Stanislav Petrov, el hombre que s¨ª salv¨® al mundo
DICEN QUE EL mundo nunca estuvo tan cerca de desaparecer como aquel d¨ªa. Aquel d¨ªa el presidente Reagan arengaba contra los comunistas en la ONU, Francia segu¨ªa vetando la entrada de Espa?a en Europa, los dictadores argentinos se autoamnistiaban y Simon & Garfunkel se desped¨ªan para siempre. Aquel d¨ªa un centro comercial estaba por inaugurarse en La Vaguada y se tem¨ªan ataques terroristas; la nueva ley de educaci¨®n socialista, que aminoraba la religi¨®n en los colegios, era atacada por obispos y populares coaligados.
Aquel d¨ªa, 26 de septiembre de 1983, Stanislav Petrov ten¨ªa 44 y era un teniente coronel del ej¨¦rcito sovi¨¦tico a cargo del Centro de Detecci¨®n de Ataques Nucleares de la URSS. Desde ese b¨²nker operaba la inmensa red de radares, sat¨¦lites, t¨¦cnicos, analistas que intentaban proteger su territorio de los misiles at¨®micos norteamericanos. Aquella medianoche el centro se sacudi¨® con una alarma: los ordenadores hab¨ªan detectado uno que volaba hacia Rusia a 24.000 kil¨®metros por hora. Petrov pidi¨® que se lo confirmaran; los ordenadores insist¨ªan, pero los sat¨¦lites de observaci¨®n no lo ve¨ªan. Petrov crey¨® ¡ªeran otros tiempos¡ª que las m¨¢quinas y sus algoritmos pod¨ªan equivocarse. Decidi¨® esperar; en los cinco minutos siguientes saltaron cuatro alarmas m¨¢s. Uno solo de esos misiles ten¨ªa ¡ªtiene¡ª el doble de poder explosivo que todas las bombas de la Segunda Guerra.
Debe ser tan extra?o pensar que uno tiene el destino del mundo en sus manos. Si Petrov segu¨ªa el protocolo y alertaba a sus superiores, en minutos cientos de misiles rusos volar¨ªan hacia territorio americano. En una hora la guerra nuclear habr¨ªa matado a docenas de millones; Petrov esper¨®. Los ordenadores ratificaban, pero no hab¨ªa confirmaci¨®n visual. Debe ser tan extra?o saber que si uno toma la decisi¨®n equivocada lo pagar¨¢ la humanidad.
Stanislav Petrov hab¨ªa nacido en Vladivostok en 1939; no le gustaba ser soldado, pero le hab¨ªa resultado f¨¢cil. Salvo ahora: no le quedaba margen para dudas. Decidi¨® que la alarma deb¨ªa ser un error: no era razonable que los americanos mandaran s¨®lo cinco misiles ¡ªy no, como todos preve¨ªan, cientos. Minutos m¨¢s tarde el radar confirm¨® que no hab¨ªa ataque.
Petrov acababa de salvar al mundo, y el mundo no lo supo y todo sigui¨® como si nada. Los militares rusos lo callaron: su sistema de defensa hab¨ªa fallado demasiado como para andar cont¨¢ndolo, as¨ª que s¨®lo nos enteramos 20 a?os despu¨¦s. Y, por alguna raz¨®n, enterarnos de estas cosas no nos hace preguntarnos qu¨¦ otras ignoramos: qu¨¦ pasa hoy que sabremos, si acaso, alg¨²n d¨ªa.
Stanislav Petrov no dur¨® mucho m¨¢s en el ej¨¦rcito. Su esposa se muri¨® y ¨¦l pidi¨® el retiro: ahora es un viejo col¨¦rico, fumador, aburrido, encerrado en un pisito de los alrededores de Mosc¨², un poco harto de que s¨®lo le quieran hablar de aquel cuarto de hora, que no parece tener mucho de qu¨¦ hablar fuera de aquel cuarto de hora, cuando su gran acierto fue no hacer: cuando decidi¨® que la inacci¨®n era la mejor acci¨®n posible. Fue un azar que ¨¦l estuviera a cargo; quiz¨¢s otro hubiera seguido al pie de la letra el protocolo, quiz¨¢s el mundo ya no existir¨ªa. Su vida es ese cuarto de hora, pero ese cuarto de hora salv¨® al mundo: pocas vidas ¡ªtan llenas, tan vac¨ªas¡ª definieron tanto.
Las bombas siguen ah¨ª: Estados Unidos, Rusia, China, Francia, Inglaterra, India, Pakist¨¢n y Corea del Norte tienen miles, tan capaces de romperlo todo. Pero, por alguna raz¨®n, ya no parece preocuparnos. Aunque estamos, como siempre, en manos de un azar desconocido. Y de uno conocido, un tal Donald Trump, que ahora amenaza con lanzar ¡°fuego y furia como el mundo nunca vio¡±, y puede hacerlo.
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