?Qu¨¦ te ha pasado, Europa?
La p¨¦rdida del sentido de patriotismo y la atenci¨®n exclusiva a los derechos sin tener en cuenta los deberes explican que la Uni¨®n Europea no se entienda hoy como una comunidad de destino y que, en algunos casos, se perciba como una amenaza
Santidad, quer¨ªa intentar contestar, con humildad, a Su pregunta tan sencilla, tan directa, tan de Francisco: ¡°?Que te ha pasado, Europa?¡±
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Ambos pertenecemos a tradiciones antiguas. Su tradici¨®n, Cristiana, de 2.000 a?os de antig¨¹edad; mi tradici¨®n, Jud¨ªa, de casi 5.000. Estamos acostumbrados a buscar explicaciones sobre la condici¨®n humana a trav¨¦s de largos procesos. De este modo, la respuesta que quer¨ªa ofrecer a Su pregunta se encuentra en una evoluci¨®n que comenz¨® como reacci¨®n a la Segunda Guerra Mundial y que ha madurado solo en los ¨²ltimos a?os.
El primer proceso fue, por razones del todo comprensibles, la desaparici¨®n de nuestro vocabulario psicol¨®gico y pol¨ªtico de la palabra patriotismo. Se debi¨® al abuso de esta palabra por los reg¨ªmenes fascistas durante su dominio, y tambi¨¦n en algunos pa¨ªses despu¨¦s. La guerra hab¨ªa convertido esta palabra en una palabrota. Y en cierta manera est¨¢ bien que fuera as¨ª. Pero, al mismo tiempo, pagamos tambi¨¦n un precio alto por el exilio de esta palabra ¡ªy del sentimiento que podr¨ªa significar¡ª en nuestro discurso social y pol¨ªtico. Porque el patriotismo tiene a¨²n una versi¨®n noble: una disciplina de amor, el deber de cuidar a la patria y su sociedad, de aceptar nuestra responsabilidad c¨ªvica respecto del otro, el vecino, la comunidad. En realidad, el patriotismo verdadero es lo contrario del fascismo: ¡°Nosotros no pertenecemos al Estado: es el Estado el que nos pertenece¡±. Este tipo del patriotismo es una parte integral y esencial de la versi¨®n republicana de la democracia. Puede que pensemos que en la actualidad vivimos en reg¨ªmenes de inspiraci¨®n republicana. Hablamos de la rep¨²blica francesa o la rep¨²blica italiana. Y tambi¨¦n los reinos, espa?oles o ingl¨¦s, reclaman cierto esp¨ªritu republicano. Pero la realidad es muy diferente. Nuestras democracias no son m¨¢s en ning¨²n manera republicanas. Existe el Estado, el gobierno, y enfrente, nosotros.
Somos como accionistas de una sociedad. Si la direcci¨®n de esta sociedad, llamada la rep¨²blica o el reino, no produce dividendos pol¨ªticos, sobre todo materiales, cambiamos de directivos en un junta de accionistas llamada 'elecciones'. Frente a cualquier cosa que no funciona en el espacio p¨²blico (y a veces en el espacio privado tambi¨¦n) nos volvemos a nuestros dirigentes como si estuvi¨¦semos en una empresa privada ¡ª?hemos pagado (los impuestos) y ved, qu¨¦ servicio p¨¦simo dan! Es siempre el estado, el servicio p¨²blico ¡ªellos¡ª el responsable. Nunca nosotros. La idea que ellos son nosotros ha desaparecido. Es una democracia clientelar, que no solo nos desresponsabiliza frente a nuestra sociedad y nuestra patria, sino que nos desresponsabiliza de nuestra misma condici¨®n humana.
La solidaridad, que existe en la prosperidad, cuando no es puesta a la prueba, se evapora en la necesidad
El segundo proceso naci¨® tambi¨¦n como reacci¨®n a la Segunda Guerra Mundial. Hemos aceptado tanto en el nivel nacional como en el nivel internacional una obligaci¨®n seria e irreversible de proteger los derechos fundamentales del individuo, tambi¨¦n contra una posible tiran¨ªa de una mayor¨ªa democr¨¢tica. En general, nuestro vocabulario pol¨ªtico-jur¨ªdico se ha convertido en un discurso de derechos del individuo. Es un acervo precioso que debemos custodiar siempre, para qu¨¦ no repitamos nuestro pasado oscuro. Pero, tambi¨¦n aqu¨ª pagamos un precio; m¨¢s bien, dos precios elevados. Est¨¢ claro que el discurso de los derechos pone al individuo en el centro de nuestro mundo social y pol¨ªtico. Pero, casi sin tenerlo en cuenta, al poner a estos individuos en el centro se les convierte en unos individuos autocentrados con consecuencias sociales notables.
El segundo efecto de la cultura de derechos, como cultura general y como contenido, es que genera un patrimonio que compartimos todos los ciudadanos europeos. Sin embargo la noci¨®n de dignidad humana contiene dos aspectos. De una parte, significa una igualdad b¨¢sica: estamos unidos como seres humanos en esta dignidad compartida. Pero al mismo tiempo, reconocer la dignidad humana significa tambi¨¦n aceptar que cada uno de nosotros es un universo entero, distinto y ¨²nico, diferente de cualquier otra persona. La dominaci¨®n de la cultura de derechos, que nos une, tiene un efecto de aplastamiento individual y colectivo contra el cual cabe rebelarse.
El tercer proceso es la secularizaci¨®n. Permitidme ser claro: no lo digo como un reclamo evang¨¦lico. No juzgo una persona por su fe o por su falta de fe. La importancia de la secularizaci¨®n est¨¢ en el hecho que una voz universal que pon¨ªa el acento sobre los deberes y no los derechos, sobre la responsabilidad personal sobre la vida personal y colectiva y no apelando de forma instintiva a las estructuras p¨²blicas, esta voz est¨¢ casi desaparecida del espacio comunal. Este proceso empez¨® con la Segunda Guerra Mundial. Quien de nosotros al mirar la foto de millones de zapatos de ni?os masacrados en Auschwitz no se ha hecho la pregunta ¡°?Dios m¨ªo, donde estabas?¡±
Se necesitaban d¨¦cadas para que estos tres procesos de maduraci¨®n produjesen sus ¡°uvas silvestres¡± (Isa¨ªas, 5:2). El impacto actual est¨¢ en todas partes, y naturalmente tambi¨¦n en nuestra actitud frente a la Uni¨®n Europea.
Frente a lo que no funciona, nunca somos nosotros los responsables; siempre lo es el Estado
Al superar sus objetivos econ¨®micos, la Uni¨®n fue concebida como comunidad de destino. Nuestro destino, como europeos, est¨¢ determinado por nuestra historia, vergonzosa y noble, por nuestra herencia de valores ¨¦ticos, por nuestra proximidad geogr¨¢fica y cultural y, sobre todo, por nuestra interdependencia de hecho, que necesitaba una responsabilidad mutua y una solidaridad que va m¨¢s all¨¢ de las relaciones internacionales normales.
?Y la Europa de hoy?
La Uni¨®n se ha convertido en algo muy diferente. En primer lugar, es percibida en muchos pa¨ªses como una amenaza a la identidad nacional. Seguramente algunas locuras de Bruselas que alimentan esta percepci¨®n. Pero son marginales. Si Europa da la impresi¨®n de amenazar nuestra identidad nacional es porque hemos perdido la capacidad de valorar nuestra propia especificidad cultural y pol¨ªtica con orgullo sereno. Digo m¨¢s. Un Europa vibrante necesita sociedades nacionales igual de vibrantes.
Pero hay algo peor. Europa se ha convertido en un Uni¨®n de conveniencia, de c¨¢lculo de ventajas y desventajas. La solidaridad existe en periodos de prosperidad, cuando no es puesta a la prueba, pero desaparece en periodos de necesidad. Una Uni¨®n de derechos, nunca de deberes.
Parece, Santidad, que no hay esperanza para nuestra Europa. Yo no pierdo la esperanza porque, lo queramos o no, somos en Europa comunidad de destino. Lo que hagamos en cada uno de nuestros pa¨ªses tiene consecuencias en los otros. La ¨²nica cuesti¨®n es cu¨¢l ser¨¢ ese destino. Y eso depende de nosotros. Para bien o para mal, no podemos no llamarnos europeos.
Joseph H. H. Weiler es presidente del Instituto Universitario Europeo en Florencia.
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