La ciudad del perd¨®n
Los alegatos de los procesados acumulan sentimientos, exhiben victimismo, proyectan heroicidad
El ¨²ltimo d¨ªa de la vista oral es diab¨®lico. Los alegatos de los procesados acumulan sentimientos, exhiben victimismo, proyectan heroicidad. ?A qui¨¦n no enternece una menci¨®n al hijo peque?o acerc¨¢ndose a las rejas?
De esos discursos, quien prefiera atenerse a las llamadas a un futuro distinto recordar¨¢ el de Oriol Junqueras, quien, ensimismado, clam¨® por ¡°devolver la cuesti¨®n al terreno de la buena pol¨ªtica, al terreno de la negociaci¨®n y el acuerdo¡±.
O mejor, al del autocr¨ªtico Santi Vila, que repas¨® ¡°c¨®mo hemos podido llegar a este punto, a este desprop¨®sito¡± cuando muchos esperaban que llegase la rectificaci¨®n y el pacto.
Y ¡°c¨®mo debemos enderezarlo¡±, ante una encrucijada en que ¡°entroncaremos o con la peor o con la mejor de las tradiciones¡±: esta, la de una Espa?a ¡°plenamente democr¨¢tica¡±. ¡°Nada de fatalidades¡±, impetr¨®.
Un alegato final, como el minuto de oro de un debate televisado, suele embellecer los rincones m¨¢s feos del pasado, con un lenguaje amable y digerible por todos los p¨²blicos.
As¨ª, ?qui¨¦n discrepa de la idea gen¨¦rica de evitar la ¡°judicializaci¨®n de la pol¨ªtica¡±? Pero siempre que la pol¨ªtica no se judicialice a s¨ª misma, despe?¨¢ndose por atajos ilegales; ni se politice la justicia.
?Qui¨¦n no simpatiza con una cierta ¡°desobediencia civil¡±, pac¨ªfica, ante un eventual abuso? Pero siempre que cumpla las estrictas reglas que le impuso el gran fil¨®sofo John Rawls (Justicia como equidad, Tecnos, 1986).
Entre ellas, cumplir el requisito de ser ¡°objeto de injusticia a lo largo de un amplio per¨ªodo de tiempo¡±, y que esa injusticia, de car¨¢cter m¨¢s o menos deliberado, constituya ¡°una clara violaci¨®n de las libertades de igual ciudadan¨ªa¡±.
?Qui¨¦n en su sano juicio se opondr¨ªa al lema, esgrimido de nuevo este mi¨¦rcoles, seg¨²n el cual ¡°la censura no debe entrar en el Parlamento¡±?
Claro est¨¢, siempre que la C¨¢mara mantenga la afecci¨®n por el principio de la separaci¨®n de poderes, por el cumplimiento de las resoluciones judiciales y por el respeto a los derechos de las minor¨ªas parlamentarias: la oposici¨®n, que representa ¡ªa veces¡ª a la mayor¨ªa de los ciudadanos.
Y es verdad comprobada que la Constituci¨®n de 1978 cont¨® a los catalanes entre sus m¨¢s ardientes defensores (la votaron en dos puntos porcentuales por encima de la media), pero no porque el ¡°reconocimiento de la personalidad de Catalu?a¡± fuese una ¡°contraprestaci¨®n¡± al sistema democr¨¢tico que instauraba.
En efecto, los catalanes estaban y est¨¢n interesados en la democracia y en el autogobierno ¡ªque constituyen dos caras de la misma libertad¡ª, pero no en un mero cambio de cromos de una a otro.
Tambi¨¦n es un sue?o ahist¨®rico y rom¨¢ntico la idea de que la violencia no haya ¡°formado parte del c¨®digo de conducta catal¨¢n¡±. Pregunten por las guerras carlistas, los a?os veinte del ¡°pistolerismo¡±, o la guerra civil espa?ola (tambi¨¦n, sangrientamente, catalana).
Hubo quejas asimismo sobre la ¡°falaz instrumentalizaci¨®n¡± de un presunto ¡°odio¡± a Espa?a por parte del mundo indepe, y concretamente de los procesados. Bastante razonables.
Pero ayudar¨ªa a la salud colectiva tener un president de la Generalitat que no acarrease una mochila de escritos xen¨®fobos y no ensalzase a lo m¨¢s ultra y violento del nacionalismo catal¨¢n de los a?os treinta, como Daniel Cardona y los hermanos Bad¨ªa.
¡°Odia al delito y compadece al delincuente¡±, escribi¨® con sabidur¨ªa Concepci¨®n Arenal. Los procesados del proc¨¦s no son delincuentes, gozan de la presunci¨®n de inocencia, al menos mientras no medie condena firme contra ellos.
Pero ser¨ªa una buena conclusi¨®n de esta aparatosa, dura, compleja y polifac¨¦tica vista oral que todos los dem¨¢s actores se esforzaran por distinguir mejor.
Por ejemplo, entre la cr¨ªtica a una pol¨ªtica, y el respeto a quienes err¨®neamente la practican; entre debelar unos hechos y propugnar a un tiempo el garantismo y la ecuanimidad de la Justicia.
Un gran ejemplo de esa actitud, en situaci¨®n muy, muy distinta, lo dio el poeta Joan Maragall. En 1909, tras la Semana Tr¨¢gica ¡ªuna terrible insurrecci¨®n anarquista contra la movilizaci¨®n de reservistas para la guerra de ?frica¡ª, escribi¨® para La Veu, el diario de la burgues¨ªa catalanista, el emotivo art¨ªculo La ciutat del perd¨®.
Le ped¨ªa que se movilizase contra la pena de muerte dictada al pedagogo libertario Francesc Ferrer i Gu¨¤rdia, presunto inspirador de aquella insurrecci¨®n que tanto perjudic¨® a esa burgues¨ªa. No vio la luz.
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