Falc¨®
La mujer que iba a morir hablaba desde hac¨ªa diez minutos en el vag¨®n de primera clase. Era la suya una conversaci¨®n banal, intrascendente: la temporada en Biarritz, la ¨²ltima pel¨ªcula de Clark Gable y Joan Crawford. La guerra de Espa?a apenas la hab¨ªa mencionado de pasada en un par de ocasiones. Lorenzo Falc¨® la escuchaba con un cigarrillo a medio consumir entre los dedos, una pierna cruzada sobre la otra, procurando no aplastar demasiado la raya del pantal¨®n de franela. La mujer estaba sentada junto a la ventanilla, al otro lado de la cual desfilaba la noche, y Falc¨® se hallaba en el extremo opuesto, junto a la puerta que daba al pasillo del vag¨®n. Estaban solos en el departamento.
¨CEra Jean Harlow ¨Cdijo Falc¨®.
¨C?Perd¨®n?
¨CHarlow. Jean¡ La de Mares de China, con Gable.
¨COh.
La mujer lo mir¨® sin pesta?ear tres segundos m¨¢s de lo usual. Todas las mujeres le conced¨ªan a Falc¨® al menos esos tres segundos. ?l a¨²n la estudi¨® unos instantes, apreciando las medias de seda con costura, los zapatos de buena calidad, el sombrero y el bolso en el asiento contiguo, el vestido elegante de Vionnet que contrastaba un poco, a ojos de un buen observador ¨Cy ¨¦l lo era¨C con el f¨ªsico vagamente vulgar de la mujer. La afectaci¨®n era tambi¨¦n un indicio revelador. Ella hab¨ªa abierto el bolso y se retocaba labios y cejas, aparentando unos modales y educaci¨®n de los que en realidad carec¨ªa. La suya era una cobertura razonable, concluy¨® Falc¨®. Elaborada. Pero distaba mucho de ser perfecta.
¨C?Y usted, tambi¨¦n viaja hasta Barcelona? ¨Cpregunt¨® ella.
¨CS¨ª.
¨C?A pesar de la guerra?
¨CSoy hombre de negocios. La guerra dificulta unos y facilita otros.
Una fugaz sombra de desprecio, reprimida en el acto, vel¨® los ojos de la mujer.
¨CEntiendo.
Tres vagones m¨¢s adelante, la locomotora emiti¨® un largo silbido, y el traqueteo de los bogies se intensific¨® cuando el expreso entr¨® en una curva prolongada. Falc¨® mir¨® el Patek Philippe en su mu?eca izquierda. Faltaba un cuarto de hora para que el tren parase cinco minutos en la estaci¨®n de Narbonne.
¨CDisculpe ¨Cdijo.
Apag¨® el cigarrillo en el cenicero del brazo de su asiento y se puso en pie, alisando los faldones de la chaqueta tras ajustarse el nudo de la corbata. Apenas dedic¨® un vistazo al baqueteado malet¨ªn de piel de cerdo que estaba con el sombrero y la gabardina en la red portaequipajes, sobre su cabeza. No hab¨ªa nada dentro, excepto unos libros viejos para darle algo de peso aparente. Lo necesario ¨Cpasaporte, cartera con dinero franc¨¦s, alem¨¢n y suizo, un tubo de cafiaspirinas, pitillera de carey, encendedor de plata y una pistola Browning de calibre 9 mm con seis balas en el cargador¨C lo portaba encima. Llevarse el sombrero podr¨ªa despertar las sospechas de la mujer, as¨ª que se limit¨® a coger la gabardina, dirigiendo un apesadumbrado y silencioso adi¨®s al impecable Trilby de fieltro casta?o.
¨CCon su permiso ¨Ca?adi¨®, abriendo la puerta corredera.
Falc¨® dirigi¨® una brev e mirada hacia el vag¨®n que acababa de abandonar: por el lado del pasillo, las cortinas del departamento donde estaba la mujer se ve¨ªan bajadas.
Cuando mir¨® a la mujer por ¨²ltima vez, antes de salir, ¨¦sta hab¨ªa vuelto el rostro hacia la noche exterior y su perfil se reflejaba en el vidrio oscuro de la ventanilla. La ¨²ltima ojeada la dedic¨® Falc¨® a sus piernas. Eran bonitas, concluy¨® ecu¨¢nime. El rostro no era gran cosa y deb¨ªa mucho al maquillaje, pero el vestido moldeaba formas sugerentes y las piernas las confirmaban.
En el pasillo hab¨ªa un hombre de baja estatura, cubierto con un abrigo largo de pelo de camello, unos zapatos de dos colores y un sombrero negro de ala muy ancha. Ten¨ªa los ojos saltones y un vago parecido con el actor americano George Raft. Cuando Falc¨® se detuvo a su lado con aire casual, percibi¨® un intenso olor a pomada para el pelo mezclado con perfume de agua de rosas. Casi desagradable.
¨C?Es ella? ¨Csusurr¨® el hombrecillo.
Asinti¨® Falc¨® mientras sacaba la pitillera y se pon¨ªa otro cigarrillo en los labios. El del abrigo largo torci¨® la boca, que era peque?a, sonrosada y cruel.
¨C?Seguro?
Sin responder, Falc¨® encendi¨® el pitillo y sigui¨® camino hasta el final del vag¨®n. Al llegar a la plataforma se volvi¨® a mirar atr¨¢s, y vio que el individuo ya no estaba en el pasillo. Fum¨® apoyado en la puerta del lavabo, inm¨®vil junto al fuelle que un¨ªa el vag¨®n con el siguiente, escuchando el traqueteo ensordecedor de las ruedas en las v¨ªas. En Salamanca, el Almirante hab¨ªa insistido mucho en que no fuera ¨¦l quien resolviera la parte t¨¢ctica del asunto. No queremos quemarte, ni arriesgar nada si algo sale mal, fue el dictamen. La orden. Esa mujer viaja de Par¨ªs a Barcelona, sin escolta. Lim¨ªtate a dar con ella e identificarla, y luego qu¨ªtate de en medio. Paquito Ara?a se encargar¨¢ de lo dem¨¢s. Ya sabes. A su manera sutil. A ¨¦l se le da bien esa clase de cosas.
De nuevo son¨® la sirena en cabeza del convoy. El tren disminu¨ªa la velocidad y empezaban a verse luces que discurr¨ªan cada vez m¨¢s despacio. El traqueteo de los bogies se hizo pausado y menos r¨ªtmico. El revisor, uniformado de azul y con la gorra puesta, apareci¨® al extremo del pasillo, anunciando ?Narbonne, cinco minutos de parada?, y su presencia puso alerta a Falc¨®, que lo observ¨®, tenso, mientras se acercaba y pasaba por delante del compartimiento que hab¨ªa abandonado. Pero nada llam¨® la atenci¨®n del revisor ¨Clo previsible era que Ara?a hubiese bajado las cortinillas¨C, que lleg¨® junto a Falc¨® tras repetir lo de ?Narbonne, cinco minutos de parada?, y se dirigi¨® por el fuelle al vag¨®n contiguo.
Hab¨ªa poca gente en el and¨¦n: media docena de viajeros que bajaban del tren con sus maletas, un jefe de estaci¨®n de gorra roja y farol en la mano que caminaba sin prisa hacia la locomotora, y un gendarme de aire aburrido, cubierto con capa corta, que estaba junto a la puerta de salida, las manos cruzadas a la espalda y los ojos fijos en el reloj suspendido de la marquesina, cuyas agujas marcaban las 0.45. Mientras iba hacia la salida, Falc¨® dirigi¨® una breve mirada al vag¨®n que acababa de abandonar: por el lado del pasillo, las cortinas del departamento donde estaba la mujer se ve¨ªan bajadas. En el mismo vistazo advirti¨® que Ara?a tambi¨¦n hab¨ªa dejado el tren por la puerta de otro vag¨®n y se mov¨ªa media docena de pasos detr¨¢s de ¨¦l.
En cabeza del convoy, el jefe de estaci¨®n balance¨® el farol e hizo sonar un silbato. La locomotora dej¨® escapar un resoplido de vapor y se puso en marcha, arrastrando el tren. Para entonces Falc¨® ya entraba en el edificio, cruzaba el vest¨ªbulo y sal¨ªa a la calle, bajo el resplandor amarillento de las farolas que iluminaban un muro cubierto de carteles publicitarios y un autom¨®vil Peugeot junto al bordillo un poco m¨¢s all¨¢ de la parada de taxis, all¨ª donde se supon¨ªa que deb¨ªa estar. Se detuvo Falc¨® un momento, justo el tiempo necesario para que Ara?a lo alcanzase. No tuvo necesidad de volverse, pues le anunci¨® la proximidad del otro su inconfundible olor a pomada capilar y agua de rosas.
¨CEra ella ¨Cconfirm¨® Ara?a.
El tren disminu¨ªa la velocidad y empezaban a verse luces que discurr¨ªan cada vez m¨¢s despacio. .
Al mismo tiempo que dec¨ªa eso, le pas¨® a Falc¨® una peque?a cartera de piel. Despu¨¦s, con las manos en los bolsillos del abrigo y el sombrero inclinado sobre los ojos, el hombrecillo camin¨® con pasitos cortos y r¨¢pidos entre la vaga luz amarillenta de la calle hasta perderse en las sombras. Por su parte, Falc¨® se dirigi¨® al Peugeot, que ten¨ªa el motor en marcha y una silueta negra e inm¨®vil en el lugar del conductor. Abri¨® la puerta trasera y se instal¨® en el asiento, poniendo la gabardina a un lado, con la cartera sobre las rodillas.
¨C?Tiene una linterna?
¨CS¨ª.
¨CD¨¦mela.
El conductor le pas¨® una l¨¢mpara el¨¦ctrica, meti¨® la primera marcha y arranc¨® el autom¨®vil. Los faros iluminaron las calles desiertas y luego las afueras de la ciudad, enfilando una carretera donde los troncos de los ¨¢rboles estaban pintados con franjas blancas. Falc¨® puls¨® el interruptor, dirigiendo el haz de luz al contenido de la cartera: cartas y documentos mecanografiados, una agenda con tel¨¦fonos y direcciones, dos recortes de prensa alemana y una acreditaci¨®n con fotograf¨ªa y sello del gobierno de la Generalidad catalana a nombre de Luisa Rovira Balcells. Cuatro de los documentos llevaban sellos del Partido Comunista de Espa?a. Volvi¨® a guardarlo todo en la cartera, puso la linterna a un lado y se acomod¨® mejor en el asiento, cerrados los ojos, apoyada la cabeza en el respaldo tras aflojar el nudo de la corbata y cubrirse con la gabardina. Ni siquiera ahora, relajado por el sue?o creciente, su rostro anguloso y atractivo, en el que empezaba a despuntar la barba tras varias horas sin afeitar, llegaba a perder su expresi¨®n habitual, que sol¨ªa ser divertida, simp¨¢tica, aunque con un rictus de dureza cruel que pod¨ªa enturbiarla de modo inquietante; como si su propietario estuviese en presencia continua de una broma tragic¨®mica, universal, de la que ¨¦l mismo formara parte.
Los ¨¢rboles pintados de blanco segu¨ªan desfilando a la luz de los faros, a uno y otro lado de la carretera. El ¨²ltimo pensamiento de Falc¨® antes de quedarse dormido con el balanceo del autom¨®vil fue para las piernas de la mujer muerta. L¨¢stima, concluy¨® al filo del sue?o. El desperdicio. En otro momento no le habr¨ªa importado pernoctar sin prisas entre aquellas piernas.
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