Historia de un hombre bajito
MIR? HACIA delante y se pregunt¨® c¨®mo habr¨ªa sido su vida si hubiera llegado a crecer 10 o 15 cent¨ªmetros m¨¢s.
En el instituto le hab¨ªa tocado ser el m¨¢s bajo del grupo que surt¨ªa de p¨ªvots al equipo de baloncesto, y a veces pensaba que con aquella abrumadora concentraci¨®n de cent¨ªmetros hab¨ªa empezado todo. Tampoco es que jugara muy bien al f¨²tbol, pero el deporte rey le parec¨ªa m¨¢s igualitario. Sin embargo, en su clase, ni siquiera Messi hubiera tenido una oportunidad.
?Pues s¨ª que sois altos!, dec¨ªan los profesores el primer d¨ªa de curso, al pasar lista, y las chicas volv¨ªan la cabeza, sonre¨ªan, se derret¨ªan. Ellas, que no lograban ver a ning¨²n compa?ero que midiera menos de un metro ochenta, iban a los entrenamientos, a los partidos, ensayaban bailes, canciones, compet¨ªan tambi¨¦n, a su manera, por la estatura de sus novios. Los resultados del equipo, que nunca dejaron de ser mediocres, eran lo de menos.
Ellos segu¨ªan siendo tan altos, tan guapos, tan uniformados como antes, aunque ahora llevaban polos de marca.
Cuando ¨¦l empez¨® la carrera, s¨®lo las dos estrellas del instituto aspiraban a convertirse en profesionales. Cuando la termin¨®, ninguno de los dos hab¨ªa jugado nunca en Primera Divisi¨®n. M¨¢s tarde, la oposici¨®n empez¨® a absorber todo su tiempo, pero cuando iba los domingos a Pozuelo, a comer en casa de sus padres, los ve¨ªa tomando el aperitivo en pandilla, en alguna terraza, y le parec¨ªa que nada hab¨ªa cambiado. Ellos segu¨ªan siendo tan altos, tan guapos, tan uniformados como antes, aunque ahora llevaban polos de marca, pantalones de loneta en tonos tostados, cinturones de cuero trenzado y mocasines. Ellas, sus novias de anta?o, se hab¨ªan convertido en sus esposas, pero segu¨ªan luciendo largas melenas rubias y su propio uniforme, vaqueros celestes, ce?idos, con el anagrama de un modisto bordado en los bolsillos, camisas de algod¨®n rayado en blanco y colores pastel, joyas de oro amarillo y bolsos con un logotipo estampado. Con el tiempo, incorporaron pulseras de tela y metal con los colores de la bandera nacional, a juego con el cuello de los polos de sus maridos, y casi todas parieron, algunas engordaron, otras se divorciaron, pero el list¨®n de su mirada no descendi¨® un mil¨ªmetro. A los 15 a?os no le ve¨ªan; a los 30, tampoco. Veinte a?os despu¨¦s, pens¨® con una sonrisa, habr¨ªan dado cualquier cosa por no tener que mirarle.
?l los conoc¨ªa de toda la vida y comprend¨ªa a la perfecci¨®n lo que hab¨ªa ocurrido. Todos ellos estaban tan convencidos de que hab¨ªan nacido para triunfar que no pod¨ªan aceptar que la carencia del talento suficiente para lograrlo con un bal¨®n entre las manos pudiera convertirles en perdedores. Hab¨ªan nacido ganadores, y cualquier camino era bueno para alcanzar su destino. A partir de ah¨ª, los acontecimientos se concatenaban con la primorosa docilidad de una hilera de fichas de domin¨®. Con los datos en la mano, se lo explic¨® a sus colegas, a sus conocidos, a los alumnos y alumnas que le miraban sin disimular su admiraci¨®n, aunque siguiera siendo un hombre bajito.
Y all¨ª estaban, sentados en las dos primeras filas de asientos, igual de altos pero tan callados y formales como nunca hab¨ªan estado en clase.
Los conoc¨ªa muy bien, y por eso, con la mejor voluntad, intent¨® rechazarlos, pero ni su petici¨®n ni las que formularon ellos para perderlo de vista fueron aceptadas. Al contrario, sus superiores consideraron que su experiencia, y el grado de conocimiento que derivaba de ella, le convert¨ªan en la persona id¨®nea para aquella tarea. As¨ª, hab¨ªan llegado juntos hasta aquel d¨ªa.
Y all¨ª estaban, sentados en las dos primeras filas de asientos, igual de altos pero tan callados y formales como nunca hab¨ªan estado en clase, los hombros encogidos, la cabeza baja, los ojos clavados en las baldosas. A un lado, sin embargo, algunas mujeres rubias por fin lograban verle cuando le miraban. Se fij¨® en que no eran muchas y no le extra?¨®. En aquellas circunstancias sol¨ªan menudear las deserciones. No en vano dos docenas de c¨¢maras de televisi¨®n estaban ya encendidas, varios periodistas con un micr¨®fono en la mano grabando sus entradillas.
¨CSe?or¨ªa ¨Cun ujier se acerc¨® a ¨¦l¨C, ya es la hora.
Un hombre bajito, m¨¢s achaparrado a¨²n en su toga negra, se dirigi¨® a la mesa y todos los presentes se levantaron al verle entrar. Cuando se sent¨®, procur¨® olvidar que los acusados en aquel macroproceso de corrupci¨®n hab¨ªan jugado alguna vez al baloncesto.
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