Una emoci¨®n de m¨¢s
YO HAB?A ido al Manzanares a despedirme de mi estadio.
Mi amiga Adriana me hab¨ªa convencido en el ¨²ltimo momento, cuando las dos est¨¢bamos seguras de que ya no quedar¨ªan entradas. La realidad confirm¨® nuestros temores hasta que el s¨¢bado, a la hora de comer, hicimos un ¨²ltimo intento a la desesperada y ante nuestros ojos se desbloquearon dos como por ensalmo. Estas son las nuestras, nos dijimos, y al d¨ªa siguiente salimos por ¨²ltima vez de la estaci¨®n de Pir¨¢mides para enfilar el paseo de los Melanc¨®licos como dos gotas rojiblancas en un torrente de atl¨¦ticos. Nuestro ¨¢nimo nunca hab¨ªa entonado tanto con el nombre de la calle que nos desem?boc¨® en el Calder¨®n.
Fue una tarde repleta de emociones, en la que cada uno de los asistentes al partido estuvo m¨¢s pendiente de su propia memoria que de lo que suced¨ªa en el campo. Era un momento para recordar, y yo me acord¨¦ de mis padres, con los que fui al Calder¨®n por primera vez, y de mis abuelos, los dos Manueles, los dos atl¨¦ticos, y de mi t¨ªo Manolo Hern¨¢ndez, que sac¨® abonos para mi hermano, tambi¨¦n Manuel, y para m¨ª, y nos llev¨® al f¨²tbol con sus hijos durante muchos a?os. Hasta aquel d¨ªa, estaba segura de que el Manzanares estar¨ªa ligado para siempre a la adolescencia y la juventud que viv¨ª en sus gradas, domingo a domingo, y por supuesto a mi familia, todos los Grandes y los Hern¨¢ndez con los que comparto pasi¨®n y lealtad rojiblancas. As¨ª fue, y as¨ª ser¨¢, pero aquel ¨²ltimo partido de Liga me regal¨® una emoci¨®n de m¨¢s.
Adriana y yo ¨¦ramos la novedad en una zona de abonados donde todos se conoc¨ªan entre s¨ª. Por eso cre¨ªa que aquel se?or, sentado tres filas delante de nosotras, se volv¨ªa a mirarnos de vez en cuando. Sin embargo, cuando termin¨® el partido, mientras la megafon¨ªa nos animaba a no abandonar nuestros asientos para participar en el homenaje final a la historia del estadio, ¨¦l se levant¨®, vino hacia nosotras con mucha decisi¨®n y me salud¨® pronunciando mi nombre. Voy a contarte una historia, anunci¨®, y eso hizo.
Antes de la llegada de Victoria Kent a la Direcci¨®n General de Prisiones, los hijos de las mujeres presas crec¨ªan con ellas en las c¨¢rceles sin recibir ninguna clase de instrucci¨®n.
Empez¨® por el principio, haciendo una completa introducci¨®n hist¨®rica. As¨ª me enter¨¦ de que, antes de la llegada de Victoria Kent a la Direcci¨®n General de Prisiones, los hijos de las mujeres presas crec¨ªan con ellas en las c¨¢rceles sin recibir ninguna clase de instrucci¨®n. Y aprend¨ª que Kent se ocup¨® de subsanar esa deficiencia, creando un cuerpo de maestras de prisiones, funcionarias y educadoras a un tiempo, que se encargaron de educar a los ni?os que viv¨ªan en las c¨¢rceles.
?l me iba contando todo esto en un estadio repleto de gente que cantaba himnos, y coreaba nombres, y aplaud¨ªa, y hac¨ªa la ola, y yo asent¨ªa, porque no conoc¨ªa esa historia y porque me parec¨ªa interesante, aunque no ten¨ªa ni idea de ad¨®nde quer¨ªa llegar. No fui capaz de adivinar que, como ocurre a menudo cuando contamos algo que nos afecta mucho, se estaba alargando en el pr¨®logo para posponer el momento doloroso, el de la brevedad y la contundencia. Pues la directora del servicio de maestras de prisiones, dijo en ese momento y no antes, fue mi abuela. Se llamaba Isabel Huelgas de Pablo, y la condenaron a muerte en 1939. La noche antes de su fusilamiento, cuando estaba en capilla, Pilar Mill¨¢n Astray, la hermana del general, que la conoc¨ªa porque hab¨ªa estado presa en Ventas durante la guerra, le hizo una visita. Fue a verla s¨®lo para decirle que hab¨ªan fusilado a un hijo que ten¨ªa preso, para que mi abuela muriera con esa amargura, pero no era verdad. Su hijo, que era mi padre, estaba vivo y vivir¨ªa muchos a?os m¨¢s. Pilar Mill¨¢n Astray minti¨® por pura crueldad.
Mir¨¦ a los ojos de aquel hombre y no vi nada m¨¢s, ni el c¨¦sped, ni las banderas, ni las gradas. Se lo he contado a mucha gente, a?adi¨®, a todos los que he podido, para que se sepa, pero el ¨²nico que me hizo caso fue Benjam¨ªn Prado, que meti¨® a tu abuela en una novela. Escuch¨¦ a aquel hombre y no o¨ª nada m¨¢s, ni los gritos, los c¨¢nticos, ni las conversaciones que nos rodeaban. Te lo cuento a ti para que lo cuentes, dijo al final, y le promet¨ª que lo har¨ªa. Nos despedimos, baj¨® un pelda?o, luego otro, y se volvi¨® a mirarme como si se hubiera olvidado de algo.
¡ª?A¨²pa Atleti! ¡ªme dijo.
¡ª?A¨²pa Atleti! ¡ªle respond¨ª.
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