Estoy a las puertas de la reserva de Murchison Falls, en Uganda, ansioso por entrar, pero mi transporte se har¨¢ esperar. Observo. Los elefantes han decidido acercarse y los babuinos rondan constantemente por aqu¨ª. Entonces, llega la hija de una guarda que debe contar con unos tres o cuatro a?os y tiene una mirada confiada, viva y divertida. Decide que ser¨¦ su distracci¨®n mientras est¨¦ ah¨ª. Se emociona al pasearla en bici, que se le plantea como la gran aventura del d¨ªa.
Finalmente, llega mi transporte y me despido de la ni?a y los guardas. Mientras nos adentramos en el parque, contemplo embobado la inmensidad t¨ªpica de la sabana mientras nos cruzamos con ant¨ªlopes, jirafas y elefantes. Pero ni rastro de leones. El conductor me cuenta, sin embargo, que hace poco uno persigui¨® a un motorista. Tuvo suerte porque estaba junto a un 4x4 y pudo subirse a ¨¦l. Pero desde entonces prohibieron la entrada al parque en moto. Me pregunto por qu¨¦ entonces estaban dispuestos a dejarme entrar en bicicleta.
Blancos
Finalmente, llegamos a un paso. Vamos a cruzar el r¨ªo Nilo en barco. La visi¨®n a la llegada me incomoda, hay blancos.
Ya no soy el ¨²nico. Parece extra?a de repente la visi¨®n del mundo occidental. Me parecen fuera de lugar. Disfrazados con sus uniformes de aventurero. No me gustan. Son turistas. Y ?frica es m¨ªa. Entonces reflexiono: s¨¦ que mi visi¨®n es ego¨ªsta y que seguramente mi imagen es m¨¢s estrafalaria que la suya, pero no puedo evitar sentirme inc¨®modo. Han sido meses intensos en zonas aisladas. Y yo ya me siento africano. Internamente acepto, es zona tur¨ªstica. El ?frica remota se ha acabado por ahora. Ya no ser¨¦ el ¨²nico occidental.
Al cruzar el r¨ªo me empiezo a habituar a la presencia occidental. Ya no son turistas, son personas con las que conversar y al llegar al hospedaje conozco a una pareja con la que paso una velada agradable. Soy una metralleta que no deja de disparar palabras. No puedo dejar de hablar. Me disculpo, pero es dif¨ªcil evitarlo. Los meses de soledad me han salido de golpe. Me doy cuenta de que necesitaba hablar m¨¢s de lo que yo pensaba. Pero entonces, en medio de nuestra conversaci¨®n unidireccional, aparece otra sorpresa.
Invasi¨®n animal
Dos hipop¨®tamos se han internado en la zona de bungal¨®s. Nos dirigimos all¨ª con sigilo. Los hipop¨®tamos son peligrosos. Aunque cueste creerlo, es el animal que m¨¢s muertes causa en ?frica. A pesar de su tama?o, es miedoso, desconfiado, agresivo y tremendamente fuerte y r¨¢pido, aunque parezca lo contrario. Es una mezcla explosiva, ya que si as¨ª lo deciden, puedes acabar roto en sus enormes fauces.
Por suerte, aqu¨ª est¨¢n m¨¢s acostumbrados al hombre. No debemos molestarles excesivamente, pero podemos acercarnos y observar desde unos tres metros, hasta que deciden volverse al agua. Mentalmente pongo un visto en mi lista de animales observados durante el viaje. Me r¨ªo, vuelvo a parecer a un turista de nuevo.
Camino a Kampala
Despu¨¦s de visitar las cataratas me dejan en Masindi, el otro extremo del parque, y decido seguir el viaje hacia Kampala. Por el camino tengo la oportunidad de dormir en la reserva de Ziwa Rhino Sanctuary, donde hay un programa de reintroducci¨®n de rinocerontes, especie muy diezmada en la mayor parte del continente. All¨ª pongo otro visto en mi lista de turista con un rinoceronte que se decide a acercarse a apenas dos metros de donde ceno.
Al d¨ªa siguiente, cuando reemprendo la marcha, el viaje se me hace interminable. Subidas. Bajadas. Subidas. Bajadas. El calor es de infierno, y por primera vez cuento los kil¨®metros que voy reduciendo, uno a uno. Pero progresivamente llego a Kampala. Sumando personas, coches, ruido y edificios a cada kil¨®metro andado.
A pesar de ello, no me desagrada. Se ve una ciudad bastante moderna y desarrollada. En general, mucho m¨¢s de lo que eran Brazzaville (Rep¨²blica del Congo), Kinshasa (RDC) o incluso Yaund¨¦ (Camer¨²n). Las ciudades no son mi pasi¨®n, pero tienen su gracia. ?frica no es solo sabana y naturaleza. La mayor parte de sus habitantes viven ya en n¨²cleos urbanos, donde se ve la cara moderna de los pa¨ªses. Sus costumbres urbanitas son tambi¨¦n interesantes. Sus m¨²sicas contempor¨¢neas, la comida, los mercados, los movimientos pol¨ªticos¡, se leen mejor all¨ª. En especial si es la capital.
La ciudad
Cojo un hotel en el centro, cerca del mercado. Me gusta el bullicio africano, adentrarse en ¨¦l es una forma de pasar un poco desapercibido.
En general, no hay camuflaje posible para un blanco. Se te ve. Y todo el mundo sabe que tienes dinero. Y aunque para nosotros sea poco, te has pagado un billete para llegar hasta all¨ª. Cantidad con la cual, un ugand¨¦s medio disfrutar¨ªa de unos meses tranquilo.
Durante el paseo noto que alguien me observa. Me sigue. Mi sentido natural de protecci¨®n, que me ha permitido evitar peligros en m¨¢s de 60 pa¨ªses, me pone en alerta. Pero en alg¨²n momento le pierdo de vista. Noto un zumbido en la cabeza. Otro aviso. Me giro y le veo encorvado y pegado a m¨ª. Estaba intentando abrirme la bolsa que llevo colgada de un hombro, pegada al codo para notar el m¨ªnimo contacto. Disimula y se va r¨¢pidamente. No tiene mal aspecto. Pero esos son los peores ladrones, los que pasan desapercibidos.
Violencia consentida
Pasado un rato, me adentro en el meollo del mercado. Me encanta ver la vida local all¨ª, con todo tipo de gente. Los productos son sencillos, pero variados: ropa, recambios de autom¨®vil, comida o productos de limpieza.
De repente, se oye alboroto. Gritos. Veo a un grupo de cinco j¨®venes que rodea a una persona, m¨¢s o menos de su misma edad. Tienen cara de pocos amigos. Parece que han pillado al ladr¨®n. Les deb¨ªa de haber robado aprovechando la multitud. S¨²bitamente, uno de ellos salta y le golpea. Despu¨¦s otro. Y otro m¨¢s. El ladr¨®n se defiende bien, es valiente, y a pesar de ser delgado es de cuerpo fibroso. Pero finalmente cae y empiezan a golpearle a r¨¢fagas cada vez m¨¢s violentas. Le hacen da?o. Me siento extra?o. Algo no encaja. Pienso que ya es suficiente. Pero la gente parece igual de sorprendida que yo. Nadie reacciona.
Entonces uno de los cinco le coge el tel¨¦fono del bolsillo al ladr¨®n, que yace dolorido en el suelo, ya indefenso. Se ha acabado. A pesar de ser ladr¨®n, es suficiente castigo, excesivo. La gente lo pasa mal aqu¨ª, es dif¨ªcil obtener sustento y a veces se toma el camino que no debe.
Pero entonces, reemprenden los golpes. Se desata una violencia rabiosa. Los cinco j¨®venes se preparan para patearle todo el cuerpo al ladr¨®n, hasta que veo a uno de ellos que con el pie se dispone aplastarle el cr¨¢neo contra el suelo. El tiempo se detiene. Mis instintos se rebelan. Todo funciona a c¨¢mara lenta. Ahora s¨ª, es suficiente. Me da igual que sea peligroso. No pienso. Grito. Me dirijo hacia ellos.
No llego a tiempo. Le propina un golpe en la cabeza que podr¨ªa ser mortal. Otro hombre me acompa?a con los gritos y se dirige tambi¨¦n en socorro del agredido. Los cinco huyen.
Entonces entiendo, el que parec¨ªa ladr¨®n resulta ser la v¨ªctima. Me siento mal. Hemos dejado que una persona inocente sea robada y apaleada hasta quiz¨¢s quitarle la vida. Hemos sido espectadores pasivos de un crimen. Me asalta la rabia: hacia m¨ª, hacia los agresores, hacia la gente. Pero por mucho que queramos, no podemos cambiar el pasado. Ya es tarde. As¨ª que me dirijo a ver si la v¨ªctima respira.
Una sensaci¨®n de alivio me embarga. Respira. A pesar de la violencia, no le han matado. Est¨¢ en estado de shock. Semiinconsciente. No puede moverse. Seguramente tiene unas costillas rotas y quiz¨¢s alg¨²n traumatismo.
De repente, me vuelve a saltar el zumbido en la cabeza. Mi alarma. Me giro. Alguien est¨¢ intentando robarme de nuevo. Estos ladrones no tienen escr¨²pulos, aprovechan cualquier oportunidad. Me reboto. Estoy cabreado. Le grito. Hace ver que se ofende. Pero se va r¨¢pidamente. Entonces respiro.
Me vuelvo hacia la v¨ªctima. Parece que la gente se ocupa de ¨¦l. Le est¨¢n atendiendo y empieza a reaccionar. Soy in¨²til aqu¨ª y me siento mal. La situaci¨®n me est¨¢ desbordando. As¨ª que decido irme. Atormentado, lloro de rabia, y no me quito la idea de la cabeza de que casi dejo morir a un hombre inocente.
Nadie se movi¨®. Nadie act¨²o. Ni yo mismo.
Me comentan despu¨¦s que es un acto t¨ªpico. Los ladrones act¨²an as¨ª para confundir a la gente. Que siempre se piensa que la v¨ªctima es el ladr¨®n. A pesar de lo que me dicen no consigo sentirme mejor. Siento un dolor indescriptible en el pecho. Y m¨¢s profundo, en el alma. Un dolor oscuro, que me acompa?ar¨¢ durante unos d¨ªas.
(Continuar¨¢)
?Gracias por leer el art¨ªculo! Si quieres saber m¨¢s sobre mis aventuras, podr¨¢s hacerlo en mi blog?Algo m¨¢s que un Viaje. Pincha aqu¨ª para acceder a ¨¦l.
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