algo academicista retrato, pero no es ese el que a m¨ª me gusta contemplar largo rato, incansablemente. ?ste es F¨¦lix M¨¢ximo L¨®pez, de 1820, padre del artista ¨Cinfiero, pero no me consta¨C a tenor de la inscripci¨®n bien legible sobre el teclado de un clavec¨ªn en el que el anciano apoya su brazo izquierdo: ¡°A D. F¨¦lix M¨¢ximo L¨®pez, primer Organista de la Real Capilla de Su Majestad Cat¨®lica y en loor de su elevado m¨¦rito y noble profesi¨®n, el amor filial¡±. Me imagino que el cuadro podr¨¢ verse en Internet.
Ese viejo organista parece en verdad muy viejo, aunque v¨¢yase a saber qu¨¦ edad ten¨ªa cuando fue pintado. Y sin embargo su atuendo y su actitud son a¨²n presumido y desafiante, respectivamente. Una chaqueta de bonito azul marino con botonadura dorada queda empalidecida al lado de su chaleco rojo vibrante, con su ondulaci¨®n, y de los pu?os de la chaqueta a juego con ¨¦l. En la mano derecha sujeta una partitura cuyo t¨ªtulo puede leerse del rev¨¦s: ¡°Obra de los Locos, Primera parte¡±. Inclinado junto a la manga, un bastoncillo de empu?adura dorada, recta y breve. La mano y el brazo izquierdos, sobre el mencionado clavec¨ªn. El pelo blanco y escaso lo lleva peinado un poco hacia adelante, a la manera de los romanos pudorosos de su calvicie, y las cejas pobladas tambi¨¦n se ven encanecidas. Las orejas son grandes, pero bien pegadas a la cabeza; la nariz ancha pero proporcionada con el resto; el labio superior m¨¢s bien exiguo, casi retra¨ªdo, y sobre ¨¦l se advierte una cicatriz vertical; entre la mejilla y la nariz se adivina una verruga nada aparatosa, como si se le hubiera posado una mosca ah¨ª. Todo el retrato rebosa fuerza y a m¨ª me produce, como pocos otros, la sensaci¨®n de tener enfrente a ese hombre vivo, a ¨¦l y no su representaci¨®n; y esa fuerza est¨¢ sobre todo en la mirada, como suele ocurrir. El viejo mira fijamente al espectador como sin duda mir¨® muchas veces a sus disc¨ªpulos y a sus seres cercanos. Y cada vez que contemplo esos ojos me parece o¨ªr voces distintas y acaso contradictorias. Un d¨ªa los imagino encar¨¢ndose con alguien que le ha pedido ser su aprendiz, o una recomendaci¨®n: ¡°?As¨ª que quiere usted ser organista, joven, como yo? Pocos est¨¢n dotados, y si no lo est¨¢ ya se puede esforzar, que de nada le va a servir¡±. Otro d¨ªa los oigo murmurar: ¡°S¨ª, ya soy viejo, hijo, y quieres retratarme antes de que me muera. Pod¨ªa hab¨¦rsete ocurrido antes, cuando no ten¨ªa este aspecto. Pero si se me ha de ver as¨ª en el futuro, te aseguro que no me mostrar¨¦ decr¨¦pito, sino a¨²n lleno de vigor. Empieza y acaba ya, cuando todav¨ªa estamos a tiempo¡±. Un tercer d¨ªa los oigo asustados, pero disimulando su temor y esa incomprensi¨®n de las cosas que muchos ancianos llevan puesta permanentemente en la mirada, como si ya todo les resultara ajeno y balad¨ª: ¡°No s¨¦ qui¨¦nes sois ni qu¨¦ busc¨¢is, no entiendo vuestros afanes y empe?os, todav¨ªa dais importancia a insignificancias, a¨²n luch¨¢is y ambicion¨¢is y envidi¨¢is, todav¨ªa sufr¨ªs; cu¨¢nto os falta para cesar, como ya he cesado yo¡±. Siempre, en todo caso, oigo hablar a esos ojos, en tono brioso, y de escepticismo, y de reto. Alguna vez me he figurado que se dirig¨ªan al Rey, Fernando VII, y que en ese caso estar¨ªan pensando: ¡°?Qu¨¦ sabr¨¢s t¨² de m¨²sica ni de nada, especie de mentecato pomposo y cruel?¡±
No quedan muchos viejos as¨ª en la vida real. Se los ha domesticado haci¨¦ndoles creer que a¨²n son j¨®venes, tanto que se los trata como a ni?os. Tiempo atr¨¢s escrib¨ª de la l¨¢stima que me daba un grupo de ellos, completando tablas de gimnasia en pantalones cortos, en una plaza. Con esos pantalones los vemos a manadas ahora, en verano. Sus hijas y nueras los han enga?ado: ¡°?Por qu¨¦ no vas a pon¨¦rtelos, si as¨ª vas m¨¢s c¨®modo y fresco?¡± Apenas quedan viejos no ya dignos, sino que contin¨²en siendo los hombres que fueron, s¨®lo que con m¨¢s edad. Hubo un tiempo ¨Clargo tiempo¨C en el que los ancianos no abdicaban de su masculinidad y jam¨¢s eran peleles infantilizados. En el que segu¨ªan siendo fuertes, incluso temibles, en el que se revest¨ªan de autoridad. Claro que era un tiempo en el que la sociedad no ten¨ªa prisa por deshacerse de ellos, por arrumbarlos, por entontecerlos, por desarmarlos y jubilarlos con gran soberbia, como si no tuvieran nada que ense?ar. Si miran el retrato del primer Organista F¨¦lix M¨¢ximo L¨®pez, seguro que reconocer¨¢n al instante de qu¨¦ les hablo.
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