El otro iliberalismo
No hay conversaci¨®n p¨²blica, hay intercambio de insultos. Y al que los profiere se le jalea despu¨¦s en las redes
Hay veces en las que algunas an¨¦cdotas se convierten en categor¨ªa. Primero estuvo el espect¨¢culo en la elecci¨®n del Consejo General del Poder Judicial, con la coda del WhatsApp de Cosid¨®; luego el show de Rufi¨¢n en el Congreso. En ambos casos se nos puso mal cuerpo porque ya empezamos a sospechar que para entrar en la categor¨ªa de democracias iliberales no hace falta que se asiente un gobierno populista.
El fair play que exigen los mecanismos institucionales del control del poder se enfrenta a una creciente resistencia por parte de los partidos. Y, sobre todo, las astracanadas que proliferan en la red han contagiado a la configuraci¨®n del debate p¨²blico formal. El odio que aquellas escupen sin cesar ha salpicado ya a las instituciones. El gran ¨¦xito de los partidos populistas es que han conseguido situar sus temas en la centralidad de la discusi¨®n p¨²blica. Ahora sabemos tambi¨¦n que nos est¨¢n imponiendo sus maneras. Dig¨¢moslo claro: ?Puede sobrevivir la democracia sin el soporte de una cultura pol¨ªtica liberal?
Todo va tan r¨¢pido, que estas preguntas ni siquiera las planteamos. Porque, ya se sabe, siempre es el otro el responsable de este tipo de comportamientos. Y lo que se aprecia es un generalizado desprecio por valores tan centrales como el respeto debido a las opiniones del adversario, que ahora se se?alan como desviaciones de una supuesta opini¨®n verdadera; siempre, como es l¨®gico, la nuestra.
A los liberales les debemos ese gran ¨¦xito civilizatorio de reducir todo pronunciamiento pol¨ªtico a mera opini¨®n; es decir, el rechazo a que se nos imponga una verdad o una ¨²nica forma de vida, lo propio del pensamiento dogm¨¢tico e inquisitorial. Por eso propugnaron el pluralismo como el aut¨¦ntico principio regulativo de la democracia y la necesidad de limitar el poder como condici¨®n de posibilidad para que aquel se vea garantizado.
El respeto c¨ªvico de las opiniones, de todas ellas salvo las que aspiran a subvertir este principio, es la punta de lanza de una cultura liberal. Hoy, cuando la reacci¨®n autom¨¢tica a la expresi¨®n de la divergencia se acompa?a de los gritos de ¡°fascista¡±, ¡°golpista¡±, y otros incluso menos amables, hemos entrado ya en terreno pantanoso. O cuando se arrojan descalificaciones destempladas al juez que no nos da la raz¨®n. Se le podr¨¢ criticar, claro, pero no priv¨¢ndole de su auctoritas. Pero eso es justo lo que se hace. Abominamos del otro y de las instituciones que deben arbitrar entre la siempre bienvenida discrepancia de opiniones e intereses.
Ya no creemos ni en Locke ni en Montesquieu. Su lugar lo ha ocupado el seguimiento ciego al inter¨¦s de parte y el odio y resentimiento viscerales que rezuman por doquier. No hay conversaci¨®n p¨²blica, hay intercambio de insultos. Y al que los profiere se le jalea despu¨¦s en las redes como a un torero chulesco que se dirige al ruedo para recibir los aplausos despu¨¦s de la faena. Y a m¨¢s sangre, m¨¢s aplausos. ?Pobre democracia!
Tu suscripci¨®n se est¨¢ usando en otro dispositivo
?Quieres a?adir otro usuario a tu suscripci¨®n?
Si contin¨²as leyendo en este dispositivo, no se podr¨¢ leer en el otro.
FlechaTu suscripci¨®n se est¨¢ usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PA?S desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripci¨®n a la modalidad Premium, as¨ª podr¨¢s a?adir otro usuario. Cada uno acceder¨¢ con su propia cuenta de email, lo que os permitir¨¢ personalizar vuestra experiencia en EL PA?S.
En el caso de no saber qui¨¦n est¨¢ usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contrase?a aqu¨ª.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrar¨¢ en tu dispositivo y en el de la otra persona que est¨¢ usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aqu¨ª los t¨¦rminos y condiciones de la suscripci¨®n digital.