La culpa, el instrumento de control de las religiones
Con el fin de la cultura religiosa aprendimos a pensar que los fallos no son nuestros, que son de los conjuntos, las sociedades o las estructuras. El infierno son los otros
FUE UNO de los inventos m¨¢s extraordinarios que los manuales no registran: a los inventos m¨¢s extraordinarios suele sucederles. Antes de ¨¦l, aquellos hombres y mujeres viv¨ªan m¨¢s o menos felices. O preocupados, irritados, aterrados, pero sin el peso de la culpa. En esos d¨ªas las cosas suced¨ªan y nadie sab¨ªa bien por qu¨¦: as¨ª era la vida o, a lo sumo, as¨ª de caprichosos esos diosecitos que pululaban en el ¨¢rbol, el agua, la luna lejana o el poderoso sol.
Y entonces eso. No se sabe bien cu¨¢ndo, qui¨¦n, c¨®mo, pero en alg¨²n momento hace cuatro o cinco mil a?os, unos se?ores y se?oras en Irak o Ir¨¢n o Siria empezaron a creer que la culpa era suya. Que si se les hab¨ªa jodido la cosecha o muerto el quinto hijo o mancado el burro no era por esos azares de la vida, sino porque algo hab¨ªan hecho para merecerlo. Y todo, entonces, empez¨® a cambiar: hab¨ªa aparecido, escribi¨® Bott¨¦ro, la idea de pecado.
(Jean Bott¨¦ro naci¨® pobre y provenzal en 1914, estudi¨® con los curas, se orden¨® dominico, se dedic¨® a ense?ar, lo echaron por no querer decir que la G¨¦nesis era un hecho hist¨®rico. Entonces se consagr¨® a la Mesopotamia, aprendi¨® sus idiomas, se cas¨®, tradujo el C¨®digo de Hammurabi, fue sabio y, sin embargo, public¨® varios libros).
Cuando apareci¨®, dijo Bott¨¦ro, el pecado no era una trasgresi¨®n que el pecador comet¨ªa en su vida cotidiana; no era un concepto moral, era administrativo. Un sacerdote erraba la invocaci¨®n a un diosecillo y el diosecillo se enojaba; una familia sacrificaba la cabra equivocada a una diosita y la diosita se vengaba. El sacerdote y la familia quiz¨¢ no lo sab¨ªan; cre¨ªan que hab¨ªan hecho todo bien y, de pronto, esa sequ¨ªa o esa tormenta o esa guerra les probaban que no. Las desgracias llegaban como castigo a errores que su autor ignoraba. As¨ª, la vida se volvi¨® la continua zozobra de no saber si lo hab¨ªas hecho bien o mal. Y la prueba de que hab¨ªas hecho algo mal ¡ªno algo malo, algo mal¡ª era que algo malo te estaba sucediendo.
La culpa era tuya, por supuesto. La invenci¨®n mesopot¨¢mica del pecado fue la forma de transferir la culpa del poder al impotente: eran los hombres ¡ªcada hombre¡ª los que se equivocaban, los que causaban las desgracias y deb¨ªan suponer c¨®mo y por qu¨¦. Los dioses eran como aquellos padres que le pegan a su hijo mientras le dicen que ¨¦l ya sabe.
El cristianismo fue un avance: cuando recurri¨® a la idea de pecado para imponer un c¨®digo de conducta, devolvi¨® a sus creyentes cierta autonom¨ªa. Al menos pod¨ªas elegir cu¨¢ndo y c¨®mo quebrabas las reglas, al menos te castigaban por algo que sab¨ªas que no deb¨ªas hacer, aunque no supieras por qu¨¦ no deb¨ªas. O s¨ª supieras: no deb¨ªas porque el cura dec¨ªa que el dios lo dec¨ªa ¡ªy con eso alcanzaba.
Y la culpa segu¨ªa siendo tuya. La culpa se invent¨® para que fuera tuya: de un modo u otro, tuya, y te golpees el pecho y grites mea culpa mea grandissima culpa y todas esas vainas. Funcionaba: todo lo malo te suced¨ªa por tus errores, por tus desviaciones, porque el poder ¡ªel dios o lo que fuera¡ª era justo, infinitamente justo.
Hasta que, con el fin de la cultura realmente religiosa, ese gran truco del poder se desarm¨®. Aprendimos a pensar lo contrario: que la culpa no es nuestra, que son los conjuntos, las sociedades, las estructuras. Que el infierno son siempre los otros. Es curioso: para deshacernos de la forma m¨¢s brutal de la opresi¨®n, de esas reglas escritas o no escritas que nos manten¨ªan en el terror, tuvimos que empezar a suponer que no somos responsables de lo que nos sucede. Ahora lo malo siempre es culpa de ellos: los pol¨ªticos, los economistas, los ricos, los inmigrantes, los infieles, los otros.
Ahora somos tan pobres que ni siquiera tenemos la culpa.?
Tu suscripci¨®n se est¨¢ usando en otro dispositivo
?Quieres a?adir otro usuario a tu suscripci¨®n?
Si contin¨²as leyendo en este dispositivo, no se podr¨¢ leer en el otro.
FlechaTu suscripci¨®n se est¨¢ usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PA?S desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripci¨®n a la modalidad Premium, as¨ª podr¨¢s a?adir otro usuario. Cada uno acceder¨¢ con su propia cuenta de email, lo que os permitir¨¢ personalizar vuestra experiencia en EL PA?S.
En el caso de no saber qui¨¦n est¨¢ usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contrase?a aqu¨ª.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrar¨¢ en tu dispositivo y en el de la otra persona que est¨¢ usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aqu¨ª los t¨¦rminos y condiciones de la suscripci¨®n digital.