La muerte del delf¨ªn
Abelardo Oquendo no lleg¨® a escribir esos ensayos brillantes que ¨ªbamos a leer con pasi¨®n. Pero sus rese?as y cartas nos revelan el maestro secreto que fue
Vaya a?o terrible: primero fue Fernando de Szyszlo, luego Luis Loayza, ahora Abelardo Oquendo. Me dicen que, desde que se le declar¨® el c¨¢ncer, se neg¨® a ser operado y tratado y que esper¨® la muerte con gran coraje y dignidad. Trat¨¦ de hablar con ¨¦l varias veces y nunca lo consegu¨ª. Me voy quedando sin los amigos que dieron vida y ¨¢nimos y buenas lecturas y ense?anzas a mi juventud.
Otros art¨ªculos del autor
Conoc¨ª a Abelardo en el a?o 1956. Acababa de casarme por primera vez y andaba buscando trabajitos que me permitieran sobrevivir, sin renunciar a la Universidad. Consegu¨ª siete, y el s¨¦ptimo gracias a ¨¦l, que trabajaba entonces en el Suplemento Cultural de El Comercio, que sal¨ªa los domingos: me encarg¨® una entrevista semanal a todos los escritores peruanos sobre sus m¨¦todos de trabajo, sus ideas literarias y sus proyectos. Todos pasaron por aquel tamiz, desde el venerable L¨®pez Alb¨²jar hasta Jos¨¦ Mar¨ªa Arguedas, que me hizo rehacer una y otra vez el texto hasta el instante mismo de mandarlo al linotipista.
Con Abelardo y Lucho Loayza formamos un tr¨ªo irrompible. Nos ve¨ªamos a diario, para tomar un r¨¢pido cafecito en el Bransa de La Colmena y para saber que est¨¢bamos vivos y nos necesit¨¢bamos, y para discutir sobre si Sartre o Borges era el gran maestro. Yo sosten¨ªa que el primero, Lucho, que el segundo, y Abelardo manten¨ªa una cierta neutralidad. Su maestro, Luis Jaime Cisneros, lo hab¨ªa tenido un a?o fichando las Tradiciones Peruanas para una tesis doctoral que iba a llamarse Los paremios en Ricardo Palma, algo que lo hab¨ªa disgustado de la filolog¨ªa y, casi casi, de la literatura (no era para menos). Pero ¨¦sta se hallaba tan arraigada ya en ¨¦l que, aunque nunca lleg¨® a escribir los libros que cre¨ªamos, siempre la practic¨®, de esa manera discreta que conven¨ªa a su personalidad, en forma de notitas, rese?as, columnas an¨®nimas, consejos verbales y cartas que alg¨²n d¨ªa, espero, alguien recopilar¨¢: ser¨¢ entonces le¨ªdo y reverenciado como el maestro secreto que fue.
?Cu¨¢ntas promesas se quedaron en embri¨®n en Per¨² y Am¨¦rica Latina por derrotismo psicol¨®gico?
Apenas recuerdo por qu¨¦ Lucho y yo lo llam¨¢bamos el Delf¨ªn. Tal vez porque nos deslumbraba cuando explicaba la poes¨ªa de los cl¨¢sicos, por ejemplo los m¨¢s intrincados poemas de G¨®ngora, y sab¨ªa distinguir con gusto infalible la originalidad de la impostura, detectar el talento genuino entre los mares de textos que ya entonces le llevaban los poetas j¨®venes en busca de orientaci¨®n. Est¨¢bamos seguros de que m¨¢s pronto que tarde escribir¨ªa esos ensayos que, como los de Alfonso Reyes o Pedro Henr¨ªquez Ure?a que le¨ªamos con pasi¨®n, ser¨ªan bellos, sabios e inconfundibles. Pero nunca los escribi¨® y ese es un gran misterio que ya no tengo manera de resolver. Recuerdo que en uno de mis viajes a Lima me dijo que ten¨ªa un proyecto en marcha: escribir unos ensayos sobre una serie de poetas peruanos. Pero s¨®lo escribi¨® el primero, uno magn¨ªfico, consagrado a Javier Sologuren. ?Qu¨¦ lo desanim¨®? Tal vez el deseo de la absoluta perfecci¨®n inalcanzable, tal vez esa sensaci¨®n de para qu¨¦, de es por gusto, no tiene sentido en un medio tan poco estimulante como el de Lima extenuarse tratando de escribir obras maestras. ?Cu¨¢ntas promesas se quedaron en embri¨®n en la historia del Per¨², de Am¨¦rica Latina, por ese derrotismo psicol¨®gico que la pobreza intelectual y literaria del medio expande en torno, paralizando a los mejores?
Por eso quer¨ªamos partir. Vallejo sin Par¨ªs no hubiera sido Vallejo, y hubiera terminado tal vez como Mart¨ªn Ad¨¢n, al que, cuando sal¨ªa del manicomio a tomarse unos traguitos, ¨ªbamos a espiar religiosamente al Bar Cordano. Hac¨ªamos sesiones de espiritismo, jug¨¢bamos a qui¨¦n se re¨ªa primero (yo sol¨ªa ganarles imitando al pato, raneando y chillando: ¡°?Soy el p¨¢jaro-mitra!, ?cua cua!¡±), pero, sobre todo, plane¨¢bamos el viaje a Europa, con gran detalle. Ir¨ªamos all¨¢ y nos reunir¨ªamos en ese dodecas¨ªlabo: ?Montecarlo, Principado de M¨®naco! Se convirti¨® en un estribillo al que acud¨ªamos para levantarnos el ¨¢nimo y combatir la desmoralizaci¨®n lime?a, esos d¨ªas sin cielo, grises y con gar¨²a. Pero s¨®lo Lucho y yo partimos, porque Pupi, la mujer de Abelardo, qued¨® embarazada por segunda vez y con dos hijos la aventura europea resultaba ya muy arriesgada.
La correspondencia supli¨® la presencia, por muchos a?os. Sin las cartas de Lucho y de Abelardo, esas cartas estimulantes, alentadoras, querid¨ªsimas, probablemente yo no hubiera terminado nunca mi primera novela, La ciudad y los perros, que escrib¨ªa y reescrib¨ªa sin cesar, mientras hac¨ªa el doctorado en la Complutense de Madrid, y luego, en Par¨ªs, mientras traduc¨ªa art¨ªculos para la UNESCO y la France Presse, preparaba programas para la Radio-Televisi¨®n Francesa y pon¨ªa voz en espa?ol a Les Actualit¨¦s Fran?aises. Cuando viv¨ªa en Lima s¨®lo so?aba con Par¨ªs, pero, en Par¨ªs, me hac¨ªan falta Lima y el Per¨², y Abelardo atenuaba esa nostalgia con sus cartas semanales. Con el tiempo, aquellos intercambios fueron disminuyendo, alarg¨¢ndose, hasta desaparecer. Pero, cada vez que yo regresaba al Per¨² nos ve¨ªamos, almorz¨¢bamos un arroz con pato, record¨¢bamos los viejos tiempos y actualiz¨¢bamos los chismes, siempre secundados por otro escribidor, Alonso Cueto. Era grato sentir que la amistad estaba all¨ª, intacta.
La idea de morir no me espanta, pero la muerte de las personas pr¨®ximas, queridas, me estremece
Fue Loayza, una tarde, en su casa de Par¨ªs, quien me dijo que Abelardo ten¨ªa c¨¢ncer. La idea de morir yo mismo nunca me ha espantado; pero, en cambio, la de la muerte de las personas pr¨®ximas, queridas, siempre me estremece, desde que murieron mis abuelos, el t¨ªo Lucho, las personas que me ayudaron a ser lo que tanto quer¨ªa: un escritor. Lo llam¨¦ por tel¨¦fono y, por supuesto, hizo unas bromas al respecto, unas bromas muy serias, distanciadoras del drama, quit¨¢ndole importancia, como correspond¨ªa a esa elegancia y distinci¨®n que Abelardo practic¨® en todas las circunstancias de la vida.
Cuando Alonso Cueto me iba informando de la entereza con que Abelardo sobrellevaba esa ¨²ltima etapa me lo imaginaba muy bien. Todos los que lo conocimos supimos siempre que nunca incurrir¨ªa en la vulgaridad de quejarse, protestar, lamentarse de su suerte. Hab¨ªa en ¨¦l un respeto de las formas y las maneras que lo alejaban de la ¨¦poca, que prolongaban en ¨¦l a aquellos caballeros dignos y decentes, correctos y formales, que ya s¨®lo existen en la literatura, esos que aceptan la muerte con naturalidad y sin vulgares aspavientos. As¨ª agoniz¨® y muri¨® Cartucho Mir¨® Quesada, otro de los grandes amigos que he tenido, ejemplo de caballerosidad y limpieza moral hasta el ¨²ltimo instante. Saber morir no es menos importante que saber vivir. Me acuerdo de una terrible pel¨ªcula que vi en mi juventud, una en la que un cura convence al g¨¢nster James Cagney de que, para dar un ejemplo de cobard¨ªa e indecencia a los j¨®venes, simule acobardarse antes de ser electrocutado, y llore y se retuerza y ruegue, en vez de morir en su ley, valientemente. Me pareci¨® atroz que James Cagney consintiera a esa farsa, que se desnaturalizara de este modo en el ¨²ltimo instante, en vez de morir en su ley, con el desprecio con el que hab¨ªa desafiado la muerte a lo largo de toda su vida. Anoche, cuando habl¨¦ con ella por ¨²ltima vez, Claudia, su hija, me confirm¨® lo que ya sab¨ªa: que Abelardo hab¨ªa muerto muy sereno, conversando sin drama, antes de ser sedado.
Adi¨®s, amigo.
Derechos mundiales de prensa en todas las lenguas reservados a Ediciones EL PA?S, SL, 2018.
? Mario Vargas Llosa, 2018.
Tu suscripci¨®n se est¨¢ usando en otro dispositivo
?Quieres a?adir otro usuario a tu suscripci¨®n?
Si contin¨²as leyendo en este dispositivo, no se podr¨¢ leer en el otro.
FlechaTu suscripci¨®n se est¨¢ usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PA?S desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripci¨®n a la modalidad Premium, as¨ª podr¨¢s a?adir otro usuario. Cada uno acceder¨¢ con su propia cuenta de email, lo que os permitir¨¢ personalizar vuestra experiencia en EL PA?S.
En el caso de no saber qui¨¦n est¨¢ usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contrase?a aqu¨ª.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrar¨¢ en tu dispositivo y en el de la otra persona que est¨¢ usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aqu¨ª los t¨¦rminos y condiciones de la suscripci¨®n digital.