Fr¨ªo para pobres
No hay ingrediente m¨¢s eficaz que la comodidad que nos ofrece un capitalismo sin control ni regulaci¨®n ejercido con un clic
Escucho las noticias sobre las temperaturas g¨¦lidas de la Costa Este americana y a¨²n guardo viv¨ªsimo el recuerdo de aquellos d¨ªas en que por unas horas la ciudad se quedaba paralizada y se disfrutaba de un fugaz silencio blanco que, al poco, el fr¨ªo convert¨ªa en hielo sucio; las calles se llenaban de trampas en las que caer y, dependiendo de la edad, hacerte un morat¨®n o romperte una cadera que supusiera el principio del declive. ¡°Vay¨¢monos lejos¡±, me dijo un se?or que me tend¨ªa la mano para que yo pudiera salir de un socav¨®n cubierto de hielo en el que hab¨ªa ca¨ªdo. Y s¨ª, de aquel fr¨ªo de cuchillo una deseaba huir, salvo en esos momentos de paz en que observaba el espect¨¢culo glacial desde la ventana de casa, agobiada incluso por el insoportable calor de la calefacci¨®n central. En Nueva York, ep¨ªtome de esas grandes ciudades en las se puede disfrutar de una comodidad basada en el trabajo esclavo o precario de otros, se pod¨ªa casi hibernar como la c¨¦lebre mascota Phil, trabajando en el ordenador y pidiendo por Internet la compra o la cena. A eso de las cinco y media de la tarde, ya noche cerrada, la escalera se llenaba de olores melosos y picantes. Eran los repartidores del chino, el coreano, el mexicano. ?Cu¨¢ntos grados hac¨ªan falta para que aquellos tipos embutidos en chubasqueros reflectantes que solo dejaban al aire los ojos se abstuvieran de repartir cenas en bicicleta?
Solo los incautos caminaban o conduc¨ªan aquellas noches de nieve y ventisca. Pero aquellos recaderos de la bici segu¨ªan arriesg¨¢ndose, temerarios, yendo en sentido contrario, burlando los sem¨¢foros para llegar cuanto antes al destino y llevarse la propina en la que se basaba su trabajo ilegal. Si alguno mor¨ªa en el intento, es posible que su muerte pasara sin pena ni gloria.
Es habitual afirmar que vienen de pa¨ªses donde la vida no vale nada, pero me pregunto cu¨¢l es el precio que pagan por sobrevivir en la ciudad de los sue?os rotos, como la llamaba John Cheever.
En un principio pensaba mucho en la naturaleza de esa sociedad endurecida, indiferente a los peligros a los que se somet¨ªa esa pobre gente, que recib¨ªa con naturalidad su pedido de chop suey a la hora convenida. ?Tendr¨ªa algo que ver con la dureza heredada de los or¨ªgenes pioneros del pa¨ªs? Un tipo latino o coreano, que apenas balbuceaba tres palabras en ingl¨¦s, entregaba el paquete enfundado en su chupa y esperaba el 15% de propina de rigor. Al rato, los vecinos sal¨ªan a tirar por la rampa del descansillo una bolsa llena de envases de pl¨¢stico y aluminio. Yo asum¨ªa esos comportamientos como propios de un pa¨ªs ajeno, porque no lograba concebir que ese modelo de sociedad fuera exportable. Ahora s¨¦ que no hay ingrediente m¨¢s eficaz que la comodidad que nos ofrece un capitalismo sin control ni regulaci¨®n, que se ejerce con un sencillo clic, para adormecer nuestra sensibilidad, eliminar el concepto de solidaridad. Hoy, aqu¨ª, en Madrid o en Barcelona, podemos calificar al repartidor con un emoji, sonriente o enfurru?ado. Generosos, solemos apretar el bot¨®n de la carita sonriente, y ah¨ª termina nuestro reconocimiento del otro.
Estos d¨ªas de desconcierto, no cabe duda, por la huelga de taxi, muchos hemos visto alterada nuestra comodidad. No paran de publicarse columnas sobre esa comodidad quebrantada. Al hacerlo, estamos exhibiendo claramente cu¨¢l es nuestro grado de aguante y d¨®nde empieza y acaba nuestro an¨¢lisis sobre este complicado conflicto laboral. En nuestro culo.
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