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Canudos, la ciudad del fin del mundo

Maria Ant¨®nia But?o, de 77 a?os, junto a una peque?a capilla cercana a su casa. Sus abuelos lucharon en la guerra.
Maria Ant¨®nia But?o, de 77 a?os, junto a una peque?a capilla cercana a su casa. Sus abuelos lucharon en la guerra. V¨ªctor Moriyama
Antonio Jim¨¦nez Barca

E L TRUENO resuena en la colina no muy lejos del ranchito y Julius Redondo (camisa sucia de tierra, machete colgando del cintur¨®n) levanta la cabeza con asombro dentro de la casa. Dice solo una palabra:

¨CChuva [lluvia].

La pronuncia con emoci¨®n y alivio. Con la entonaci¨®n feliz del que espera hace mucho a alguien que aparece por fin.

Yamilson Mendes, un gu¨ªa tur¨ªstico de 35 a?os (gorra de ciclista, gafas de sol, pantal¨®n corto), mira al viejo pastor de 85, se contagia de su optimismo y a?ade dos palabras m¨¢s para confirmar la buena noticia:

¨CChuva, sim [lluvia, s¨ª].

Salen de la casa sin hablar, se aproximan a la cerca de las cabras y se quedan mirando en silencio el borbot¨®n de nubes grises y negras que avanza envuelto en un rumor sordo desde Canudos empap¨¢ndolo todo. Est¨¢ lloviendo en diciembre en el sert?o brasile?o. Esto augura una temporada de lluvias para esta tierra condenada a una sequ¨ªa eterna. Pero ninguno de los dos, ni el temeroso viejo pastor sabelotodo ni el joven estudioso de la historia de su pueblo, se atreven a asegurarlo. Puede que se tire lloviendo hasta febrero. O puede que no llueva m¨¢s all¨¢ de esta tarde. Qui¨¦n sabe. Eso, dicen los dos, solo lo sabe Dios, que esconde las cartas.

Julio Redondo, de 78 a?os, ha pasado toda su vida en Canudos arreando cabras.

La ciudad de Canudos se encuentra en el interior vac¨ªo del noreste brasile?o, en medio de esta regi¨®n arisca y dura, el sert?o, de una vegetaci¨®n ¨²nica y singularmente bella, la caatinga, que soporta 11 meses al a?o el mordisco de un sol incandescente. Pero Canudos es famoso por otra cosa: en 1896, un batall¨®n de miles de campesinos miserables aplastados por esta misma sequ¨ªa, ayudados por grupos de bandoleros y capataces bravos de ganado acostumbrados a luchar y a matar, se levantaron en armas y se hicieron fuertes contra la joven rep¨²blica brasile?a de entonces en esta ciudad fuera de todos los mapas. Liderados por Antonio el Consejero, para algunos un fan¨¢tico paranoide y retr¨®grado, para otros un santo milagrero iluminado por la gracia divina. El Consejero peregrin¨® durante a?os por caminos de pisteros bajo ese mismo sol torturante, de pueblo en pueblo, arreglando iglesias y tapias de cementerios, antes de negarse a obedecer a ninguna autoridad, prohibir el dinero, fundar la nueva Canudos y arrastrar a la muerte a la mayor¨ªa de sus seguidores, que creyeron ciegamente en ¨¦l hasta el ¨²ltimo d¨ªa. Canudos repeli¨® incre¨ªblemente tres expediciones militares y solo sucumbi¨® en octubre de 1897 a la cuarta, compuesta de un ej¨¦rcito de m¨¢s de 4.000 hombres, con ca?ones y ametralladoras, llegados de todos los Estados de Brasil. Todo esto lo cuenta en un portugu¨¦s precioso Euclides da Cunha, que viaj¨® con esta cuarta expedici¨®n, en Os Sert?es, un volumen clave de la literatura brasile?a. Y lo narra magistralmente Mario Vargas Llosa en La guerra del fin del mundo.

Dos rincones de Canudos (Brasil). Sus calles no est¨¢n pavimentadas; sin embargo, cuenta con servicios como agua o alcantarillado. / V?CTOR MORIYAMA

Tambi¨¦n lo recuerdan, a trav¨¦s de las historias de sus abuelos, los descendientes de los pocos que consiguieron huir antes de que el ¨²ltimo cerco militar se cerrara sobre la ciudad o que sobrevivieron a la ¨²ltima batalla. Muchos de ellos ¨Cno todos¨C siguen idolatrando al Consejero, como hicieron sus tatarabuelos hace m¨¢s de un siglo, convirtiendo al tiempo y a la modernidad en un espejismo. ¡°Mi t¨ªo, Chiqui??o, luch¨® al lado de Antonio el Consejero. Cuando yo era ni?a, mientras nos balance¨¢bamos en la hamaca, me cantaba las canciones de Canudos viejo, de cuando los soldados. Yo le preguntaba: ¡®?Mataste a muchos con el machete?¡¯. Y ¨¦l me respond¨ªa: ¡®Unos pocos¡¯. Pero no s¨¦ si era verdad. Y me hablaba del Consejero, de c¨®mo era bueno, de que hac¨ªa milagros y penitencias, de que la gente estaba contenta a su lado¡±. Maria Ant¨®nia But?o, Dona Maria, tiene ahora 77 a?os y mira tambi¨¦n, con una sonrisa ausente, las nubes que se arremolinan en torno a su casa en esta tarde extra?a de viento y de lluvia. Vive en una granja diminuta con cabras y un pozo casi seco muy cerca del campo de batalla de Canudos, de las primeras trincheras, donde no es raro a¨²n hoy encontrarse peines de balas, botones de guerreras y hasta esqueletos de soldados. Alrededor de la casa se extiende el matorral bajo, sembrado de cactus como alambradas y de ¨¢rboles pelados, gris¨¢ceos y esquel¨¦ticos de la caatinga. Mirando las nubes tambi¨¦n, sentado en el suelo, apoyado en la pared de la casa, hay un hombre de 45 a?os. Es hijo de Dona Maria. Una par¨¢lisis le ha ido inutilizando las piernas poco a poco desde hace a?os sin que ning¨²n m¨¦dico de la zona diera con la enfermedad. Simplemente, la cosa es as¨ª. Ahora se arrastra o lo lleva la madre medio en volandas de fuera adentro de la casa, de dentro afuera.

J¨²lia Maria dos Santos, Dona Dur¨², cuyos abuelos fueron combatientes.

El fot¨®grafo queda con Dona Maria para la foto un poco m¨¢s tarde. Mientras, propone ella, estar¨ªa bien hablar con una amiga suya del pueblo: Dona Dur¨². De 81 a?os, J¨²lia Maria dos Santos, Dona Dur¨², fue profesora leiga (sin t¨ªtulo) durante media vida, ense?ando a los ni?os a leer y a escribir. Su abuelo paterno tambi¨¦n conoci¨® a Antonio el Consejero. Y el padre de ese abuelo. Y dos bisabuelas. Y ella recuerda bien las historias de la familia: ¡°Un d¨ªa, mi abuelo y mi bisabuelo dejaron Canudos para conseguir comida. Pero cuando intentaron volver a entrar, el cerco se hab¨ªa cerrado. Mis bisabuelas quedaron dentro. Y cuando todo acab¨®, los soldados se las llevaron a Bah¨ªa. A una la pusieron a cuidar ni?os de unos se?ores. A otra, a trabajar en el jard¨ªn. Pero a los pocos meses les preguntaron si quer¨ªan volver a Canudos, aunque estuviera destruido y quemado. Y contestaron que s¨ª, porque sab¨ªan que sus maridos estaban por aqu¨ª. Y los encontraron¡±. Dona Dur¨² se levanta para buscar en una c¨®moda una foto de su bisabuela. Se queja. No puede estar de pie mucho rato. El virus chikungunya, uno de los que transmite el mosquito responsable tambi¨¦n del zika y el dengue, le roe desde hace tiempo las articulaciones de las rodillas. ¡°Estas piernas ya est¨¢n gastadas¡±, resume. Despu¨¦s a?ade: ¡°All¨ª, en Canudos, con el Consejero, la vida era buena, todo era uni¨®n, todo el mundo era feliz, no hab¨ªa peleas, no hab¨ªa prostituci¨®n¡±. Dona Dur¨² reproduce en 2017 en una sola frase el mismo relato idealizado del para¨ªso ya recogido con estupefacci¨®n por Euclides da Cunha en su tiempo, descrito por Vargas Llosa en su novela; la misma idea casi m¨ªstica que empuj¨® a tantas personas de las cuatro esquinas del sert?o a encerrarse en Canudos a defender al Consejero y su mundo.

De la vieja Canudos no queda nada. Fue reducida a cenizas despu¨¦s de la guerra. Los supervivientes ¨Clos abuelos de Dona Maria, de Dona Dur¨² y otros muchos¨C regresaron meses despu¨¦s y levantaron una nueva ciudad sobre los cimientos de la anterior. Pero a principios de los a?os cincuenta, el Gobierno brasile?o construy¨® una presa que la aneg¨® por entero. La nueva Canudos se edific¨® otra vez, a varios kil¨®metros de distancia, a la orilla del pantano. Hoy es una ciudad de m¨¢s de 15.000 habitantes, con casas de ladrillo habitadas por gente amable, con una avenida asfaltada, un mercadillo los viernes, una miniplaya con chiringuito, calles de tierra y un banco sin dinero despu¨¦s de que los responsables, hartos, decidieran retirar los fondos hace un a?o y medio tras sufrir cuatro atracos casi seguidos de bandas de salteadores llegadas de fuera. Yamilson Mendes, el gu¨ªa tur¨ªstico, bisnieto de una superviviente de la guerra, est¨¢ convencido de que el Gobierno levant¨® la presa sin pedir permiso a la poblaci¨®n para, entre otras cosas, hundir la ciudad vieja y su memoria bajo las aguas del pantano. ¡°Ni el fuego ni el agua consiguieron apagar nuestra historia. Mi bisabuela, que visit¨® el cementerio poco antes de que quedara sumergido para siempre, dec¨ªa que sus muertos iban a morir dos veces¡±.

Una visi¨®n general de la caatinga, el ecosistema que prevalece en Canudos y en toda su zona de influencia.

Pero la presa trajo agua abundante todo el a?o para una parte de la poblaci¨®n. Solo una parte: varios miles de personas, como Dona Maria o Julius Redondo, el pastor de cabras, viven en granjas aisladas que dependen de pozos artesanales casi siempre ag¨®nicos y, desde que fue instaurado el sistema con el Gobierno de Lula, de los camiones cisterna sufragados por el Ej¨¦rcito, que vienen una vez al mes y que a pesar de todo resultan insuficientes. Tambi¨¦n trajo la presa ¨Cjunto con la carretera que lleg¨® hace una decena de a?os¨C una plantaci¨®n rentable y organizada de bananeras, que constituye la principal fuente de riqueza de la comarca junto a la tradicional venta de carne de cabra. Hay pizzer¨ªas en el centro de la ciudad. Pero tambi¨¦n mujeres que emplean el domingo por la ma?ana en caminar resignadamente por el arc¨¦n de la carretera varios kil¨®metros para recoger (y cargar en un cubo que transportan en la cabeza de vuelta) los mangos maduros que caen por la zona de las bananeras y que son necesarios en casa.

A Yamilson, el gu¨ªa, lector de Vargas Llosa, no le convence del todo lo de la ubicaci¨®n de la presa. En esta tarde, mientras llueve, contempla el pantano ¨Ce imagina la ciudad sumergida debajo¨C desde un mirador situado en una colina en las afueras de la ciudad, junto a una gran estatua del Consejero erigida hace a?os y que se asoma a todo el valle. No es el ¨²nico homenaje en esta tierra al personaje que Euclides de Cunha, entre otros muchos, calific¨® de lun¨¢tico. El hombre que en R¨ªo o en Bah¨ªa fue denostado y descrito como un enemigo declarado de Brasil es ensalzado en la tierra en que muri¨®. La guerra de Canudos ha sido resumida muchas veces como el enfrentamiento entre la religiosidad ciega en busca de milagros, personificada por este sant¨®n, de quienes viven con la desgracia a cuestas y los que quisieron imponer el progreso y la racionalidad del nuevo siglo a ca?onazos.

Los s¨ªmbolos religiosos abundan en toda la zona, como esta cruz al borde de la carretera BR-235.

En la zona hay escuelas bautizadas con el nombre de Antonio el Consejero. Y romer¨ªas anuales celebradas a su memoria. En el museo local dedicado a la guerra de Canudos existe otra estatua de ¨¦l, y al pie hay una placa que enumera y tacha de h¨¦roes a los principales defensores de la ciudad frente al Ej¨¦rcito Regular de la Rep¨²blica, incluidos los bandoleros y criminales que decidieron poner sus armas y su destreza asesina al servicio de su caudillo, loco o no. No muy lejos de all¨ª, una antigua capilla conserva el crucifijo restaurado de madera, de m¨¢s de tres metros de alto, que mand¨® armar el Consejero en 1896 y que hasta la toma de la ciudad figur¨® frente a la principal iglesia de Canudos. Al lado de la cruz alguien ha dejado unos pies tallados en madera: el exvoto de una promesa cumplida por un santo al que ese alguien le pidi¨® que le curase una enfermedad en la pierna.

En otra granja apartada, Solange, la rezadora, de 75 a?os, se aplica a aliviar en el jard¨ªn las enfermedades de sus pacientes a base de calma, oraciones e imposici¨®n de manos. Esta tarde atiende a una mujer de unos 30 a?os a la que le duelen los ojos. En un cuarto guarda las estatuillas de los santos cat¨®licos heredados de su madre y de su abuela, tambi¨¦n rezadoras. En un armario con llave del dormitorio almacena dos centenares de libros sobre espiritismo.

Carlinhos, propietario del hotel Brasil, muestra un proyectil del ca?¨®n llamado Matadeira, usado en la guerra. En la segunda foto, Magdalena But?o, otra vecina que guarda la memoria. / V?CTOR MORIYAMA

¨CCanudos es triste y hay por aqu¨ª mucha gente muerta jugando. A veces molestan, pero hay que saber tratarles. Yo podr¨ªa ser millonaria, pero no soy materialista. Me gusta vivir aqu¨ª, pero si un d¨ªa me dicen que me vaya, me ir¨¦, sin mirar atr¨¢s, como la tortuga.

Y luego, como tantas otras personas de esta ciudad, especialmente mujeres, cuenta la desgracia que les ahoga:

¨CYo no s¨¦ por qu¨¦ se suicid¨® mi hijo. Por qu¨¦ fue a S?o Paulo y se mat¨® all¨ª. Todav¨ªa me lo pregunto.

Dona Maria se ha arreglado para su foto. Pronostica, mientras sonr¨ªe, que, si llueve un poco m¨¢s, en unos pocos d¨ªas el desierto inmenso que se divisa desde la colina de su casa florecer¨¢. La selva baja y metalizada, los sarmientos espinosos de los matorrales y los ¨¢rboles enanos que componen la caatinga parecen muertos, achicharrados por un sol de m¨¢s de 300 d¨ªas. Pero si uno se acerca y parte una rama cualquiera, descubre que solo dormitan. Puede servir de met¨¢fora de esta tierra y esta gente. Bastar¨¢, como dice la buena de Dona Maria, que siga cayendo esta lluvia de la que todos hablan esta tarde para que todo reverdezca, para que la naturaleza escondida explote.

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Sobre la firma

Antonio Jim¨¦nez Barca
Es reportero de EL PA?S y escritor. Fue corresponsal en Par¨ªs, Lisboa y S?o Paulo. Tambi¨¦n subdirector de Fin de semana. Ha escrito dos novelas, 'Deudas pendientes' (Premio Novela Negra de Gij¨®n), y 'La botella del n¨¢ufrago', y un libro de no ficci¨®n ('As¨ª fue la dictadura'), firmado junto a su compa?ero y amigo Pablo Ordaz.

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