Gana la lengua m¨¢s afilada
Los partidos est¨¢n haciendo que el estar ¡°a favor¡± o ¡°en contra¡± de una opini¨®n sustituya a la obligaci¨®n de pensar
Se le llama argumento ad hominem a la falacia l¨®gica que consiste en refutar la argumentaci¨®n del oponente desacreditando personalmente a quien la sostiene. Distraer la atenci¨®n del oyente del tema de debate y desviarla hacia la persona del adversario es un recurso ret¨®rico que, utilizado desde los inicios de la oratoria, ha demostrado ser bastante eficaz. La audiencia crece con los ataques personales y no parece importarle demasiado la falta de elegancia que demuestran, ni la carencia de conocimientos que pudiesen encubrir. Es ciertamente m¨¢s sencillo crear adhesiones despertando aversiones que apelando a la raz¨®n. Convencer, a fin de cuentas, es vencer, y en el combate ret¨®rico m¨¢s gana el que m¨¢s tenga la lengua ¡ªel arma¡ª afilada. Cuando se han invertido los t¨¦rminos, cuando ya no se trata de gobernar sino de ganar, el voto es el instrumento del que se saca... partido. Con-vencer, por tanto, es la clave, y para eso todo vale.
Pero, ?y si ante estos bochornosos espect¨¢culos el circo se quedara vac¨ªo? ?Y si no hubiese nadie dispuesto a pagar la entrada? O, dicho de otra manera, ?y si en vez de echar balones fuera nos preocup¨¢semos por educarnos? Pues si las cosas son as¨ª, ?no ser¨¢ porque seguimos confundiendo el gobierno con el poder, el servicio p¨²blico con la autoridad, la justicia con la conveniencia y el bien p¨²blico con el bien de una mayor¨ªa, la parte con el todo? Porque, ciertamente, la mayor¨ªa no es la totalidad, ni la democracia es el gobierno de todo un pueblo. Nunca lo fue, en realidad. En las m¨¢s antiguas democracias de Atenas, seg¨²n comentaba Arist¨®teles, se condenaba al ostracismo a aquel que, por su inteligencia o sus cualidades, destacara por encima de los dem¨¢s. Era, dec¨ªa el fil¨®sofo, lo equivalente a eliminar un detalle demasiado perfecto en una pintura mediocre en pro del equilibrio de la composici¨®n. Hemos tenido la oportunidad de comprobar que estas disposiciones han seguido vigentes a lo largo de los siglos. Seguimos arreglando el cuadro de acuerdo a la mediocridad reinante.
La mediocridad del enemigo reduce la talla de su adversario y quien descalifica a su contrario se descalifica a s¨ª mismo
La mayor¨ªa, en efecto, rara vez piensa bien. Pensar bien, pol¨ªticamente hablando, es pensar con el ¨¢nimo ecu¨¢nime, y esto es algo que s¨®lo puede conseguir una sociedad pol¨ªticamente educada: una sociedad que no se deje influenciar por la ret¨®rica de los candidatos, que haya aprendido a distinguir el ejercicio de la racionalidad de las inercias senti-mentales, que sea capaz de pensar con imparcialidad y tomar medidas justas incluso si contravienen los intereses personales. Sustituir la estrecha moral del (m¨¢s) semejante, por una ¨¦tica mucho m¨¢s abarcante, reemplazar los prejuicios por el juicio l¨®gico, las creencias por la humildad, las opiniones por el conocimiento, las pasiones por la ecuanimidad, ?es esto una utop¨ªa? Probablemente. Tan ut¨®pico como la supresi¨®n de los partidos pol¨ªticos que propon¨ªa Simone Weil en 1950, dos a?os despu¨¦s de la Declaraci¨®n de los Derechos Humanos. O el despertar de una conciencia ¨¦tica colectiva. Ut¨®pico, pero no imposible.
Todo partido es partidista, el nombre lo indica. Un partido es una porci¨®n de una totalidad partida, en la que el bien de unos nunca coincide con el bien de otros. El bien, como el ser, se dice de m¨²ltiples maneras. Y si se entiende como sin¨®nimo del inter¨¦s, a todas luces nunca ser¨¢ com¨²n, sino m¨¢s bien contradictorio. Justicia y bien p¨²blico son t¨¦rminos que no a todos conviene. Y si lo que unos entienden como ¡°bien com¨²n¡± es aquello que revierte en su bien privado, es evidente que ir¨¢ en detrimento del bien de otros. Una sociedad pol¨ªticamente educada entender¨ªa que el bien com¨²n es cuesti¨®n de ¨¦tica. La ¨¦tica es una forma de habitar y de pertenecer que se basa en el respeto y el respeto, en su forma natural, acompa?a la conciencia de una equivalencia que no deriva de juicio alguno. Cuando faltan las v¨ªas que le permiten a esa conciencia com¨²n, que yace bajo la historia personal de cada uno, dictarnos la manera de actuar ¨¦ticamente, recurrimos a la racionalidad. La raz¨®n es ling¨¹¨ªstica y el lenguaje es l¨®gico, y la l¨®gica nos brinda otra equivalencia. En el ¨¢mbito de la raz¨®n pr¨¢ctica, se le llama justicia.
Ahora, mientras las utop¨ªas devengan realidad, habremos de considerar el hecho de que la mayor¨ªa no piensa ni act¨²a con l¨®gica, sino guiada por pasiones e intereses personales. De ah¨ª que los partidos, que son, como dec¨ªa Weil, m¨¢quinas de fabricar pasiones colectivas, tengan un lugar preeminente en el panorama pol¨ªtico, y que tomar partido, situarse ¡°en pro¡± o ¡°en contra¡± de lo que generalmente no pasa de ser una opini¨®n, haya sustituido la obligaci¨®n de pensar. ?Qu¨¦ hacer entonces?Para empezar, dejar de asistir al circo. Dejar de seguirles el juego a quienes tratan de convencernos con argumentos pueriles o ganar nuestra simpat¨ªa descalificando al adversario. Si de combate se trata, la dignidad se impone: un gran enemigo es siempre preferible a uno mediocre. Todo buen estratega sabe que la mediocridad del enemigo reduce la talla de su adversario y que quien descalifica a su contrario se descalifica a s¨ª mismo.
Chantal Maillard es escritora.
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