C¨®mo liberar a los ni?os de Burundi
El juego para borrar las pesadillas de los m¨¢s peque?os, invadidas por balas perdidas y cad¨¢veres en las calles; la educaci¨®n informal para reinsertar a los adolescentes que un d¨ªa fueron apresados
Dos ni?os se disputan un bal¨®n al aire. El m¨¢s alto, de no m¨¢s de 10 a?os, lo coge al vuelo, pero es arrollado. Le protesta con agresividad al m¨¢s peque?o por el empuj¨®n. El menor recula: ¡°Lo siento¡±. Es un juego y siguen a la carrera. Est¨¢n en una explanada de tierra y piedras limitada por dos porter¨ªas de palos del barrio de Kamesa, al sur de Bujumbura, capital de Burundi (10,5 millones de habitantes). Kamesa fue uno de esos barrios que salieron a la calle en abril de 2015 para protestar contra la candidatura a un tercer mandato del presidente Pierre Nkurunziza. Y de la violenta represi¨®n, el enfrentamiento armado y la muerte fueron testigos tambi¨¦n los m¨¢s peque?os ¨Cuna treintena muri¨® en todo el pa¨ªs por disparos o lanzamiento de granadas-. El bal¨®n sigue volando por el campo de Kamesa, entre risas, sobre todo, pero tambi¨¦n alg¨²n brote violento que documentan los animadores de este proyecto psicosocial que coordina Unicef en colaboraci¨®n con las ONG Play y PPSM. Objetivo: liberar a los ni?os de sus pesadillas, invadidas por balas p¨¦rdidas y cuerpos sin vida sobre las calles. Recuperar el pedazo de infancia que ya perdieron la mayor¨ªa de los cerca de 700 menores que fueron detenidos de forma arbitraria durante la crisis, acusados de pertenecer a grupos armados. Muchos fueron a parar a c¨¢rceles de adultos.
Son ni?os convertidos en peque?os hombrecitos bravos. Recuerdan los animadores del espacio Kamesa que algunos de los primeros menores que llegaron tras la violenta crisis, muchos que ni levantaban un palmo del suelo, escond¨ªan cuchillos bajo las camisetas. Ven¨ªan y vienen despu¨¦s del colegio, a varios kil¨®metros de distancia. No muy lejos del camino de tierra que se abre al campo de f¨²tbol se parapeta un control de la polic¨ªa. La polic¨ªa, la polic¨ªa, se repite en la memoria de los peque?os. So?aban con los hombres uniformados; eran los que despertaban sus pesadillas. Fueron los malos -y lo seguir¨¢n siendo para muchos-, aunque el trabajo de los psic¨®logos est¨¢ borrando ese rastro. "Escuch¨¦ muchos tiros y vi muertos", dice una joven de 14 a?os (no ser¨¢ identificada en el reportaje, como la mayor¨ªa de menores, por cuestiones de seguridad), sentada en el suelo de una tienda de campa?a de pl¨¢stico que protege del fuerte sol.
Es t¨ªmida y habla bajito, casi con monos¨ªlabos, pero est¨¢ dispuesta a re¨ªr. Juega con los dedos del pie derecho y evita la mirada. Espigada y ataviada con una capucha que esconde su pelo corto, esta menor ha dejado atr¨¢s sus pesadillas. No la dejaban dormir, descansar, centrarse en la escuela. La violencia hab¨ªa hecho mella. "Pensaba que la polic¨ªa era la responsable". Y por eso la tiene miedo, aunque ha mejorado mucho. Como admiten los psic¨®logos, est¨¢ muy bien en comparaci¨®n a c¨®mo estuvo. Eso s¨ª, sigue sin saber por qu¨¦ su t¨ªo tuvo que huir a Congo. M¨¢s dicharachero entra en la tienda otro de los ni?os de Kamesa -unos 90 participan este d¨ªa en el proyecto-. Es el s¨¦ptimo de 10 hermanos. Ahora sonr¨ªe, antes no lo hac¨ªa. Vino por lo mismo que muchos: sue?os terribles en los que aparec¨ªa la polic¨ªa; el ruido de los disparos en su barrio, y, en su caso, la p¨¦rdida de un miembro de la familia. Cuando cuenta esto, lo que recuerda de aquellos d¨ªas, roza el llanto sin parar de hablar, de relatar en su lengua, el kirundi, con los ojos puestos en el pl¨¢stico blanco. "Ahora quiero ser m¨¦dico o profesor", dice. Ya es algo.
Trauma -1 de cada 4 lo sufren-, estigma, pena, rabia. As¨ª funciona el juego: los dos chicos que chocaron siguen corriendo, pero el animador o el asistente psicosocial apunta la matr¨ªcula. Cuando el bal¨®n se detiene, los chavales se re¨²nen. La pregunta, dice Athanase Ngendakuriyo, trabajador de Play, ser¨¢: ?Qu¨¦ pas¨® cuando recibiste el empuj¨®n? ?Qu¨¦ te pareci¨® que te pidiera perd¨®n? Ellos aprenden. Conf¨ªan.
Seguir el rastro que deja la violencia en la infancia de Burundi es seguir el rastro al futuro del pa¨ªs. Es una tierra preciosa, rodeada de una monta?a de un verde intenso y abrazada por el gran lago Tanganika. Pero es una tierra de ni?os sumamente castigados: m¨¢s de la mitad de la poblaci¨®n es menor de edad; tres de cada cinco ni?os sufre malnutrici¨®n cr¨®nica; la cifra de mortalidad infantil (por debajo de cinco a?os) es disparatada (82 de cada 1.000 menores); las escuelas son hornos destartalados y masificados (72 alumnos por aula); la violencia sexual est¨¢ extendida, el trabajo infantil, tolerado...
El centro de reeducaci¨®n de la provincia de Rumonge es un peque?o agujerito por el que se ve la infancia trabada de Burundi. Es el segundo que abre Unicef, con el benepl¨¢cito y consenso del presidente Nkurunziza. Muchos de los cientos de adolescentes arrestados durante la escalada violenta de 2015 fueron a parar a c¨¢rceles de adultos. El delito m¨¢s extendido del que hizo uso el aparato policial del Gobierno: pertenencia a banda armada. La agencia de la ONU ha posibilitado ahora que los menores detenidos vayan directamente a estos centros de reeducaci¨®n para cumplir su pena.
Una docena de estos chavales pega fuerte a los tamtam de Burundi, un s¨ªmbolo del pasado y presente del pa¨ªs. Cantan y teatralizan. Escenifican c¨®mo si labrasen y hablasen con la tierra -no en vano, el 90% de la poblaci¨®n depende de la agricultura-. Paran, se disuelven y caminan a uno de los complejos donde reciben educaci¨®n y formaci¨®n profesional. La mayor¨ªa tiene entre 16 y 17 a?os. El m¨¢s peque?o, reci¨¦n llegado, cuenta 15 primaveras. Seg¨²n informa un responsable del centro, Jean Claude Nkezimana, muchos de ellos fueron condenados por violaci¨®n, aunque los hay tambi¨¦n que cumplen largas sentencias por hurto. Uno de estos ¨²ltimos, de 17 a?os, entrevestido con telas blancas, rojas y verdes, los colores nacionales, suma y resta frente a la pantalla de un ordenador. "Aqu¨ª he aprendido a tocar los tambores, matem¨¢ticas y lengua, pero quiero ser m¨¦dico profesional", dice mirando hacia la pared, solicito para que la c¨¢mara no le coja el rostro.
Este menor fue pillado mientras robaba ropa. Le cay¨® un a?o de detenci¨®n. En Rumonge tiene que seguir las reglas, colaborar en la limpieza de habitaciones y letrinas, participar en las clases formales y las animaciones, tambi¨¦n en las horas de teatro y deporte... "Espero volver a un Burundi en el que no haya guerra, que sea pac¨ªfico". Lo podr¨¢ hacer en unas horas porque es su ¨²ltimo d¨ªa de condena -falta que lleguen los papeles para su libertad-. Como lo es el de su colega de sala. Tiene la misma edad, aunque es m¨¢s enjuto. Su historia, no cabe duda, es tan dura como visible. Est¨¢ sentado en una silla con las muletas apoyadas sobre el mu?¨®n de su pierna derecha. Ha cumplido tres meses en Rumonge, m¨¢s otros tres en la prisi¨®n central. "Estoy cabreado y frustrado".
Entre ¨¦l y empleados de la instituci¨®n cuentan su historia: trabajaba en una tienda de uno de los barrios opositores al presidente (Gihanga, en la provincia de Bubanza). Un d¨ªa tuvo la mala suerte de ser alcanzado por una bala perdida. Finalmente tuvieron que amputarle la pierna. Lo pas¨® mal, sobre todo, cuando la polic¨ªa decidi¨® el arresto aprovechando su convalecencia. Le acusaron de pertenecer a banda armada, pero nadie sabe a ciencia cierta si as¨ª fue. "Yo s¨®lo trabajaba en una tienda", dice el joven, que viste una camiseta de f¨²tbol roja muy castigada. ?Y cuando salgas? "Quiero volver a la tienda a trabajar". Dif¨ªcil regreso, no ya por el camino emprendido sino por su furia latente con aquello que le quit¨® una parte s¨ª mismo.
El proyecto de reeducaci¨®n, gestionado por Unicef, seguir¨¢ a los chavales tambi¨¦n en libertad. Plantaron la semilla de la confianza, ese era el objetivo. Otra cosa es el fruto. Eso, como coinciden en valorar los trabajadores, es m¨¢s dif¨ªcil de prever.?
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