El lenguaje del odio
Se usa el discurso como continuaci¨®n de la violencia por otros medios
Prolifera en la pol¨ªtica el lenguaje del odio. Lo hace en Espa?a y fuera de ella; en las redes sociales, los plat¨®s televisivos y las emisoras de radio; en la calle y, tambi¨¦n, por desgracia, en los parlamentos. El lenguaje del odio no es nuevo; es tan viejo como el empe?o de los totalitarismos, sean de izquierdas, de derechas o nacionalistas, en destruir la democracia, acabar con la libertad e imponer su credo a los individuos. Pero sorprende que haya vuelto, y que lo haya hecho con tanta virulencia. Lo observamos extenderse en la Am¨¦rica que representa Trump, el Reino Unido de Nigel Farage, la Francia de Marine Le Pen o la Espa?a de Gabriel Rufi¨¢n. Unos ofenden a las mujeres, otros denigran a los extranjeros, los de m¨¢s all¨¢ humillan a los musulmanes y los de m¨¢s ac¨¢ presumen en p¨²blico del asco y desprecio que les provocan sus rivales pol¨ªticos.
En el lenguaje del odio se confunde el acto de hablar, cuyo fin es construir sentido, con el acto violento, cuyo fin es destruir. El lenguaje, que en una democracia debe habitar en una esfera aut¨®noma y separada de la coacci¨®n, se transforma en un elemento a su servicio, convirtiendo el discurso pol¨ªtico en la continuaci¨®n de la violencia por otros medios.
Editoriales anteriores
El lenguaje del odio desnaturaliza el fin democr¨¢tico del parlamento (parlamento, recu¨¦rdese, viene de parliamentum, habla). Cuando el lenguaje de la injuria, utilizado para ofender, se traslada al parlamento, no solo se estigmatiza y subordina al agraviado, sino que se excluye la posibilidad de una respuesta. Cuando no hay argumento, sino mera descalificaci¨®n, se elimina la opci¨®n de r¨¦plica y, por tanto, del di¨¢logo. Cuando se se?ala al adversario pol¨ªtico como indigno, se impide el juego pol¨ªtico, pues se evita la posibilidad de que el otro pueda vencer aportando mejores razones.
Los que practican el discurso del odio, muchas veces arrog¨¢ndose la defensa de una democracia que alegan mancillada, deber¨ªan saber que esta solo es posible a partir de la oportunidad de r¨¦plica y expresi¨®n, que el intercambio de argumentos, de opiniones o de razones pol¨ªticas solo es posible bajo la forma de un respeto moral que uno debe de partida al adversario pol¨ªtico. Pero, por desgracia, el lenguaje del argumento y la contestaci¨®n pol¨ªtica genuina est¨¢ desapareciendo a favor de la descalificaci¨®n y el insulto b¨¦lico: traidores, enemigos, iscariotes, todo forma parte de la jerga del dogm¨¢tico que exhala verdades como pu?os con las que mutila cualquier vestigio de conversaci¨®n.
El disenso es la condici¨®n de posibilidad para iniciar un di¨¢logo, y la escucha, el pr¨®logo de una conversaci¨®n responsable. En una sociedad abierta, el enemigo no es quien piensa de otra manera o nos quiere convencer con sus argumentos, sino quien quiere destruir el di¨¢logo y la mera posibilidad de discrepancia leg¨ªtima. En este pa¨ªs, donde tanto y con tan funestas consecuencias se ha practicado el odio, deber¨ªamos haber aprendido ya que el lenguaje del odio no produce nada, salvo m¨¢s odio, desprecio y desafecci¨®n pol¨ªtica. Ese lenguaje debe ser desterrado de la pol¨ªtica democr¨¢tica, porque es incompatible con ella.
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