Glyndebourne, un p¨ªcnic de mel¨®manos
NI EL ESMOQUIN, ni los trajes largos ni las cestas de mimbre en el regazo distraen la mirada de los pasajeros convencionales en la estaci¨®n Victoria. Londres es una ciudad inmunizada al desfile de las tribus urbanas. Y el ajetreo laboral en hora punta relativiza la sorpresa que proporcionan los mel¨®manos con billete hacia Lewes. Ni siquiera cuando descorchan a bordo una botella de champ¨¢n, rito inici¨¢tico y org¨¢smico de la liturgia que van a concederse en el ejido y el teatro de la familia Christie.
Es el destino de Glyndebourne, sobrenombre de una mansi¨®n de ladrillo y de piedra en la campi?a de Sussex, al sur de Inglaterra, que ha engendrado con el tiempo ¨C82 a?os ya¨C uno de los mayores festivales internacionales de ¨®pera. No solo por la imponente propuesta musical, tambi¨¦n por su idiosincrasia y sus h¨¢bitos ceremoniales.
Ninguno tan elemental o sofisticado como el p¨ªcnic del entreacto. Las praderas de hierba mullida que rodean la mansi¨®n predisponen al abandono y a la expansi¨®n de los mel¨®manos, que despliegan sus manteles y sus cestas en una coreograf¨ªa accidental. Y que acatan el espacio de las ovejas, igual que las ovejas respetan amaestradas las tertulias del atardecer. Les atrae poco el vino y menos a¨²n el rosbif. Incluso balan con sigilo, como sigilosamente hablan los comensales. Cualquier exceso deslucir¨ªa el ¨¦xtasis sensorial de la escena, que podr¨ªa haberla pintado Hogarth en su estilizado costumbrismo. O haberla escrito E. M. Forster en su bestiario de porcelana.
De porcelana es la vajilla de Stoke que exhuman algunos mel¨®manos. Y de hilo son los manteles que recubren las precarias mesas de la acampada, pero urge anticipar que el Festival de Glyndebourne sobrepasa el prosaico conflicto de la discriminaci¨®n social. Y lo hace desde la observaci¨®n de una norma no escrita que se acata con id¨¦ntica fidelidad al esmoquin y al vestido largo: el mayordomo se queda en el aparcamiento, igual que les sucede a los otros efectivos del servicio.
No es un problema para la mayor¨ªa de los espectadores porque la mayor¨ªa de los espectadores carece de mayordomo, pero el criterio impide la desmesura de la competici¨®n social en las praderas. Y exige a los sujetos adinerados exponerse al cargamento de sillas, mesas e intendencia de p¨ªcnic, acaso incorporando a su experiencia un cierto exotismo, una tregua a la jerarqu¨ªa de las castas.
Semejante principio no contradice la exclusividad que pueda aportar cada cual al men¨² de la merienda-cena, pero implica ciertas obligaciones. Como encontrar el mejor sitio para acampar. Que puede ser la sombra de una escult¨®rica matrona de Henry Moore. O que puede ser el estanque de los nen¨²fares a la espera de Monet. Y que no puede ser el campo de cr¨ªquet, aunque la familia Christie no haya opuesto restricci¨®n a los aficionados. Por eso hay quienes se traen en el maletero los av¨ªos. Y los que aprovechan el entreacto para disputarse un partido sin despojarse del esmoquin.
?Qui¨¦n o cu¨¢l es la familia Christie? M¨¢s que en la generaci¨®n contempor¨¢nea, interesa reparar en Audrey Mildmay, discreta y hermosa soprano de la que se enamor¨® el empresario John Christie en los a?os treinta y a quien regal¨® de bodas un viaje por los grandes festivales europeos. Tanto les impresionaron los de Salzburgo y Bayreuth que emprendieron ambos por imitaci¨®n una modesta iniciativa dom¨¦stica. O no tan modesta, porque atrajeron al maestro Fritz Busch, cuya m¨¢scara mortuoria incita a la devoci¨®n de un santo pagano en uno de los altares del teatro moderno.
Moderno quiere decir que se construy¨® en 1994 como soluci¨®n al feliz problema en que se hab¨ªa convertido Glyndebourne de tanto ajetreo mel¨®mano. No vivieron para conocerlo ni John ni Audrey, pero las fotos de ambos reconocen el impulso embrionario en la biblioteca familiar, que puede visitarse con el pudor de un sacerdote en casa ajena. Y que impresiona no ya por los lienzos del settecento o por los anaqueles repletos de incunables, sino por el ¨®rgano eclesi¨¢stico de tubos que John Christie hizo construir en 1920, predisponiendo sin saberlo la alegor¨ªa del flautista de Hamelin.
La IDIOSINCRASIA CONSISTE EN ABANDONARSE. APARCAR LOS PREJUICIOS JUNTO AL MAYORDOMO. COLABORA A LA EVASI?N LA FILARM?NICA DE LONDRES.
Pues llegan los mel¨®manos en peregrinaci¨®n como si Glyndebourne fuera un hospital de almas. Y lo hacen en coche, apurando los meandros de asfalto con el ant¨ªdoto de una biodramina. O lo hacen en tren, tute¨¢ndose con la vista a bordo de los vagones como si fueran los c¨®mplices de una secta. E identificados todos ellos en la muesca de una corchea con la que el revisor va se?alando los billetes y deseando una feliz velada.
¨C?Y qu¨¦ van a ver esta noche los se?ores?
Y los se?ores responden que B¨¦atrice et B¨¦n¨¦dict, no para desconcertar al funcionario ferroviario con una rareza del repertorio franc¨¦s, sino para significar la personalidad de Glyndebourne en la b¨²squeda de ¨®peras tan poco comunes como la que escribi¨® Hector Berlioz hacia 1862 en homenaje a su difunta esposa.
Harriet Smithson se llamaba. Y la hab¨ªa conocido como hero¨ªna de Shakespeare. Unas veces fue Ofelia. Otras Julieta. Y todas las veces fue la mediadora de la fascinaci¨®n que Berlioz sent¨ªa hacia el dramaturgo brit¨¢nico. ¡°Si hay cielo, Shakespeare debe estar sentado a la derecha del Padre¡±, escrib¨ªa el compositor franc¨¦s.
As¨ª es que B¨¦atrice et B¨¦n¨¦dict parece una plegaria celestial. Y no por su gravedad, sino por la ligereza et¨¦rea con que Berlioz concibi¨® esta versi¨®n oper¨ªstica de Mucho ruido y pocas nueces.?Podr¨ªa haberla ambientado en Glyndebourne. Hubieran sido el estanque, las praderas y la biblioteca una escenograf¨ªa propicia al encuentro de amores imposibles. Un atardecer de ensue?o. Una brisa marina. Y una m¨²sica embriagadora, no ya porque el d¨²o que despide el primer acto jalona una cima de la cultura occidental, sino porque los mel¨®manos llevan unas copas encima.
No es una frivolidad. La idiosincrasia de Glyndebourne consiste precisamente en abandonarse. Olvidarse de la remota ciudad. Aparcar los prejuicios junto al mayordomo. Despojarse del reloj y hasta de la pajarita. Dejarse ir detr¨¢s de la m¨²sica de Berlioz o del rastro que hayan podido dejar sobre la hierba unos tacones afilados en el escondite de los nen¨²fares. A Glyndebourne se viene como si fuera un plan de fuga.
Colabora a la evasi¨®n la Filarm¨®nica de Londres. Y lo hace sentirse un invitado excepcional en la mansi¨®n de la familia Christie. La seguridad es ubicua e imperceptible. Y el festival es absolutamente privado. No en sentido de secreto o inaccesible, sino porque se realiza sin la participaci¨®n de las Administraciones.
Se explica as¨ª la singularidad de los precios ¨C234 libras (unos 274 euros) el patio de butacas¨C, pero la ambici¨®n original que implicaba promover un festival sin restricciones sociales se mantiene en 2016 con el acceso de entradas de 20 libras (unos 23 euros). A?¨¢dase el billete del tren ¨C27 libras (31 euros), ida y vuelta¨C y conv¨¦ngase que no existen demasiadas escapatorias al para¨ªso en mejores condiciones econ¨®micas ni mayores promiscuidades sensoriales.
Acaso el problema sea el regreso. La transici¨®n a la normalidad se hace abrupta. Ni siquiera nos consuela la solidaridad de la resaca o los corrillos espont¨¢neos donde se evoca la experiencia. Vuelven vac¨ªas las cestas de mimbre. Y nos amontonamos en el and¨¦n de la estaci¨®n de Lewes como si hubi¨¦ramos retornado de una boda. No la de B¨¦atrice y B¨¦n¨¦dict en la ¨®pera de Berlioz, sino cualquier ceremonia prosaica del mundo real. Andares titubeantes. Mujeres que se cambian de zapatos. Hombres que se despojan de la chaqueta.
As¨ª es que la invasi¨®n de mel¨®manos en el tren de las diez de la noche ¨Co de las once¨C deja, ahora s¨ª, estupefactos a los dem¨¢s pasajeros. Que no terminan de explicarse la multitudinaria transformaci¨®n sociol¨®gica de un tren regional camino de la estaci¨®n Victoria. Y que piden explicaciones cordiales al revisor.
Hay soluciones alternativas al trauma del retorno. La mejor es quedarse. No en la mansi¨®n de los Christie, cuya hospitalidad se ha demostrado saciada, pero s¨ª en cualquiera de los pueblos aleda?os. Tan bellos algunos como Rye, donde vivi¨® Henry James. O tan pintorescos y coquetos como Dean, donde vivi¨® y muri¨® Sherlock Holmes a decir de las leyendas locales.
La casa del detective se recorta a unos pocos kil¨®metros de los acantilados blancos que dan nombre a Albi¨®n. Y que explican el recelo de los invasores hasta que uno de ellos, Guillermo el Conquistador, naveg¨® desde Normand¨ªa con sus barcos y sus caballos para deponer la monarqu¨ªa inglesa. Sucedi¨® en la batalla de Hastings (1066). Es la parada siguiente a Lewes en la evasi¨®n hacia el sur. La escogieron Virginia Woolf y los compadres de Bloomsbury para instalarse en una comuna ¨CCharleston House¨C, sabiendo que el amor prevalece sobre la guerra y que el arte prevalece sobre la realidad. Por eso muri¨® como Ofelia en un r¨ªo con los bolsillos llenos de piedras. E imaginando a Shakespeare a la derecha del Padre.
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