Recomendaci¨®n del desprecio
TODOS SABEMOS que los sentimientos negativos, si no son obsesivos ni en gigantescas dosis, pueden resultar estimulantes. El odio da fuerza, el rencor agudiza el ingenio, la envidia se convierte en un motor, la ira sirve para desahogarse y quedarse moment¨¢neamente satisfecho. El inconveniente de los mencionados es que dif¨ªcilmente son s¨®lo sentimientos. Casi nadie se los guarda para s¨ª, sino que nos vemos impulsados a exteriorizarlos y a actuar en consecuencia. Quienes son presa de ellos necesitan o quieren da?ar a la persona envidiada u odiada, hacerle llegar los efluvios de su ira o su rencor, con el consiguiente intercambio de golpes, la espiral inevitable y las heridas para ambas partes. Por eso, entre todos esos sentimientos, quiz¨¢ mi favorito sea uno que suele callarse, que no precisa manifestaci¨®n y del que, por tanto, a menudo su objeto ni siquiera se entera, a saber: el desprecio. Es algo que frecuentemente albergamos en nuestro fuero interno y que, curiosamente, no nos exige su proclamaci¨®n a los cuatro vientos. Hay gente, claro est¨¢, que no le ve la gracia: ¡°?De qu¨¦ me sirve despreciar a alguien si no se lo hago saber, si no sufre por ello, si ni siquiera est¨¢ al tanto?¡± Yo lo aprecio justamente por eso: si me afano y desvivo por que un individuo note mi odio, mi ira, mi rencor o mi envidia, le estoy dando demasiada importancia. Con mi desprecio, silencioso las m¨¢s de las veces o incluso oculto, se la niego. El individuo no se entera, cierto, pero me entero yo, que es lo que cuenta.
As¨ª, debo confesar que profeso y fomento ese sentimiento, en muy diferentes grados (como me ocurre con todos los dem¨¢s, cuando me asaltan). Y hoy, en Espa?a, es dif¨ªcil no dedic¨¢rselo con particular intensidad a los pol¨ªticos ladrones que d¨ªa tras d¨ªa llenan los peri¨®dicos y las televisiones. Nos ponen, adem¨¢s, casi imposible atemperarlo con otro que est¨¢ en la naturaleza de las almas compasivas, y de ¨¦stas conozco a unas cuantas. A esas almas ¡°casi¡± les dan l¨¢stima dichos pol¨ªticos cuando por fin los ven acorralados, detenidos, esposados, ya en la c¨¢rcel o lloriqueando, como hemos visto a la incorruptible Esperanza Aguirre, que sin embargo posee un ojo cl¨ªnico para rodearse de corrompidos, darles cargos, auparlos y cantar sus excelencias y su ¡°intachabilidad¡±. Esa reacci¨®n compasiva (al ver a alguien ca¨ªdo en desgracia, por nocivo que haya sido) se ve frenada en estos casos por el recuerdo, a¨²n reciente, de la chuler¨ªa, el desd¨¦n y la altaner¨ªa con que la mayor¨ªa de esos detenidos o defenestrados se han comportado cuando estaban ¡°en la cima¡±, como dir¨ªan ellos. El ejemplo extremo es Rita Barber¨¢, que a su ocaso pol¨ªtico vio a?adirse la muerte, motivo por el que la l¨¢stima podr¨ªa abrirse paso sin apenas obst¨¢culos. Y sin embargo, el recuerdo de su jactancia, de su desd¨¦n hacia los dem¨¢s, de su bravuconer¨ªa cada vez que ganaba elecciones y daba humillantes saltos en un balc¨®n, entorpece la pena o la conmiseraci¨®n. Otro tanto sucede con los que por fortuna contin¨²an vivos: con Trillo, Ignacio Gonz¨¢lez y Granados, Rato y Blesa, Fabra y Millet y Montull, Pujol y familia en pleno, los responsables del ERE de Andaluc¨ªa y tant¨ªsimos m¨¢s que no caben aqu¨ª.
El ejemplo extremo es Rita Barber¨¢, que a su ocaso pol¨ªtico vio a?adirse la muerte, motivo por el que la l¨¢stima podr¨ªa abrirse paso sin apenas obst¨¢culos.
Pero hay unas gentes a las que desprecio m¨¢s que a esos sujetos. Son las que, una vez el pol¨ªtico descubierto o ca¨ªdo o detenido o condenado, se ceban con ¨¦l desde el anonimato o la confusi¨®n de la masa. M¨¢s desprecio a¨²n que por los saqueadores siento por los individuos que se apuestan a las puertas de los juzgados para insultarlos ¨Cojo¨C cuando ven que ya no hay que temerlos. Cuando aqu¨¦llos no pueden revolverse ¨Ca veces van esposados¨C, entonces surgen los ¡°valientes¡± que los vituperan y execran a voz en cuello, sinti¨¦ndose virtuosos y superiores moralmente. Y el mismo profundo desprecio me merecen quienes hacen lo propio desde las redes sociales y lanzan tuits ofensivos contra quienes tal vez se hayan ganado afrentas con su comportamiento, pero ya no est¨¢n en condiciones de defenderse, sino hundidos, cabizbajos (bueno, algunos no), temerosos de las penas severas ¨Cacaso justas¨C que les vayan a caer cuando se sienten en el banquillo. Si llegan a sentarse, desde luego: porque esa es otra, en este pa¨ªs la justicia no siempre es de fiar.
La mayor parte de los sentimientos negativos enumerados al principio, al requerir expresi¨®n y acci¨®n, dan lugar a actitudes hip¨®critas, histri¨®nicas o delatoras (como la de ese autob¨²s de Podemos, que es las tres cosas), en las que uno percibe a menudo, m¨¢s que la indignaci¨®n, la rabia o el resentimiento, su autocomplaciente exhibici¨®n, de cara a la galer¨ªa: ¡°Vean qu¨¦ honrado y justiciero soy, vean c¨®mo me enfurezco con los corruptos. Y qu¨¦ bien me sienta, ?no?¡± Farise¨ªsmo, se llamaba eso en la antig¨¹edad. Frente a todas esas sospechosas sobreactuaciones, recomiendo vivamente el discreto desprecio. Que adem¨¢s, a fin de cuentas, se va contagiando de unos a otros y tiene su efecto, sin necesidad de aspavientos ni de vociferaci¨®n.
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