Cierren las puertas, por favor
EN EL VERANO de 2005, yo cre¨ªa que no me gustaba la ¨®pera. Entonces recib¨ª una invitaci¨®n para el estreno de una obra singular, que combinaba teatro y ¨®pera alrededor de un mismo texto de Jean Cocteau, titulada La voz humana. Yo ya conoc¨ªa ese mon¨®logo, y fui al Teatro de la Zarzuela convencida de que disfrutar¨ªa tanto de la primera parte del espect¨¢culo como me aburrir¨ªa en la segunda, en la que una soprano brit¨¢nica, Felicity Lott, interpretar¨ªa la pieza que Francis Poulenc cre¨® para convertir el texto de Cocteau en una ¨®pera de un solo acto para un solo personaje.
Cuando se abri¨® el tel¨®n, Cecilia Roth sosten¨ªa el auricular de un tel¨¦fono sobre una cama revuelta. En eso consiste la obra, en el mon¨®logo que resulta del di¨¢logo telef¨®nico entre una mujer y su amante, el hombre casado, ausente del escenario, que va a abandonarla. El texto, que en apariencia podr¨ªa parecer mon¨®tono pero no lo es en absoluto, refleja el estado de ¨¢nimo del personaje, que oscila entre la esperanza y la resignaci¨®n, entre la desesperaci¨®n y el deseo, entre la felicidad recordada y el miedo a no recuperarla jam¨¢s. Disfrut¨¦ tanto como esperaba del montaje teatral y resist¨ª la tentaci¨®n de marcharme despu¨¦s. Entonces sucedi¨®, y fue como un milagro, uno de los pocos acontecimientos sobrenaturales que he llegado a experimentar en mi vida.
La recuerdo inm¨®vil, r¨ªgida, casi hier¨¢tica mientras cantaba, y me recuerdo a m¨ª, apabullada por la intensidad con la que percib¨ªa su esperanza.
El tel¨®n volvi¨® a levantarse para descubrir a otra mujer que estaba de pie, con un auricular de tel¨¦fono en la mano derecha. La m¨²sica de Poulenc empez¨® a sonar y ella no se movi¨® un mil¨ªmetro. La recuerdo inm¨®vil, r¨ªgida, casi hier¨¢tica mientras cantaba, y me recuerdo a m¨ª, apabullada por la intensidad con la que percib¨ªa su esperanza y su resignaci¨®n, su desesperaci¨®n y su deseo, la memoria de la dicha que perd¨ªa. Felicity Lott cantaba sin moverse un mil¨ªmetro del sitio, pero a su alrededor giraba un universo completo. ¡°La voz humana¡± nunca volver¨¢ a ser tan humana para m¨ª como en el instante en el que la voz de una mujer sola me conmocion¨® hasta el punto de erizarme la piel, para convencerme sin discusi¨®n posible de que me gustaba la ¨®pera.
Desde entonces he asistido a muchas, tantas como he podido. Algunas me han gustado m¨¢s, otras menos, con El caballero de la rosa, de Richard Strauss ¨Cel compositor que elegir¨ªa si me obligaran a escoger un favorito¨C, llor¨¦ m¨¢s que Julia Roberts en Pretty Woman, pero casi todas me han dado algo, de casi todas he disfrutado. Por eso, cuando se levanta el tel¨®n, me quedo sentada en mi butaca y aplaudo, regulo la intensidad de mi aplauso pero no dejo de hacerlo, y me levant¨®, y grito, y alzo los brazos para aplaudir con m¨¢s fuerza a los artistas que m¨¢s me han gustado. Es lo m¨ªnimo que puedo darles a cambio de lo que recibo de ellos, una recompensa muy pobre para tanta emoci¨®n.
Y mientras tanto, unos seres maleducados, insensibles y groseros, que han pagado las entradas tan caras como yo, que han acudido al Teatro Real por su propia voluntad, igual que yo, que en teor¨ªa han disfrutado del espect¨¢culo tanto como yo, se levantan y se van corriendo, como las ratas que abandonan un barco que hace aguas, dando la espalda a los artistas que les saludan desde el escenario. Da igual que la representaci¨®n haya sido excelsa o mejorable, ellos se van, para ahorrarse la cola del aparcamiento, para encontrar taxis libres en la parada de la plaza, con sus corbatas y sus trajes oscuros, con sus vestidos empingorotados y sus tacones de aguja, se levantan y se van, y yo me muero de verg¨¹enza.
Siento verg¨¹enza propia y ajena, verg¨¹enza por ese teatro que amo tanto, verg¨¹enza por mi ciudad y por la imagen que proyecta, verg¨¹enza por el injust¨ªsimo desaire que soportan quienes no merecen otra cosa que la gratitud que expresan los aplausos. Me ponen enferma. Por eso me gustar¨ªa pedir desde aqu¨ª a la direcci¨®n del Teatro Real que, despu¨¦s de cada representaci¨®n, se cierren las puertas hasta que baje definitivamente el tel¨®n.
Ya s¨¦ que nada impedir¨¢ que los que ahora se marchan corriendo se apelotonen en las puertas, esperando el momento propicio para correr hacia los taxis, pero as¨ª, al menos, podr¨ªan aplaudir de pie, y no nos avergonzar¨ªan a todos los dem¨¢s.
Cierren las puertas, por favor.
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