Un infierno blanco en India
Miles de hombres, mujeres y ni?os, trabajan de sol a sol en el centro de fabricaci¨®n de cal m¨¢s productivo de todo el pa¨ªs
La tierra est¨¢ recubierta de un suave manto blanco, como forrada de nieve. Una especie de niebla sutil oculta la vista y transforma las figuras humanas en sombras fantasmales. Incluso las voces resultan amortiguadas y distantes, como absorbidas por el polvo que se filtra en los ojos y en la nariz, dejando un persistente sabor amargo en la garganta. Ni siquiera se escuchan los propios pasos, y sacudir los pies tan solo servir¨ªa para levantar a¨²n m¨¢s el polvo. El rumor seco de las piedras que se estrellan bajo los golpes de pesados martillos es lo ¨²nico que rompe el silencio, resonando en el aire como un lejano batir de alas.
No es el escenario de otra pel¨ªcula de ciencia ficci¨®n, si no Pidiguralla, una peque?a ciudad de 120.000 almas en el centro del Estado indio de Andhra Pradesh. El centro de producci¨®n de cal m¨¢s importante de toda India. Es una de las zonas m¨¢s pobres de la parte rural del pa¨ªs, inmersa entre plantaciones de algod¨®n, arroz y piment¨®n picante. Pero, sobre todo, rodeada de imponentes rocas calizas. En un ¨¢rea de pocos kil¨®metros cuadrado se concentran 70 canteras, otros tantos molinos para la pulverizaci¨®n de las piedras y 245 hornos cil¨ªndricos de alrededor de unos quince metros de alto para una capacidad de cuarenta toneladas cada uno que, en el horizonte denso de niebla, destacan majestuosos como improbables catedrales de hormig¨®n.
Cada d¨ªa, millares de hombres, mujeres y ni?os alcanzan este lugar infernal desde las zonas perifericas de la ciudad, donde viven en angostas chozas, privados de agua corriente y electricidad. A pesar de la reciente mecanizaci¨®n de algunas fases del proceso de fabricaci¨®n de cal, el de picapedrero sigue siendo un trabajo muy duro y peligroso.
As¨ª que no sorprende que quienes lo lleven a cabo sean principalmente los conocidos como los intocables. Los parias, a quienes se reserva por nacimiento, por un destino implacable, los trabajos m¨¢s humildes y degradantes. Aunque la Constituci¨®n de 1950 aboli¨® formalmente el sistema de castas, de hecho, tal divisi¨®n jer¨¢rquica de la sociedad en clases inmutables sigue estando profundamente arraigada en la cultura y en la pr¨¢ctica diaria de m¨¢s de mil millones de indios. Es poco probable que sea erradicada sin un compromiso firme de sensibilizaci¨®n, que debe iniciarse, en primer lugar, en las generaciones m¨¢s j¨®venes.
Un hombre puede ganar hasta 150 rupias (unos dos euros) por entre 10 y 12 horas de trabajo diario
Los d¨ªas comienzan muy temprano en Piduguralla, mucho antes de la salida del sol, con el fin de evitar, en la medida de lo posible, las horas m¨¢s calurosas y bochornosas de la tarde, cuando en el mes de mayo, justo antes de la temporada del monz¨®n, el term¨®metro puede marcar temperaturas que superan ampliamente los 45¡ãC. En grupos peque?os, los trabajadores se disponen alrededor del per¨ªmetro de los hornos, donde durante muchas horas se dedican a separar la piedra caliza del carb¨®n que servir¨¢ para la combusti¨®n. Los fragmentos as¨ª obtenidos son luego apilados en cestas de pl¨¢stico que una cinta mec¨¢nica transporta hasta la boca de las torres cil¨ªndricas. Aqu¨ª, envueltos en sus turbantes caracter¨ªsticos, algunos operarios en precario equilibrio vierten el contenido de las cestas en el conducto de los hornos que, como si agradecieran su alimento cotidiano, desprenden nauseabundos gases blanquecinos.
Se necesitan 10 horas y alcanzar casi 1.000¡ãC para cocer las piedras calizas y convertirlas en cal viva, una sustancia altamente t¨®xica para la salud humana. Si no se maneja con el debido cuidado, de hecho, puede causar graves da?os en la piel, los ojos y el sistema respiratorio. Sin embargo, aqu¨ª, en Piduguralla, nadie adopta medidas preventivas, y las estas dolencias afectan indiscriminadamente tanto a adultos como a los muchos ni?os a¨²n hoy enrolados en este trabajo agotador. Baste observar su extra?o cabello rubio, como oxigenado, para darse cuenta inmediatamente de los efectos que las exhalaciones de los hornos producen. Sin mencionar los problemas de dermatitis, los ataques de migra?a, las infecciones pulmonares...
Al igual que el sistema de castas, el trabajo infantil tambi¨¦n fue oficialmente abolido en la India. Sin embargo en la industria de la cal ¡ªy no solamente aqu¨ª¡ª esta sigue siendo una cuesti¨®n todav¨ªa completamente abierta. En Piduguralla, a menudo son los mismos padres quienes se ven obligados a aceptar la ayuda de sus hijos, ya que sin la aportaci¨®n de esos peque?os brazos la ganancia de trabajo de todo el d¨ªa no ser¨ªa suficiente para mantener a las familias, por lo general demasiado numerosas.
Un hombre puede ganar hasta 150 rupias (unos dos euros) por entre 10 y 12 horas de trabajo diario. Las mujeres, todav¨ªa menos. Como si una cadena uniera a las distintas generaciones que habitan la ciudad de la cal, estas corren el riesgo de ser rehenes de un c¨ªrculo vicioso que se traga miles de vidas y que produce, junto con la cal, siempre m¨¢s deterioro y violencia.
Solo una lucha vigorosa por la promoci¨®n de los derechos humanos fundamentales podr¨¢ detener la perpetuaci¨®n de este c¨ªrculo vicioso perverso que, en nombre de los beneficios de unos pocos, ofrece demasiadas vidas inocentes como un sacrificio al dios implacable de la cal. Despojados de su infancia y de su derecho a los juegos y a la felicidad, los ni?os de Piduguralla son engranajes esenciales en una industria que no tiene escr¨²pulos ante nadie: una industria m¨¢s que rentable que abastece provechosamente miles de peque?as empresas, listas para comercializar, no solo en India sino tambi¨¦n en el extranjero, el resultado de tan duro trabajo y sudor. Es tambi¨¦n, gracias a las peque?as manos de los ni?os Piduguralla, marcadas por las callosidades y heridas, que se construyen casas y palacios tan c¨®modos en los que vivimos.
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