Banksy: diferencia indiferente
La ¡®muerte del arte¡¯ anunciada con insistencia suele ser la altisonante jeremiada publicitaria para ampliar sus fronteras
Vivir para ver. El pasado 5 de octubre, una trituradora oculta en el marco de Ni?a con globo reduc¨ªa el lienzo a jirones, ante la mirada perpleja de los asistentes y del propio subastador de Sotheby¡¯s que, segundos antes, hab¨ªa ratificado con un risue?o y enf¨¢tico martillazo la venta millonaria. A las pocas horas, la obra de Banksy se revaloriz¨® hasta alcanzar el doble del precio que se hab¨ªa pagado por ella. El debate estaba servido: ?se trataba de una sutil cr¨ªtica al mercado del arte o de una chabacana, pero exitosa estrategia de marketing?
El coleccionista Acoris Andipa afirm¨®, entrevistado en The New York Times, que lo sucedido en la subasta es ya ¡°un pedazo de la historia del arte¡±. Para otros, dicho arte no ser¨ªa sino la v¨ªctima mortal de un circo de especuladores, de suerte que Banksy vendr¨ªa a tachonar el ¨²ltimo clavo de su sepulcro. Las cosas han sucedido tan r¨¢pido que pocos parecen reparar en el hecho, cuando menos sorprendente, de que lo que ha puesto patas arriba el mundo de la cultura no es sino un grafiti.
Desde que Duchamp introdujese un urinario en el museo y pintase un bigote a la Mona Lisa, es bien sabido que los sucesivos intentos de derrumbar los cimientos del arte suelen ser, en realidad, tentativas de ampliar sus fronteras. La inclusi¨®n de las cajas Brillo en el MOMA, con la celebrada cr¨ªtica de Warhol al concepto de originalidad, es un c¨¦lebre ejemplo de ello. Y el grafiti es, naturalmente, el ¨²ltimo de los mojones que van jalonando este apasionante camino hacia ninguna parte: no deja de ser parad¨®jica la incorporaci¨®n al canon art¨ªstico de una pintada urbana que, por definici¨®n, encuentra su lugar en la marginalidad de lo clandestino, extramuros del museo.
El mensaje ecologista, antimilitarista y feminista de Banksy se afianza sobre el sustento firme de su innegable atractivo popular
Conque menos lobos: la muerte del arte, proclamada por primera vez al socaire de las vanguardias hace m¨¢s de un siglo, suele ser la altisonante jeremiada publicitaria que anuncia una nueva singladura. Que sea Banksy quien capitanee esta no es sino la guinda a un pastel de contradicciones. Al fin y al cabo, participa de un juego que parece despreciar, como si, tal y como prescriben las artes marciales, buscara servirse del impulso del enemigo. En una de sus m¨¢s celebres obras, titulada Shop until you drop (¡°Compra hasta que caigas¡±), se representa a una mujer agarrada a un carrito de supermercado mientras cae al vac¨ªo.
Naturalmente, hay quien se desentiende del consenso en torno a que lo realizado por Banksy es, en efecto, arte. Hace unos meses apareci¨® un mural suyo en un viejo puente levadizo de Hull, la peque?a ciudad al norte de Inglaterra en la que el poeta Philip Larkin trabaj¨® como bibliotecario durante casi tres d¨¦cadas. Debido a que la estructura del puente se encontraba en peligro de derrumbe, no fueron pocas las voces que urgieron a salvar la obra mientras fuera posible. Un concejal del Partido Conservador se opuso a ello, aduciendo que, comparado con lo que se expone en el museo local ¡ªque cuenta con una notable cantidad de pinturas renacentistas y barrocas¡ª, lo de Banksy dif¨ªcilmente pod¨ªa ser considerado ¡°arte de verdad¡±.
Es tentador responder al concejal que ¨¦l no entiende a Banksy. La intelectualizaci¨®n del arte contempor¨¢neo nos lleva a pensar que basta con descifrar una obra para disfrutarla, a despecho de que, a veces, aunque captemos el mensaje, ni nos emociona ni nos interpela. Como escribi¨® Schopenhauer, para quien el arte proced¨ªa de la intuici¨®n, y no del intelecto, ¡°desde que se ve la intenci¨®n, indispone¡±. Cierto es que, aun desde la emboscadura y el simulacro, los grafitis de Banksy incurren no poco en la obviedad y el sobreentendido. Desde el recinto de la subversi¨®n tolerada promueven una ¡°diferencia indiferente¡±, por decirlo con Hegel, repleta de novedades anecd¨®ticas que nunca alcanzan el grado de categor¨ªa y que, a la postre, nos dejan algo fr¨ªos. Ning¨²n Savonarola quemar¨ªa sus obras en plaza p¨²blica, cuanto que a nadie escandalizan. Sin embargo, sus piezas de street art despuntan en las salas de los museos y, con todo, se sacuden las adherencias acad¨¦micas, como si su frescura popular las sustrajese de toda explicaci¨®n intelectualista.
Ortega afirm¨® en La rebeli¨®n de las masas que la vanguardia art¨ªstica no era impopular, sino antipopular, pues solo pod¨ªan comprenderla unos pocos iniciados que, comunic¨¢ndose entre s¨ª por medio de una cr¨ªptica jerga, daban la espalda a la masa. Tres d¨¦cadas despu¨¦s, Adorno sostuvo en Prismas que el vanguardismo y la mentalidad conservadora recorr¨ªan caminos paralelos. Ninguno de estos dos severos dict¨¢menes, frecuentemente enarbolados para poner en cuesti¨®n la est¨¦tica posmoderna, hacen mella en Banksy: al fin y al cabo, la repercusi¨®n de su mensaje ecologista, antimilitarista y feminista se afianza sobre el sustento firme de su innegable atractivo popular.
Ocioso es tratar de comprender, en resumidas cuentas, a un artista cuyas obras se revalorizan al ser destruidas. Su figura, empero, al recortarse sobre un brumoso tel¨®n de fondo, nos dice mucho acerca de la funci¨®n que el arte desempe?a en el presente.
Jorge Freire es escritor y articulista.
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