Las pausas
HAC?? SIETE a?os que no viajaba a los Estados Unidos y me fue a pillar en Nueva York su segundo peor d¨ªa del siglo, el del triunfo de Trump. Por la tarde tom¨¦ un caf¨¦ con Wendy Lesser, directora de una revista californiana que exagera su gentileza al publicarme art¨ªculos antediluvianos. Estaba de los nervios pese a que las ¨²ltimas encuestas a¨²n eran tranquilizadoras. No mucho, pero algo. Su marido se hallaba en Sicilia, y ella no se atrev¨ªa a seguir el recuento a solas, iba a reunirse con amigos para encajar en compa?¨ªa el golpe, si se produc¨ªa. Conoc¨ªa a mucha gente que no pensaba levantarse de la cama al d¨ªa siguiente, en ese caso. Por la noche fui a casa de mi editor Sonny Mehta, al que no conoc¨ªa, y luego a cenar con ¨¦l, su mujer Gita, mi agente Mar¨ªa Lynch y algunas personas m¨¢s. Me extra?¨® que propusieran ese plan en fecha tan crucial, pero bueno, era un placer. Sonny y Gita Mehta me inspiraron confianza en seguida, al ver que a sus m¨¢s de setenta a?os fumaban con naturalidad en un pa¨ªs para el que eso ¨Cque estimul¨® y export¨® como nadie¨C parece ser peor que la pederastia. Inteligentes y c¨¢lidos, ella tambi¨¦n estaba de los nervios y pensaba aguantar hasta la hora que fuera pegada a la televisi¨®n. ?l, m¨¢s tranquilo, restaba importancia al posible drama. A lo largo de la cena alg¨²n comensal mir¨® su iPhone para comprobar c¨®mo iba la cosa, y al saberse que Florida ca¨ªa del lado de Trump empez¨® a cundir la angustia. Lleg¨® un momento en que nuestra mesa era la ¨²nica ocupada en el restaurante. Los camareros se mostraban tan impacientes como a¨²n confiados: ¡°Obama iba perdiendo a estas horas, hace cuatro a?os; puede cambiar¡±, dijo uno de ellos. As¨ª que nos levantamos y yo me fui al hotel, que ¨Coh desdicha¨C estaba a dos pasos del Hilton, donde Trump ten¨ªa su cuartel general, y de la Trump Tower, ante la que las masas idiotizadas se hacen selfies sin parar, y lo que te rondar¨¦ morena a partir de ahora.
Al saberse que Florida ca¨ªa del lado de Trump empez¨® a cundir la angustia. Camareros se mostraban tan impacientes como a¨²n confiados.
Mi estancia qued¨® amargada por el resultado. Estando en Nueva York, muy dem¨®crata, con escritores, editores y periodistas, ante m¨ª desfil¨® un cortejo f¨²nebre, mis interlocutores desolados o en estado de incredulidad. Lo mismo en Filadelfia, por cierto; en todas las ciudades grandes. Como es natural, les costaba prestar atenci¨®n a mi novela reci¨¦n publicada all¨ª. Pero no eran s¨®lo los neoyorquinos ¡°literarios¡±. Tampoco la conductora que me llev¨® al aeropuerto al marcharme sal¨ªa de su asombro, y vaticinaba lo mucho que se iba a a?orar a Obama: ¡°Su coraz¨®n est¨¢ siempre donde debe estar¡±.
Fue otro taxista (americano, blanco, de unos cincuenta a?os) el ¨²nico que, sin estar complacido, tampoco parec¨ªa muy disgustado por la victoria de Trump. Durante el trayecto hasta el Museo Frick discurse¨® sin parar, como si fuera madrile?o: ¡°Yo lo hab¨ªa visto venir desde nueve millas de distancia¡±, se jact¨®. Lo fui escuchando bastante en silencio, hasta que dijo lo de las armas: ¡°La gente no quiere pol¨ªticos que le limiten su uso. Si ellos las llevan, o sus guardaespaldas, ?por qu¨¦ nosotros no?¡± ¡°Bueno¡±, le contest¨¦, ¡°en Europa tenemos asumido que ante un problema la polic¨ªa se encarga, o el Estado, y lo cierto es que padecemos un n¨²mero de homicidios por arma de fuego infinitamente inferior al de ustedes aqu¨ª¡±. Como si la idea le resultara novedosa, respondi¨®: ¡°Ah, eso es interesante. ?Infinitamente menor?¡± ¡°Ya lo creo, sin comparaci¨®n¡±. Cambi¨® de tercio: ¡°As¨ª que es usted europeo, ?de d¨®nde?¡± Se lo dije. ¡°?A qu¨¦ se dedica, si puedo preguntar?¡± Se lo dije. ¡°D¨ªgame de qu¨¦ va una de sus novelas¡±. Le cont¨¦ el arranque de la ¨²ltima, m¨¢s no sab¨ªa decirle. Y entonces vino lo ins¨®lito: ¡°?Conoci¨® usted a Ortega, por casualidad?¡±, me pregunt¨®. Mi sorpresa fue may¨²scula: ¡°?A Ortega y Gasset, el fil¨®sofo?¡± ¡°S¨ª¡±. ¡°De hecho, s¨ª¡±, le dije, ¡°cuando yo era peque?o. ?l muri¨® en los a?os cincuenta. Un vago recuerdo. Pero mi padre era muy amigo suyo y su principal disc¨ªpulo¡±. Lleg¨¢bamos ya a destino y no me dio tiempo a averiguar c¨®mo diablos conoc¨ªa a Ortega un taxista neoyorquino al que no fastidiaba en exceso Trump. Par¨® el coche ante el museo, se volvi¨®, me estrech¨® efusivamente la mano y exclam¨®: ¡°Pues ha sido un honor conocerlo. Y adem¨¢s voy a comprar su libro¡±. Al pagarle, con generosa propina (un colega asi¨¢tico suyo me hab¨ªa afeado que no le dejara ¡°al menos el 20%¡±), me devolvi¨® cinco d¨®lares, y a?adi¨®: ¡°A alguien que ha conocido a Ortega le hago descuento. Todo un placer¡±.
En el Frick me esperaba un joven y culto periodista, tan deprimido (era la ma?ana siguiente a la elecci¨®n) que hab¨ªa estado a punto de cancelar la cita, me confes¨®. Le relat¨¦ la inveros¨ªmil an¨¦cdota y lo animaron la curiosidad y el estupor. ¡°?Y c¨®mo era? ?De qu¨¦ origen? ?De qu¨¦ edad?¡±, me preguntaba con sumo inter¨¦s. Luego los cuadros del Frick y nuestra conversaci¨®n sobre otros asuntos lo llevaron a decir: ¡°Me alegro de no haber cancelado la cita. Todo esto ha sido una bendita pausa¡±. Tambi¨¦n en lo m¨¢s ominoso, en lo peor, se producen pausas. Nos salva que casi nada es nunca sin cesar.
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